No hay lugar en el mundo, donde un profundo malestar se manifiesta frente al aumento de las brechas sociales, al irrespeto a la justicia, al desempleo de los jóvenes, a los abusos de poder, a la destrucción de la naturaleza. Una nueva ola de movimientos sociales se ha desarrollado. Los Foros sociales permitieron su globalización. Una conciencia social colectiva crece: no se puede seguir así. El tipo de desarrollo económico que vivimos actualmente, con sus consecuencias políticas, culturales y sicológicas, es el origen de los desequilibrios. Al mismo tiempo, la necesidad de soluciones se impone de manera urgente. Es el momento de plantear nuevas orientaciones y no solamente adaptaciones. Reunir fuerzas para actuar y pensar por este fin, es una prioridad. Es por esto que, junto a la iniciativa del Referéndum sobre el agua (uno de los bienes comunes) en Italia, la Fundación Rosa Luxemburgo tomó la decisión de organizar una Conferencia sobre el concepto del Bien Común de la Humanidad, para promover una reflexión sobre los vínculos entre las dos nociones y de integrar las reivindicaciones y las luchas sociales para un cambio de sociedad, escenario en el que se enmarca éste artículo.
Este artículo propone un nuevo énfasis en el trabajo investigativo y pedagógico de la disciplina latinoamericana de la Comunicación en el estudio de las prácticas comunicativas y su estrecha relación con la alteridad y el cambio social. Las prácticas comunicativas incluyen las dinámicas alrededor de los medios y sus mediaciones y van más allá, para incluir acciones y expresiones cotidianas de extraordinaria riqueza y diversidad, asociadas a redes culturales y sentidos complejos. Dichas prácticas comunicativas ilustran, expanden y profundizan los incesantes esfuerzos de creación, transformación, recuperación y conservación de sentidos, redes y lazos, más allá de lo instrumental, que propenden por cambios profundos y por la construcción de alternativas a un orden social latinoamericano injusto, destructor, colonial y excluyente. El estudio de las prácticas comunicativas en clave de cambio social, especialmente desde Latinoamérica, abre ventanas hacia otras formas de conocimiento y acción alternativas a la modernidad, como la comunalidad o el buen vivir.
La cosmovisión del buen vivir promueve un giro biocéntrico y descolonial con respecto a las nociones de comunicación para el desarrollo y para el cambio social. Este artículo plantea un recorrido por la historia de la disciplina con el objeto de incorporar los nuevos debates surgidos en torno al posdesarrollo y la ecología crítica, especialmente a partir de la revalorización de los legados culturales sostenibles silenciados por el binomio modernidad/colonialidad.
El Vivir Bien / Buen Vivir es un paradigma comunicacional por su carácter relacional de sociedades, de tiempos, de espacios, de culturas, y del hombre con la naturaleza. Es la cosmovisión de la “cosmoconvivencia”, que pone en relación (comunicación) integral e interdependiente cuatro otras visiones del mundo: la cosmocéntrica (el centro es el cosmos), biocéntrica (el centro es la vida), etnocéntrica (el centro es el ser humano) y ecocéntrica (el centro es la naturaleza)
Resumen: La legitimación del Vivir Bien o Suma Qamaña, o Buen Vivir o Sumaj Kausay como paradigma y como base de políticas nacionales de desarrollo en países latinoamericanos, complejiza aún más las relaciones entre comunicación y proyectos de sociedad, puesto que se rompe con las concepciones tradicionales de desarrollo equivalente a modernización y progreso, con una apuesta por la vida en armonía espiritual, social y con la naturaleza. La comunicación debe entonces repensarse en sus sentidos; en sus formas de producción, circulación y apropiación; así como en sus marcos normativos que sustentan las formas de propiedad y de producción, para contribuir a construir –participativamente- estas sociedades del post-desarrollo que renuevan la utopía de democratizar la comunicación para democratizar la sociedad.
Resumen: La cosmovisión del buen vivir promueve un giro biocéntrico y descolonial con respecto a las nociones de comunicación para el desarrollo y para el cambio social. Este artículo plantea un recorrido por la historia de la disciplina con el objeto de incorporar los nuevos debates surgidos en torno al posdesarrollo y la ecología crítica, especialmente a partir de la revalorización de los legados culturales sostenibles silenciados por el binomio modernidad/colonialidad.
Los estudios de comunicación para el desarrollo y para el cambio social cuentan con una dilatada trayectoria académica y práctica, especialmente en Latinoamérica y en el contexto anglosajón, hasta el punto de conformar una de las disciplinas más veteranas de las ciencias de la comunicación. No obstante, desde la aparición de los primeros estudios científicos en EE.UU. su evolución se ha visto lastrada por un conjunto de limitaciones estructurales. Estas son fáciles de detectar en la práctica actual de los principales organismos y agencias mundiales de cooperación —Fao, Unesco, BM, Usaid, Aecid—, que heredan una concepción fallida de los términos que componen la ecuación comunicación-para-el-desarrollo, a saber…
La relativa fascinación que ejerce en las sociedades modernas la idea del buen vivir ¿no sería un salto en el vacío? Porque se expresa en simples quejas, malestares y descontentos, pero no se asienta en hechos de memoria asumidos conscientemente, ni se proyecta en propuestas concretas. El sentimiento del «mal vivir» en el cual vive la mayoría de la población se presenta como una fatalidad de la que sólo salimos apelando a un buen vivir utópico, sin pie en la realidad de cada día.
“Mi secreto es muy simple: no se ve bien sino con el corazón; lo esencial es invisible a los ojos”.
El Principito (2013: 64)
Una corazonada
Pongo este epígrafe porque proviene de un filósofo no académico como lo fue Saint-Exupéry, un pensador de la vida que como piloto de aviación le encantaba volar por el mundo y los planetas (aunque sea de manera imaginaria), atravesando fronteras y conociendo a otras gentes, así como a otros seres vivos, hasta que un día desapareció en medio de las estrellas. No sin dejarnos un cuento maravilloso con un mensaje central que puso en la boca de un zorro que nos invita a efectuar una ruptura epistemológica, con la cual hubieran estado de acuerdo también los zorros de José María Arguedas en su novela póstuma El zorro de arriba y el zorro de abajo. Pero ya otro filósofo francés del siglo XVII, Blas Pascal, había dicho en sus Pensamientos una cosa un tanto extraña para la filosofía hegemónica, algo así como que “el corazón posee razones que la razón no conoce”, induciéndonos a ir más allá del consabido racionalismo occidental.
Y ahora ese llamado se renueva cuando la sabiduría ancestral indígena de nuestras Américas, mucho más mítica y simbólica, nos impele a emprender un conocimiento más amplio y diverso, que tiene mucho que ver con lo emocional y afectivo. Lo cual nos recuerda que si bien en la cultura greco-occidental al comienzo se buscaba el amor a la sabiduría o la sabiduría del amor, esta perspectiva se fue disecando y perdiendo dentro del frío razonamiento conceptual para después desembocar en la civilización tecno-científica de la manipulación instrumental del dominio o más bien seudodominio del mundo. Pues como lo recalca Cornelius Castoriadis en la situación actual, “el dominio ‘racional’ en expansión ilimitada, en realidad, sólo es un dominio seudoracional… es evidente que un dominio impersonal expandido es el dominio de outis, de nadie, y por la misma razón es un no dominio, es decir, la impotencia” (2008: 70).
