Por: Adalid Contreras Baspineiro*
Cuando llega covid-19, en nuestro continente de economía reprimarizada y sujeta a la caída de los precios de los commodities, según la CEPAL teníamos 190 millones de pobres. Por su precariedad estructural, nuestros sistemas de salud estaban destinados a colapsar. Además, varios países afrontaban situaciones de convulsión social y política en contextos de polarización que al igual que la economía y la salud se agravaron con una pandemia que nos dejó al menos 30 millones más de latinoamericanos en situación de pobreza.
En estas condiciones, más la alta incertidumbre que genera una pandemia desconocida, las prioridades de los países están destinadas a garantizar medidas soberanas para sus propios territorios. En un momento en el que no existían aún alternativas como las vacunas, la fórmula elegida es el confinamiento, que al calor de debates si primero la salud o la economía, se aplica en algunos países con carácter total, en otros parcialmente, y otros descreídos lo relegan. La primera ola arrasó, espantó y provocó medidas nacionalistas complementarias como el cierre de fronteras, en la sospecha que coronavirus migra desde las vecindades. Por si fuera poco, por razonamientos ideológicos se fracturan procesos integracionistas como Unasur, contribuyendo a separar antes que diseñar espacios de encuentro.
Así dadas las cosas, los procesos de integración son inicialmente secundarizados, hasta que por la gravedad de la fuerza destructora de una pandemia que se torna multidimensional (sanitaria, económica, social, ambiental, política y ética) se va tomando conciencia de que un problema global necesita respuestas integradas, concertadas y solidarias. Entonces la integración encuentra en la crisis una oportunidad para reinventar sus arquitecturas colaborativas y medidas comunitarias.
Se toman medidas importantes, con una celeridad que no suelen tener usualmente procesos integracionistas que se miden en acciones de mediano y largo plazo. Son medidas que como se encuentran en los cimientos que soportan decisiones nacionales, no se visibilizan ni se reconocen en la importancia que tienen. Por una parte, un conjunto de medidas corresponde a la facilitación del comercio para la circulación de productos médico-sanitarios, como la suspensión de medidas antidumping, la reducción de aranceles, la liberación de tributos u operativos aduaneros simplificados. También se desarrollan acciones de intercambio y cooperación en la interacción digital con modernización de los sistemas. Se activan alianzas estratégicas para la investigación, inversión, capacitación y generación de conocimiento mediante encuentros entre entidades de investigación científica.
En otro ámbito, se toman medidas de inversión comunitaria en salud, como por ejemplo el fondo creado por Mercosur para fortalecer la capacidad de testeo y diagnóstico, para la adquisición de insumos, materiales y equipamiento para la protección de los profesionales de la salud. Así mismo, el Sistema de Integración Centroamericana (SICA), establece un plan de contingencia regional con inversión conjunta para prevenir, contener y superar los efectos de la pandemia en un corredor humanitario centroamericano.
Pero acaso una de las dimensiones más importantes sea la revitalización de la voluntad política integracionista, expresada en iniciativas como la declaración “Centroamérica unida contra el coronavirus”, o las cumbres presidenciales de Mercosur y de la CAN, así como la realización de eventos de coordinación entre los órganos e instituciones que componen el Sistema Andino de Integración (SAI). La voluntad política es el motor que genera integración y la dinamiza en perspectiva. Esto es lo que pasó con la reactivación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC), que proyecta acciones conjuntas con objetivos comunes contra la pandemia, el cambio climático, el crimen organizado y en favor de la seguridad alimentaria y el desarrollo de la ciencia y la tecnología.
Este conjunto de medidas y especialmente la recuperación de la voluntad política integracionista se convierten en la base para aspirar a medidas más contundentes para la resiliencia social, así como para operaciones colaborativas postpandemia. En esa línea, la aplicación del Plan de autosuficiencia sanitaria, trabajado por la Cepal para la producción y distribución de vacunas y otros insumos, así como la compra conjunta de medicamentos, en la perspectiva de reducir la dependencia de la región, es una tarea urgente. De la misma manera, la cooperación sur – sur mediante el intercambio de buenas prácticas y la realización de campañas son, junto con el fortalecimiento de los sistemas de salud, un logro esperable con la acción solidaria.
Nada de esto podría ser posible si no se fortalece la institucionalidad de los organismos de integración. Este es el momento para la recuperación de la integración continental basada en las convergencias y complementariedades de los organismos ya establecidos. La CELAC debe institucionalizarse con carácter supranacional para encarar un regionalismo que articule solidariamente las pluralidades económicas, sociales, políticas, culturales y territoriales con una dinámica dialogal, de cohesión, cooperación y coordinación, compartiendo políticas, ideologías e identidades, para enfrentar juntos las vulnerabilidades externas y/o los desequilibrios internos, desarrollando interdependencias de largo plazo en los que cada país cede un pedacito de su soberanía en favor de una soberanía mayor. La integración continental para el bien común es el camino.
*Boliviano, Sociólogo y comunicólogo. Ex Secretario General de la Comunidad Andina – CAN; Ex Secretario Ejecutivo de OCLACC (actualmente SIGNIS ALC)