Así es como históricamente la racionalidad occidental se fue convirtiendo en una razón colonial dentro de la modernidad capitalista, que contribuyó a la colonialidad del poder, del saber y hasta del ser de nuestras subjetividades corporales, que están íntimamente relacionados. De tal manera que el razonar se puso en el centro, considerando que los sentimientos y valoraciones eran un obstáculo que había que superar para llegar al conocimiento “objetivo” y “universal”, sin advertir que el saber es una cualidad del poder y que por eso mismo nunca es neutral ni completamente aséptico. El poder siempre hace sus alianzas con el saber. En este sentido Pablo Dávalos afirma que “si el saber está relacionado con el poder, entonces la ciencia no es inocente… Puede ser que los contenidos de verdad, que las formas que asume su axiomática o su episteme estén fuera de toda conflictividad social, o, al menos, parezca estarlo. Pero dadas las actuales condiciones de poder a nivel planetario, el saber dista mucho de la neutralidad” (2005: 31).
De ahí la importancia del libro de Patricio Guerrero cuyo título es precisamente Corazonar, donde recoge la sabiduría del anciano guaraní Karay Miri, del cual sólo cito algunas de sus frases: “Que somos incapaces de escuchar y entender el poder del espíritu de las palabras y es por eso que nos estamos perdiendo a nosotros mismos, que estamos perdiendo nuestro propio camino y también estamos perdiendo el camino para encontrarnos con los demás, con los otros… Que es por eso que el mundo está enfermo, que la madre tierra hoy agoniza, pues el hombre blanco es un devorador que nunca se sacia, pues le importa más el dinero que la vida… Que los seres humanos debemos reencauzar nuestro camino y nuestro caminar… Que debemos aprender a ser puentes para una nueva existencia… Que la única forma de reencauzar el camino es desde la fuerza del corazón… Que debemos mantener siempre encendido el fuego del corazón, para que reviva el espíritu de la palabra, pues solo así podremos reencontrarnos con los demás, con los otros, pero sobre todo podremos reencontrarnos con nosotros mismos… Que el espíritu de la palabra, que da vida el fuego del corazón, hará posible que podamos conversar con amor y con respeto, con el espíritu de la tierra, de la naturaleza y el cosmos…” (2010: 11-12).
Cuando se puso en el centro al razonar, peor si es una razón calculadora como la que predomina hoy, lo emocional no aparece ni siquiera en la periferia. Por ello hay que apuntar a reintegrar la condición humana que descansa tanto en lo sentimental como en lo racional. Motivo por el cual Guerrero señala que “en el Corazonar… hay descentramiento del centro hegemónico marcado por la razón… lo que hace es desplazar, fracturar la hegemonía de la razón y poner primero algo que el poder negó, el corazón, y dar a la razón afectividad… la nutre de afectividad, a fin de que decolonice el carácter perverso, conquistador y colonial que históricamente ha tenido” (2010: 41). Uno de los rasgos más terribles de la colonialidad del poder tiene que ver con la clasificación social profundamente racista, que jerarquiza hasta negar y excluir al otro, considerándolo en el mejor de los casos como un ser humano inferior[1]. Es que la razón colonial construye en el imaginario un sistema de dicotomías y polaridades en oposición que hay que dominar de algún modo, y así aparece la naturaleza como lo otro de la cultura, el cuerpo como lo otro del alma, la afectividad como lo otro de la razón, lo privado como lo otro de lo público, o lo femenino como lo otro de lo masculino.
Eso es lo que llama Patricio Guerrero “la colonialidad de la alteridad”, donde “lo otro es lo extraño, lo lejano, lo peligroso, lo que nos amenaza, lo que debe ser controlado y dominado; cuando desde la sabiduría insurgente, la alteridad no es sino la conjunción, el encuentro abierto desde la afectividad entre la mismidad y la otredad, puesto que no puedo ser yo mismo sino sólo en el encuentro dialogal con el otro… y es en el encuentro… que la mismidad y la otredad se vuelve un nosotros, desde donde podemos pensar y luchar por horizontes otros compartidos de existencia”. Por ello también recurre a la sabiduría insurgente del viejo Antonio quien desde la Selva Lacandona nos ha enseñado que “la vida sin los otros que son diferentes es vana y está condenada a la inmovilidad… nuestra esperanza crece cuando hemos sabido escuchar a los otros, pues el que sabe escuchar se hace grande y consigue que su caminar siga a través de los tiempos, que lejos llegue, que se multiplique en muchos y otros pasos” (2010: 35).
Una insurgencia simbólica y real
La racionalidad colonial capitalista, en su visión antropocéntrica, justifica y legitima el ejercicio dominador de la naturaleza, construyendo un modelo civilizatorio ecocida y depredador de la naturaleza convertida en mera mercancía, pues sobrepone el interés del capital al de la vida. Como lo señala Pablo Dávalos, “si de algo se jactaba el pensamiento moderno es, precisamente, de la expulsión que había logrado de la naturaleza de la historia. De todas las sociedades humanas, la episteme moderna es la única que ha producido tal evento y las consecuencias empiezan a pasar la factura” (citado por Quintero, 2009: 89). Fuera de esta separación de la naturaleza de la historia y la sociedad, hay que tener muy en cuenta otra polaridad de oposición entre el cielo y la tierra, que viene desde la tradición judeo-cristiana cuando separa a dios de la naturaleza y de la vida corriente por considerarlo idolátrico y fetichista[2].
Al respecto, Atawallpa M. Oviedo estima que “la desacralización de la naturaleza por la cosificación de la vida, ha sido la mayor hecatombe en toda la historia humana, al desprender a dios de la vida cotidiana y de su entorno, haciéndolo sobrenatural y trascendente, llevándolo a otro mundo y a otra dimensión”. Y es en el desencantamiento del mundo moderno, donde todo aparece más secularizado por el pretendido control racional tecno-científico, que se hace presente esa “vanidad del hombre” que viene de mucho más atrás y que “le ha llevado a rendirse culto exclusivamente a sí mismo, desde los profetas, hijos ‘enviados’ de dios (Jesús-Mahoma-Krishna…), pasando por los representantes de dios en la tierra (reyes), los papas y sacerdotes de las iglesias de Abraham (religión) hasta los hombres ‘ricos y famosos’, y las estrellas del espectáculo y el deporte” (2012: 68-69).
He hecho estas alusiones únicamente para evocar la diferencia abismal que puede haber entre las distintas cosmovisiones o, como dice Oviedo, entre la “cosmovisión occidental” y la “cosmoconciencia andina” para acentuar el contraste. Ahora bien, en los últimos años una capa de intelectuales indígenas, ya dentro de una perspectiva intercultural que es una reivindicación propia, ha ido elaborando un proyecto político y cultural ligado orgánicamente a la lucha de los movimientos indígenas, tratando de recoger los principios y valores fundamentales de la concepción del mundo andino. Se trata del Buen Vivir o Vivir Bien, o del Sumak Kawsay o Suma Qamaña, según se entienda en quechua o aymara, pero lo importante es que han logrado su reconocimiento en las nuevas Constituciones de Bolivia y Ecuador como una orientación básica y general para la construcción de Estados plurinacionales, lo cual ya es una gran novedad ante el Estado-Nación moderno homogéneo.
Después de la insurrección zapatista en México con su demanda de autonomía, que tuvo un impacto mundial y que ya están plasmando al modo suyo, esta propuesta alternativa está despertando el interés y hasta la identificación de los diversos movimientos indígenas de Abya Yala, así como la atracción de múltiples movimientos altermundistas a escala internacional. Es que desde su “mito fundante” de la filosofía andina lo constitutivo es la relacionalidad universal de todo lo que existe y por eso proponen la búsqueda de la armonía consigo mismo, con los demás en la vida social y, sobre todo, la relación amorosa con la Madre Tierra y el cosmos[3]. Frente a la crisis integral de la civilización occidental con su globalización neoliberal, que nos está llevando a una pronta autodestrucción, el Buen Vivir aparece en el horizonte de una existencia otra que coloca a la vida en el centro de un despliegue enriquecedor en la pluralidad de sus manifestaciones.
Esta intelectualidad crítica indígena ha comenzado por la revalorización de lo propio para después hacer una labor crítica de su tradición, y luego, viviendo la biculturalidad de las “fronteras”, ha ido madurando en la resistencia hasta configurar una utopía transmoderna. Pues como estima Enrique Dussel, la alteridad cultural de los pueblos postcoloniales debería impulsar “no un estilo cultural que tendiera a una unidad globalizada… sino a un pluriverso trans-moderno… en diálogo crítico intercultural” (2010: 70). Pero lo relevante es que el resurgimiento de este proyecto político y cultural desde lo indígena no es etnocéntrico, sino la recuperación del poder de los y las que fueron subyugados a lo largo de los últimos quinientos años. Por eso quieren revertir una injusticia histórica enorme y hacer propuestas esperanzadoras en este momento crucial de la historia de la humanidad, desde la “América Profunda” al modelo occidental del capitalismo neoliberal; como es la configuración del Estado plurinacional, pues según lo entiende Boaventura de Sousa Santos en su reflexión: “La creación de campos ‘internacionales’ internos a los países puede ser una nueva forma de experimentalismo político transmoderno” (2010a: 125).
En este sentido, Josef Estermann sostiene que “lo ‘indígena’ se inserta en la onda altermundista (‘otro mundo es posible’) desatada por otra revolución indígena, la zapatista en México, en el sentido de plantear una política y una economía desde valores y cosmovisiones ‘indígenas’” (2008: 164). Y si bien puede considerarse como una “utopía retrospectiva”, contraria a la modernidad o posmodernidad occidental, es a su vez una “utopía prospectiva” porque proporciona alternativas para la gran mayoría de las y los pobladores de este planeta. Como lo refiere Estermann, la memoria puede ser peligrosa porque recordar momentos de liberación es el fundamento de la fe y la esperanza en “otro mundo posible”: “¿Será que el símbolo de Inkarri andino no sea tan distinto de la esperanza mesiánica bíblica y de la parusía cristiana como lo pensáramos a primera vista? ¿Será que el restablecimiento del orden cósmico a través de un pachakuti no sea una cosa tan contraria a la visión bíblica de un ‘Cielo nuevo y una Tierra nueva’?” (2008: 133-134).
Como lo ha observado Edgardo Lander, uno de los principales límites para transformar la realidad social, más allá del imperio de las transnacionales o de las clases dominantes, “está en nuestras propias cabezas, en un pensamiento atado a la reproducción de lo existente, en la débil capacidad de imaginar otras formas de entender las cosas” (2009: 32-33). De ahí la importancia de desenvolver un pensamiento otro, más afectivo e imaginativo, pues cambiando nuestra propia subjetividad estaríamos más abiertos a la alteridad de los otros con sus mitos y fantasías. Sobre esta cuestión antropológica, Edgar Morin opina que “el hombre vive envuelto por fantasmas. La magia es inseparable de su vida afectiva y de su vida racional” (2010: 60). Así es como un senti-pensar con imaginación creadora sería más acogedora del Buen Vivir que apunta, en palabras de Oviedo, “a afinar cada vez más la armonía en movimiento y el equilibrio dinámico, al interior humano-social y en relación con la naturaleza exterior”, de tal forma que se acentuaría “la cosmunión, la aproximación, la coparticipación, el emparejamiento; y no la separación, la exclusión, la división, la competencia, el éxito, tal cual dice la máxima romana civilizatoria: ‘divide y vencerás´. Desde ahí… nos dividen y nos mantienen en la ignorancia, y a cambio, nos ofrecen otro aliciente: el espectáculo, el fútbol, para que nos desahoguemos por ese lado” (2012: 63).
Pero aquí conviene subrayar que el Buen Vivir o Vivir Bien no sintetiza una propuesta totalmente elaborada y acabada, que sea indiscutible en la persecución de su nueva hegemonía. Al contrario, esta noción en proceso de construcción constante es receptiva de otros aportes, no se refiere a una visión única y monocultural, que sería repetir lo mismo de siempre y que iría contra los principios de relacionalidad y complementariedad indígenas. Alberto Acosta enfatiza con sensatez que “el Buen Vivir es un concepto plural –mejor sería hablar de ‘buenos vivires’ o ‘buenos convivires’-, que surge especialmente de las comunidades indígenas, sin negar las ventajas tecnológicas del mundo moderno o los posibles aportes desde otras culturas y saberes que cuestionan distintos presupuestos de la modernidad dominante” (2012: 42-43).
Un horizonte intercultural para una existencia otra
Por ello hemos dicho que se trata más bien de una alternativa transmoderna que, a la inversa de la lógica excluyente del capitalismo neoliberal, se orienta a la inclusión de todas y todos, así como de todo lo viviente. Es una utopía biocéntrica que puede inventar diversas formas concretas, pues como lo han expresado muy bien los indígenas neozapatistas, aspiran a la realización de “un mundo donde quepan todos los mundos”. Motivo por el cual no basta que al Buen Vivir o Vivir Bien se le reconozca en la legislación jurídica, que se puede quedar en el mero papel, sino que lo indispensable es que su legitimación ocurra en la sociedad, en la cotidianidad de nuestras vidas. Y ahí aparece el verdadero problema, porque plantea un camino amplio y complejo, atravesado por las asimetrías del poder de larga duración, que hay que afrontar y superar de algún modo. Como lo dijo una indígena boliviana, “el Buen Vivir se escribe a mano, sin receta y sin permiso” (citada por Fernando Vega, 2012: 132). La paradoja está en que, dadas las urgencias de la coyuntura actual a nivel global, este es un desafío gigantesco muy difícil de procesar ya que exige un auténtico diálogo intercultural que casi nunca se ha dado.
De ahí la pertinencia de aceptar ahora lo que Boaventura de Sousa Santos (2010b) denomina la “incompletud” de todas la culturas porque ninguna es perfecta o absoluta, menos aún “universal”. Pero que por el purismo etnocéntrico de las distintas “significaciones sociales imaginarias”, en el decir de Cornelius Castoriadis, las culturas se resisten a adoptar por racismo o por miedo a la dominación. Hablando del racismo como de un rasgo casi universal de las sociedades humanas, este pensador se atreve a sostener que “se trata de la aparente incapacidad de constituirse uno mismo sin excluir al otro y de la aparente incapacidad de excluir al otro, sin desvalorizarlo y, finalmente, sin odiarlo” (2008: 33). Aunque normalmente se dan intercambios interculturales, inclusive si no se reconocen, en el otro extremo estarían las mezclas arbitrarias y fáciles sincretismos, que podrían solapar sofisticadas maneras de conquista y sometimiento cultural, como ya ha sucedido muchas veces en la historia de la humanidad[4]. El dilema es altamente complicado y un reto mayor para nuestros días.
Pese a los procesos de globalización, con su tendencia a la estandarización unidimensional del “pensamiento único”, opacada un poco por la sensibilidad posmoderna del “pensamiento débil”, hoy la diversidad cultural se ha puesto en el tapete como un hecho contundente. Al punto de que ya existen políticas multiculturales que alientan la defensa y hasta el reconocimiento de las distintas identidades culturales, a condición de que no cuestionen el poder global. Por eso la política convencional y el Estado liberal pueden aceptar sus demandas dentro de una sociedad atomizada porque, en su dispersión, no ponen en jaque a la consigna del “divide y gobernarás”. Sin embargo, muy otra es la propuesta del Buen Vivir que se orienta a una existencia otra, o para decirlo en términos más comprensibles para los occidentales, a un cambio de civilización.
Y aquí se hace aconsejable rememorar al sabio guaraní ya mencionado antes quien nos dice que “los seres humanos debemos reencontrar nuestro camino y nuestro caminar… Que debemos aprender a ser puentes para una nueva existencia… que la única forma de reencauzar el camino es desde la fuerza del corazón”. Es que la interculturalidad no es una realidad ya dada, sino más bien una tarea política y una utopía posible de la libertad de los seres humanos. En esta óptica, Araceli Mondragón nos advierte que “la imposibilidad de mirar al otro en su infinitud, sin aprehenderlo, sin hacerlo un simple reflejo de nuestra mismidad, es uno de los primeros problemas reales que se deben tomar en cuenta cuando hablamos de interculturalidad en cualquier nivel –etnicidad, género, edad, religión, condiciones económicas y sociales, etcétera- y, en este sentido, debemos reconocer que, aún cuando se abran espacios de diálogo, a éstos son correlativos también espacios de incomprensión y conflictividad” (2010: 144).
Por todo ello habrá que aprender a establecer nexos y puentes, colocándonos entre las culturas y ensayando interpretaciones “diatópicas” o “interparadigmáticas” para poder ir y regresar una y otra vez de los lugares visitados, tratando de enriquecer los mensajes en el intercambio con otros horizontes. Pero aquí hay que recordar de nuevo que no se trata de efectuar sólo diálogos de racionalidades, porque desde el origen supone encuentros de sensibilidades en comunicación desde la fuerza del corazón. Al respecto señala Fidel Tubino que “si en el encuentro entre culturas nos mantenemos desde la actitud teórica del investigador y no hay apertura emotivo-existencial hacia los otros concretos, el diálogo intercultural como fusión de horizontes queda bloqueado. Cuando el intercambio dialéctico discursivo sustituye al encuentro vivencial el diálogo intercultural se interrumpe” (2014: 6). En esta misma perspectiva habrá que emprender lo que Boaventura de Sousa Santos llama la “ecología de los saberes”, ya que si no hay saberes plenos siempre se pueden cuestionar y, sobre todo, complementar. Pues como explicita Luis Macas, “se trata de enriquecer el conocimiento humano, incorporando la diversidad, nuevas formas de comprender el mundo que también son legítimas porque son históricas” (2005: 41).
A esto hay que agregar la necesidad de una ecología de las sabidurías y hasta de las espiritualidades, pues no se trata únicamente de conocimientos sino de reencontrar nuestro camino y orientarnos en el Buen Vivir o Vivir Bien desde las relaciones sociales que hacemos en lo cotidiano[5]. Ahí interviene el viejo Antonio diciéndonos: “La sabiduría no consiste en conocer el mundo, sino en intuir los caminos que habrá que andar para ser mejor”. Motivo por el cual me remito a unas frases de Guerrero cuando expresa que “este es un tiempo de insurgencia material y simbólica que no busca sólo cambiar un modelo de economía, de sociedad o de conocimiento, sino la totalidad de la existencia… La insurgencia de las nacionalidades indias, de los pueblos negros y de las diversidades sociales, se da en una nueva era, en el tiempo del Pachakutik… que busca construir un Pachakutik del sentido, de un diferente sentido y horizonte civilizatorio y de existencia… Una civilización que haga posible el desarrollo multicolor de todas las culturas, que recupere la sensibilidad para hacer una humanidad pintada de colores, que se sustente en el amor, la alegría y la ternura” (2010: 45 y 279-280).
Un caminar creativo hacia la felicidad
En contraste con el multiculturalismo, que con frecuencia fomenta relativismos y hasta indiferencias escépticas, la interculturalidad se propone suscitar convergencias para ir universalizando principios y valores compartidos. Por ello, para finalizar este texto me gustaría referirme a un asunto más concreto vinculado con las actividades económicas, pero que no se reduce a ellas porque éstas se inscriben siempre dentro de una determinada cultura. Cuando Estermann tematiza la economía indígena andina sostiene que ella se refiere, antes que nada, al cuidado de la vida, ya que está integrada en una visión que no es antropocéntrica, y menos aún mercadocéntrica, sino biocéntrica, y como todo vive a su vez es cosmocéntrica o pachacéntrica.
De ahí que los principios de complementariedad y reciprocidad, de relacionalidad y correspondencia también son vigentes en las actividades “económicas”, según lo escribe este filósofo de la interculturalidad: “Mientras que para una racionalidad indígena, el equilibrio o la armonía cósmica, social y religiosa son vitales para el bienestar común (allin kawsay; suma quamaña), el principio neoliberal (o capitalista) de la maximización de las ganancias (lucro) viola constantemente estos valores, con el resultado de un daño irreparable a los ecosistemas y a las estructuras sociales en las comunidades”. Y si la economía capitalista es en este sentido necrófila porque apuesta al valor del dinero que no se come ni alimenta los cuerpos, y menos todavía los espíritus, la economía indígena es biófila porque su apuesta está en la conservación y perpetuación de la vida en sus múltiples formas: “El criterio de la ‘buena vida’… es una alternativa tanto al despilfarro primermundista, como a la pobreza endémica en gran parte del planeta” (2008: 154-155).
Por otro lado, la vida como eje y categoría central de la economía se está abriendo paso en experiencias y en discursos de diversa trayectoria, como sucede en todas las formas de trabajo y producción-reproducción orientadas a la subsistencia, en las propuestas de economía social y solidaria o en la economía del cuidado humano protagonizada a menudo por mujeres en condiciones de subordinación. Y así como está en el centro de las formulaciones feministas, adquiere una fuerza especial en la economía ecológica o en el proyecto ecosocialista que plantea Michael Löwy, quien anota que “por su dinamismo expansionista, el capital pone en peligro o destruye sus propias condiciones, empezando por el medio natural. Una posibilidad que Marx no había tomado en cuenta suficientemente” (2011: 27). Contexto en el que no hay que olvidar que en el mundo andino, como lo recuerda Quijano siguiendo a Mariátegui: “´La idea del socialismo no es una importación, es un retorno´. Porque exactamente eso era y eso es aún” (2013: 24). De tal manera que aquí se abre un espacio fundamental para el encuentro intercultural en el mutuo aprendizaje e intercambio fecundo, que puede ser nutrido por la hermenéutica diatópica bien entendida y desplegada sin cesar.
Así es, por ejemplo, como Magdalena León afirma que “organizar la producción, la reproducción y los intercambios para que todas las formas de vida se reproduzcan y perduren en las mejores condiciones, con justicia e igualdad, es plenamente afín y compatible con el Buen Vivir” (2009: 73)[6]. Claro que esto implica una profunda transformación de las estructuras socioeconómicas, políticas y culturales, tanto en lo micro como en lo macrosocial. Sin embargo, el mayor desafío estriba sin duda en pensar de otro modo, en ampliar los criterios con imaginación creadora para poder llevar a cabo la concepción y realización de alternativas radicales. Pues según lo propone Antonio Aledo Tur, “pensar en la felicidad significa acercarnos más a los otros, que pasan de ser objetos a sujetos; significa introducir las emociones, lo que no es medible ni mercantilizable en la negociación del desarrollo; significa aceptar las fantasías y los sueños…” (citado por Patricio Carpio, 2009: 127). Lo cual nos devuelve al inicio de la exposición, al principito de Saint-Exupéry asegurándonos que “como los ojos están ciegos, se hace necesario buscar con el corazón” (2013: 72).
En la línea del posdesarrollo, uno de esos sueños viables consistiría en lo que Vandana Shiva denomina una “Democracia de la Tierra”, que presupone valorar a todas las especies y personas por sí mismas y no por su potencial económico de apropiación privada. Esta activista y pensadora de la India, pero que también se desenvuelve en el escenario global de la sociedad civil, especifica que “la Democracia de la Tierra no es únicamente un concepto, sino que está conformada por las prácticas múltiples y diversas de personas que reivindican sus bienes y espacios comunales, sus recursos, sus medios de vida, sus libertades, su dignidad, sus identidades y su paz. Aunque todas esas prácticas, movimientos y acciones son polifacéticos y múltiples, yo he tratado de encuadrarlos en grupos que expongan las ideas y los ejemplos respectivos de las democracias vivas, las culturas vivas y las economías vivas que constituyen, conjuntamente, la Democracia de la Tierra”. Por ello añade en un enfoque netamente político que “las democracias vivas se basan en el valor intrínseco de todas las especies, de todos los pueblos y de todas las culturas, en el reparto justo y equitativo de los recursos vitales de la Tierra y en la toma compartida de decisiones acerca del uso de los recursos planetarios” (2006: 13 y 15).
Esto nos conduce, por lo tanto, a propiciar una radicalización de la democracia intercultural viva desde abajo y con los de abajo en todos los ámbitos, forjando la esperanza plural de un Sumak Kawsay o Suma Qamaña que prepare a escalas locales, nacionales, regionales y mundiales una convivencia más feliz, una existencia otra para todas y todos. Lo cual se entronca muy bien con una de las conclusiones de Edgar Morin cuando exclama con toda su vitalidad, en uno de sus últimos libros: “Entonces civilizar la Tierra, solidarizar, confederar la humanidad respetando las culturas y las patrias, transformar la especie humana en humanidad se vuelve el objetivo fundamental y global de toda política que aspire a la vez al progreso y a la supervivencia de la humanidad. Lo que prolonga y transforma la ambición socialista original” (2010: 122).
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[1] Aníbal Quijano asevera que “sobre la base de la idea de ´raza´… los factores de clasificación e identificación social no se configuraron como instrumentos del conflicto inmediato, o de las necesidades de control y de explotación del trabajo, sino como patrones de relaciones históricamente necesarias y permanentes, cualesquiera que fueran las necesidades y conflictos originados en la explotación del trabajo” (2009: 16).
[2] Como en el caso de Pascal, en esta cuestión fundamental Baruch Spinoza fue una notable excepción al identificar a Dios como única sustancia con la Naturaleza y todo lo que existe. Por ello fue expulsado de la comunidad hebrea de Amsterdam acusado de panteísta. Y cuando radicalizó y profundizó su posición filosófica, fue tachado de ateo en pleno siglo XVII. Para un estudio más detallado se recomienda el libro de Antonio Negri sobre esta “anomalía salvaje” que resulta muy estimulante (1993).
[3] Josef Estermann argumenta que para la filosofía andina o “pachasofía”, “la entidad básica no es el ‘ente’ substancial, sino la relación… La ‘realidad’ (como un ‘todo’ holístico) recién ‘es’ como conjunto de ‘seres’ y ‘aconteceres’ interrelacionados… todo es ‘trascendente’ e ‘inmanente’ a la vez, porque todo es relacional” (1998: 114-120).
[4] Hace algunos años se comienza a hablar de que hay que construir un “socialismo comunitario en armonía con la Madre Tierra o la Pachamama”. Otros, como Boaventura de Sousa Santos, que quieren articular a los portadores de la lucha por la justicia social con los que luchan por la justicia histórica de la desconialidad del poder, aluden a un “socialismo del Buen Vivir”. Todo eso está muy bien mientras no se quede en un juego de nombres y adjetivos, que podría ser una ardid ideológica de manipulación. Más bien debería significar una honda creación histórica colectiva de la democracia intercultural directa, respetando la autonomía de los sujetos y movimientos, en el proceso de emancipación.
[5] En su conversación con Estela Fernández y Gustavo Silnik, Franz Hinkelammert resalta que la espiritualidad es un fenómeno antropológico, una forma de lo humano, porque “a partir de lo humano se descubre lo espiritual, aunque luego sea canalizado en términos religiosos, pero siempre por debajo hay una espiritualidad que, en sí misma, no es religiosa, es secular. El mundo secular desarrolla una espiritualidad porque es algo que hace a lo humano como tal” (2012: 29).
[6] Esta autora, al referirse al cuidado humano, señala que esto ocurre en una lógica no mercantil en la que priman los móviles de subsistencia, altruismo, reciprocidad y afectos. Por ello subraya que “la economía del cuidado incluye el reconocimiento del trabajo doméstico no renumerado en los hogares y otros múltiples espacios, y el cuestionamiento de la división sexual del trabajo, pero va más allá, al proponer otra mirada sobre la reproducción como ámbito que debería regir la organización de la economía en su conjunto, como prioridad” (2009: 68-69). Posición que se puede vincular más fluidamente con el cuidado de la vida del Sumak Kawsay.
30/03/2009
Según la ideología dominante, todo el mundo quiere vivir mejor y disfrutar de una mejor calidad de vida. De modo general asocia esta calidad de vida al Producto Interior Bruto de cada país. El PIB representa todas las riquezas materiales que produce un país. Entonces, de acuerdo con este criterio, los países mejor situados son Estados Unidos, seguido de Japón, Alemania, Suecia y otros. El PIB es una medida inventada por el capitalismo para estimular la producción creciente de bienes materiales de consumo.
En los últimos años, a la vista del crecimiento de la pobreza y de la urbanización favelizada del mundo y hasta por un sentido de decencia, la ONU introdujo la categoría IDH, el «Índice de Desarrollo Humano». En él se incluyen valores intangibles como salud, educación, igualdad social, cuidado de la naturaleza, equidad de género y otros. Ha enriquecido el sentido de «calidad de vida», que era entendido de forma muy materialista: goza de una buena calidad de vida quien consume más y mejor. Según el IDH, la pequeña Cuba se presenta mejor situada que Estados Unidos aunque con un PIB comparativamente ínfimo.
Por delante de todos los países está Bután, encajonado entre la China y la India, a los pies del Himalaya, muy pobre materialmente, pero que estableció oficialmente el «Índice de Felicidad Interna Bruta». Ésta no se mide por criterios cuantitativos, sino cualitativos, como buen gobierno de las autoridades, distribución equitativa de los excedentes de la agricultura de subsistencia, de la extracción vegetal y de la venta de energía a la India, buena salud y educación y, especialmente, buen nivel de cooperación de todos para garantizar la paz social.
En las tradiciones indígenas de Abya Yala, nombre para nuestro continente indoamericano, en vez de «vivir mejor» se habla de «el buen vivir». Esta categoría entró en las constituciones de Bolivia y Ecuador como el objetivo social a ser perseguido por el Estado y por toda la sociedad.
El «vivir mejor» supone una ética del progreso ilimitado y nos incita a una competición con los otros para crear más y más condiciones para «vivir mejor». Sin embargo, para que algunos puedan «vivir mejor» millones y millones tienen y han tenido que «vivir mal». Es la contradicción capitalista.
Por el contrario, el «buen vivir» apunta a una ética de lo suficiente para toda la comunidad, y no solamente para el individuo. El «buen vivir» supone una visión holística e integradora del ser humano, inmerso en la gran comunidad terrenal, que incluye además de al ser humano, al aire, el agua, los suelos, las montañas, los árboles y los animales; es estar en profunda comunión con la Pachamama (Tierra), con las energías del Universo, y con Dios.
La preocupación central no es acumular. Además, la Madre Tierra nos proporciona todo lo que necesitamos. Con nuestro trabajo suplimos lo que ella por las excesivas agresiones no nos puede dar, o le ayudamos a producir lo suficiente y decente para todos, también para los animales y las plantas. El «buen vivir» es estar en permanente armonía con todo, celebrando los ritos sagrados que continuamente renuevan la conexión cósmica y con Dios.
El «buen vivir» nos convida a no consumir más de lo que el ecosistema puede soportar, a evitar la producción de residuos que no podemos absorber con seguridad y nos incita a reutilizar y reciclar todo lo que hemos usado. Será un consumo reciclable y frugal. Entonces no habrá escasez.
En esta época de búsqueda de nuevos caminos para la humanidad la idea del «buen vivir» tiene mucho que enseñarnos.
* Leonardo Boff es teólogo.
Fuente: https://www.alainet.org/es/active/29839
Proyecto FIUCUHU Universidad de Huelva, España
anapcubillo@telefonica.net
Proyecto FIUCUHU Universidad de Huelva, España
alhc@uhu.es
Resumen
En este artículo se indaga sobre el origen del concepto de sumak kawsay. Partiendo de la constatación de su existencia como fenómeno social: se muestra cómo surgió como alternativa al desarrollo sustentable en la Organización de Pueblos Indígenas de Pastaza en los años noventa; se explica cómo su emergencia en el ámbito intelectual occidental es consecuencia de la divulgación que realizó Carlos Viteri a finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI; se explica que dicho fenómeno es la forma de vida cotidiana y la aspiración vital de los pueblos indígenas amazónicos; y se describe cómo el concepto llegó a las constituciones de Ecuador y Bolivia referido ya a las sociedades andino-amazónicas.
02/06/2011
El concepto de Sumak Kawsay ha sido introducido en la Constitución ecuatoriana de 2008, con referencia a la noción del “vivir bien” o “Buen Vivir” de los pueblos indígenas. Posteriormente fue retomado por el Plan Nacional para el Buen Vivir 2009-2013. Se trata entonces de una idea central en la vida política del país. Por esta razón es importante analizar su contenido, su correspondencia eventual con la noción de “Bien Común de la Humanidad” desarrollado en el seno de la Organización de las Naciones Unidas, y sus posibles aplicaciones en las prácticas internacionales. La pertinencia de esta referencia está reforzada por el conjunto de las crisis provocadas por el agotamiento del sistema capitalista.
1. La Génesis del concepto
Los pueblos indígenas de América Latina, después de más de 500 años de desprecio y destrucción material y cultural, han conocido en los últimos años una renovación de su conciencia colectiva. Dentro de este proceso, han querido recuperar su memoria, “recuperar la vivencia de nuestros pueblos”, como lo dice David Choquehuanca, Ministro de Relaciones Exteriores de Bolivia (Eduardo Gudynas, 2011, 1). Se trata de reconstruir el sentido de la vida y la ética que ordenaban la existencia de las comunidades y no de pronunciar un discurso puramente romántico (David Cortez y Heike Wagner, 2011.6).
Para abordar el tema es necesario recurrir a la sociología del conocimiento. Toda producción de sentido se realiza en un contexto social preciso y tiene funciones propias. En la época pre-colonial, eran pueblos autónomos los que vivían en el Continente, con sus cosmovisiones, sus saberes, sus representaciones, su racionalidad; todos en correspondencia con su situación material y su modo de relacionarse con la naturaleza. “Desde tiempos inmemoriales -dice el mismo David Choquehuanca-, acostumbramos hablar con nuestras aguas y respetarlas, con nuestro sol y nuestra luna, con los vientos, los puntos cardinales y todos los animales y plantas de nuestras tierras que nos acompañan” (D. Choquehuanca, 2010, 67). Los ritos, los cultos, correspondían a la necesidad de actuar simbólicamente en una realidad difícilmente controlable y eran muy racionales. Se inscribían dentro de un pensamiento que podemos llamar simbólico (que identifica el símbolo con la realidad). La función social de este último consistía por una parte, en expresar el carácter holístico del mundo y así crear una fuerte convicción de la necesaria armonía entre la naturaleza y los seres humanos, y por otra parte, en manifestar la fuerza de las representaciones y los ritos de la acción humana en su entorno natural y social. Los pueblos eran diferentes entre sí, con expresiones también variadas, pero con la misma cosmovisión fundamental.
La colonización destruyó las bases materiales de estas sociedades y luchó contra sus culturas y visiones del mundo, sobre todo con argumentos y símbolos religiosos. Se trató de un genocidio combinado con un etnocidio. Dice Rodolfo Pocop Coroxon, de la CONIC (Coordinadora Nacional Indígena y Campesina) de Guatemala, a propósito de los Mayas de la época pre-colonial: “Lo que los españoles encontraron aquí fue un profundo respeto y reconocimiento del espacio, del universo, y del ser humano; todos éramos un mismo elemento: la vida” (2008,40). Es finalmente el discurso colonial el que ha creado la categoría socio-cultural “indígena” (José Sánchez Parga (2009, 93) como expresión de una relación desigual entre un colonizador superior y unos colonizados despreciados.
Durante siglos, las visiones del mundo de los pueblos conquistados se trasmitieron en la clandestinidad, por la vía de la tradición oral. Las mismas relaciones sociales establecidas por el colonialismo entre indígenas, blancos y mestizos, se reprodujeron después de las independencias, la autonomía siendo exclusivamente definida en referencia al poder metropolitano, dejando en el poder a las clases descendientes de los colonos. Con el tiempo se produjeron cambios lingüísticos. Según José Sánchez Parga, el 30% de la población indígena del Ecuador ya no habla la lengua nativa (2009,65), como fruto de migraciones internas y de la urbanización. Sin embargo, la ola de emancipación indígena que arrastró a muchos de los pueblos originarios de América Latina a una nueva dinámica y que, en algunos países, se tradujo incluso en cambios constitucionales, llevó a los movimientos indígenas a retomar sus referencias tradicionales. Algunas de éstas habían atravesado el tiempo, como la “pachamama”; otras, recibieron nuevas funciones políticas como el “Sumak Kawsay” (Ecuador) o el “Suma Qamaña” (Bolivia). Esto comprueba la dinámica de la cultura indígena de que los pueblos no se dejan trasformar en objeto de museo, y que, como escribe Eduardo Gudynas (2011, 5), entran en un proceso de “descolonización del saber”. Con mucha razón Rodolfo Pocop Coroxon proclama: “Los pueblos de Abya Yala (América) no somos mitos, ni tampoco leyendas, somos una civilización y somos naciones”. (2008, 43).
A partir de los años 2000, la crisis aceleró el proceso. En el Ecuador, en particular, ya desde los 90as, las consecuencias de la guerra con el Perú, los efectos del fenómeno del niño, la represión y la corrupción de los gobiernos oligárquicos y sobre todo la era neoliberal, agravaron la situación de las capas más vulnerables de la población y en particular los indígenas. La reacción fue, como lo dice Pablo Dávalos (2009), de carácter “anti-neoliberal” y podemos añadir, una oposición a la crisis múltiple y sistémica.
Muy rápidamente los movimientos indígenas entendieron que ellos también formaban parte de las víctimas de la fase neoliberal del capitalismo y para expresar sus luchas, buscaron conceptos opuestos a esta lógica (Floresmilo Simbaña, 2011, 21). Al mismo tiempo, muchos otros grupos sociales se preocupaban de la destrucción del eco-sistema. Todo esto contribuyó a reanimar y reconstruir conceptos tradicionales como el “Buen Vivir”, una categoría en permanente construcción y reproducción” (Alberto Acosta, 2008, citado por E. Gudynas, 2011, 1). José Sánchez Parga afirma que el concepto de “alli kausai” (vida buena) “en el sentido de calidad de vida, no es ajeno a un pasado reciente que nada tiene que ver con la tradición, sino más bien con la biografía de muchos indígenas” (2009, 137); «personas que desean “poder hacer su vida”, sin dejarlas a merced de factores que les son ajenos y hostiles» (Gudynas, 2011: 4).
Para entender mejor el contenido del concepto, daremos la palabra a actores comprometidos con las luchas actuales, empezando con personas indígenas. Luis Macas, quien fue presidente de la CONAIE (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador), habla del espacio comunitario, en donde existe reciprocidad, convivencia con la naturaleza, responsabilidad social, consenso, es decir el “Buen Vivir”. Humberto Cholango, nombrado presidente del mismo organismo en 2011, define el Sumak Kawsay como un nuevo modelo de vida (frente a la concepción occidental) pero que va más allá de los indígenas y vale para todo el planeta (2010, 92). Esta noción supone armonía con la Madre Tierra (Ibídem, 96) y la conservación del ecosistema (Ibidem, 93). Ella significa finalmente la felicidad para los indios y todos los otros grupos humanos (Ibidem, 96). Para Manuel Castro, de la ECUARUNARI (la organización de los indígenas kichwas del Ecuador), la noción implica la convivencia comunitaria, la igualdad social, la equidad, la reciprocidad, la solidaridad, la justicia, la paz. Ella supone igualmente una relación armónica entre la humanidad y la Madre Tierra, gracias a la puesta en práctica del calendario ancestral y de su cosmovisión, en particular frente al Padre Sol y la Madre Luna. Para Manuel Castro, se trata de valores culturales específicos y también de una ciencia y unas técnicas ancestrales (2010, 4-7). En este sentido, tanto Josef Esterman (1993), como Eduardo Gudynas (2009) hablan de una “ética cósmica”.
Intelectuales no-indígenas se pronunciaron también al respecto. Alberto Acosta, economista de izquierda, ex-presidente de la Asamblea Constituyente, escribe que la adopción del Sumak Kawsay en el pensamiento político del Ecuador, significa “una demostración de que sí se puede abrir la puerta a la construcción de una sociedad democrática, en tanto acoge las propuestas de los pueblos y nacionalidades indígenas, así como de amplios segmentos de la población, y, simultáneamente, se proyecta con fuerza en los debates de transformación que se desarrollan en el mundo” (2009,7). Previamente, Acosta había manifestado que el concepto de Sumak Kawsay “tiene que ver con una serie de derechos y garantías sociales, económicas y ambientales” (Ibidem). Por otra parte, Magdalena León desde una perspectiva feminista, introdujo el concepto de “economía del cuidado humano” (2010,150) como expresión del Sumak Kawsay, porque “allá se recupera la idea de la vida como eje y categoría central de la economía” (2009, 63). Para Pablo Dávalos, la idea de Sumak Kawsay trata de “una reintegración de la naturaleza en la historia, como inherente al ser social” (citado por E. Gudynas, 2011,6). Por eso, Jorge García no duda en escribir que el Sumak Kawsai es un “arte de vida” (2004).Evidentemente Eduardo Gudynas es quien más ha publicado sobre el asunto y lo citaremos en varias ocasiones, más adelante. Su posición es muy clara: la noción del “Buen vivir” es una crítica al modelo actual de desarrollo y una llamada a construir una calidad de vida incluyendo tanto a las personas como a la naturaleza (E. Gudynas, 2011, 2). René Ramírez, Secretario Nacional de Planificación, y uno de los redactores del Plan Nacional de Desarrollo, escribe que la idea implica la satisfacción de las necesidades, una calidad de vida, amar y ser amado, paz y armonía con la naturaleza, protección de la cultura y de la biodiversidad (René Ramirez, 2010,139). Para resumir su posición, Ramírez habla de “bioigualitarismo o de biosocialismo republicano”, significando la combinación entre la preocupación de la justicia social, el respeto a la naturaleza y la organización política (citado por E. Gudynas, 2011,9). Pedro Páez, economista, ex Ministro de Finanzas y miembro de la Comisión Stiglitz de las Naciones Unidas sobre la crisis financiera internacional, habla de “vivir en plenitud” (Pedro Páez, 2011,7)
Como se puede ver, hay en los discursos de estos autores un alto grado de interpretación en función de preocupaciones contemporáneas, además del uso de un vocabulario diferente del utilizado por los indígenas, lo que indica la existencia de funciones del concepto, más allá del trabajo de recuperación de la memoria.
Si pasamos a la noción de Suma Qamaña de los Aymaras de Bolivia, podemos citar también a varios autores. David Choquehuanca refiere la oposición entre “vivir bien” y “vivir mejor”, lo que, por afán de consumir siempre más, provocó las deviaciones del sistema capitalista. Por el contrario, el Suma Qamaña significa la complementariedad social, rechazando la exclusión y la discriminación y buscando la armonía de la humanidad con la “Madre Tierra”, respetando las leyes de la naturaleza. Todo esto constituye una cultura de la vida, en oposición a la cultura de la muerte (D. Choquehuanca, 2010, 57-74). Para Simón Yamparo, esta noción se inscribe en la filosofía aymara, que exige la armonía entre lo material y lo espiritual, el bienestar integral, una concepción holística y armónica de la vida (texto de 2001, citado por E. Gudynas, 2011, 6). María Eugenia Choque Quispe utiliza otro concepto: suma jakaña, que se centra en la satisfacción de la alimentación, asegurada por el control de la producción, para llegar a la plenitud de la vida y al desarrollo de los pueblos (texto de 2010, citado por E. Gudynas, 2011, 6).
El principal teórico del Suma Qamaña es sin duda el antropólogo Xabier Abo, s.j., para quien esto significa “convivir bien” (y no vivir mejor que los otros). No se trata solamente de bienes materiales, sino también espirituales. Se debe primero satisfacer las necesidades locales, en convivencia con la Madre Tierra y en reciprocidad y afecto con los demás. “El Vivir Bien implica el acceso y disfrute de los bienes materiales en armonía con la naturaleza y las personas. Es la dimensión humana de la realización afectiva y espiritual. Las personas no viven aisladas, sino en familia y en un entorno social y de la naturaleza. No se puede Vivir Bien, si se daña la naturaleza” (X. Abo, 2010, 57). Es una espiritualidad, que implica la paz y la construcción de “una tierra sin mal”. Xabier Abo afirma que esta visión va más allá del Sumak Kawsay. Sin embargo, J. Medina autor boliviano, afirma que, en tanto categoría filosófica, el concepto de Suma Qamaña en su formulación, es relativamente reciente. Esto indica una vez más el carácter dinámico de la cultura y el conocimiento.
No se trata entonces, de idealizar lo que fueron las sociedades pre-colombianas, ni de ignorar las contradicciones existentes hoy día en los pueblos autóctonos, tal como existen en todos los grupos humanos. Las relaciones de autoridad, el estatuto de la mujer, el respeto a la vida humana, no fueron siempre ejemplares en estos grupos sociales y el carácter que hoy día llamaríamos “imperialista” de los reinados Inca y Azteca no se puede negar. La divinización del Inca, por ejemplo, fue una señal evidente del deterioro de las relaciones tributarias entre les entidades locales y el poder central. Hoy en día, las organizaciones indígenas tienen sus conflictos de pensamiento y de poder, sus alianzas dudosas entre algunos líderes con poderes políticos o económicos, sus diferencias ideológicas que van desde el neo-liberallsmo hasta el socialismo. Es decir que son grupos sociales como los demás, con sus historias, sus sueños, sus vidas propias. Es por eso que merecen un reconocimiento social, luego de medio milenio de opresión y destrucción. Recordar el Sumak Kawsai es hacer revivir la “utopía práctica” de sus tradiciones, que orientó la ética colectiva y la esperanza del actuar de sus comunidades. Es el aporte específico que los pueblos originarios de Abya Yala ofrecen a la construcción de una nueva civilización. Lo hacen con su cosmovisión propia, elemento importante de una multiculturalidad que puede convertirse en interculturalidad.
Existen nociones similares en otros pueblos indígenas, como los Mapuche (Chile), los Guaranís de Bolivia y Paraguay, que hablan de Ñande Riko (vida armoniosa) y de Tiko Kavi (vida buena) los Achuar (Amazonía ecuatoriana) citados por Eduardo Gudynas (2011, 8), pero también en la tradición Maya (Guatemala), en el Chiapas (México), entre los Kunas (Panamá), etc. Así el pueblo Tseltal habla de Lekil Kuxlejal, la vida buena, no como un sueño inexistente, sino como un concepto que a pesar de haberse ido degenerando, puede recuperarse. Su aplicación es el fundamento moral de la vida cotidiana (Antonio Paoli, 2003, 71), e incluye antes de todo, la paz, tanto interna de cada persona, cuanto dentro de la comunidad y entre hombres y mujeres en la pareja. Cuando la paz está plenamente en el mundo, la vida es perfección, “este es el tiempo del Lekil Kuxlejalk” (Ibidem, 77). La paz se establece con la justicia y sin justicia no hay Lekil Kuxlejal (Ibidem, 82). El concepto implica también una integración armónica entre la sociedad y la naturaleza: “el contento de la comunidad se proyecta y se siente en el medio ambiente automáticamente y el ecosistema feliz hace ligeras y alegres a las personas” (Ibidem 75)
De este modo podemos concluir que la referencia a estos conceptos, que fueron importantes en la vida de los pueblos originarios del continente, corresponde a la necesidad de crear un nuevo modo de vida, a pesar de las contradicciones inherentes a la condición humana. La conciencia del carácter profundamente destructivo del capitalismo como fundamento económico de una cultura del progreso sin límites y que ignora las externalidades sociales y ecológicas, está progresando entre los pueblos indígenas, así como en muchos otros medios sociales del continente. La defensa de la vida, la propuesta de una ética del “Buen Vivir”, la recuperación de los equilibrios del ecosistema y la importancia de lo colectivo frente al individualismo, son valores que orientan a los movimientos de izquierda en el mundo entero. Esta convergencia nos permite entrar ahora más en detalle en las funciones actuales del “Buen vivir” y su utilidad en la definición de una política exterior de un país como el Ecuador.
2. Las Funciones del concepto en el contexto actual
En el conjunto de la literatura contemporánea sobre el Sumak Kawsai y el Suma Qamaña, se nota una doble función, por una parte una crítica de la situación socio-económica actual, y por otra, propuestas de reconstrucción cultural, social y política. Terminaremos esta parte del trabajo con algunas reflexiones sobre la correspondencia entre el “Bien Común de la Humanidad” y las posibles desviaciones de sentido del concepto del “Buen Vivir”, en función de las ideologías vigentes.
1) La crítica de la modernidad
La crítica de la modernidad es ambivalente. Todo depende de qué aspectos de la modernidad estén siendo criticados. ¿El modelo económico de producción y de consumo y su racionalidad puramente instrumental en función de una lógica “científica/tecnológica mercantil” (Dominique Jacques, 2011)? ¿La idea del progreso sin fin? ¿o la emancipación del ser humano; los logros científicos; el pensamiento analítico?. De hecho, existe una crítica fundamentalista de la modernidad, que significa la restauración de una cultura pre-analítica, sin visión histórica. Conocemos también la crítica de una filosofía posmoderna, que rechaza lo que sus protagonistas llaman “los grandes relatos”, es decir las teorías sociales y políticas. Estos autores las consideran como totalitarias y privilegian los “pequeños relatos”, es decir la historia inmediata construida por los actores individuales, negando la existencia de estructuras y de sistemas. Tales críticas no son realmente útiles para una reconstrucción social y cultural adecuada para nuestros tiempos.
La crítica desde el punto de vista del “Buen Vivir” o del “Buen convivir” es selectiva. Se trata, como lo escribe José María Tortosa, de rechazar “el maldesarrollo que conduce al malvivir” (J.M. Tortosa, 2010, 41). Vivimos en efecto, una crisis del modelo de desarrollo dominante, destructor de los ecosistemas y de las sociedades. La razón profunda se encuentra en la “ontología” de Occidente y en su visión lineal científica y tecnológica de la historia, que considera a la naturaleza como una serie de elementos separados (recursos naturales) e impone una visión antropocéntrica (utilitarista) del desarrollo.
Evidentemente, la lógica del sistema económico capitalista de transformarlo todo en mercancía (Eduardo Gudynas, 2011, 14) es la expresión más visible de este tipo de modernidad. El capitalismo, en este sentido, es mucho más que una simple realidad económica. Conlleva también una determinada “cosmovisión” y una organización social. En efecto, “la acumulación del capital no es simplemente un conjunto de bienes, sino una relación social mediada por el poder” (Diana Quirola, 2009, 106). En el caso de los pueblos indígenas, el capitalismo se presentó en la historia bajo su forma colonizadora, con todas sus consecuencias físicas y culturales. Hoy en día, el sistema presiona fuertemente sobre las tierras ancestrales, a través de las actividades extractivas y del acaparamiento de tierras agrícolas para fines industriales. Por esta razón, los pueblos indígenas que empezaron reivindicando su identidad cultural en los Foros sociales mundiales, terminaron por condenar radicalmente al sistema capitalista, como causa primera de su sufrimiento actual (Belem 2009 y Dakar 2011). Las tentativas por ablandar el sistema, humanizarlo, pintarlo de verde, son ilusorias. Como lo escribe Eduardo Gudynas : “ El ‘capitalismo benevolente’ es incompatible con el Buen Vivir” (2011, 239). Es necesario efectuar un verdadero cambio filosófico y reconocer, como lo dice Norma Aguilar Alvarado, que los pueblos originarios y afro-descendentes pueden ser “inspiradores de valores, conocimientos y teorías o filosofías alternativas y políticamente respetables” (http://servindi.org/actualidad/opinion/22327).
Sin embargo, en varios países latino-americanos, una parte de los movimientos indígenas ha adoptado líneas políticas de tipo social-demócrata. Aun ciertos líderes de comunidades indígenas que practican actividades mercantiles, tienen posiciones netamente neo-liberales. En ningún país, lo indígena se presenta como un bloque homogéneo. Si bien todos reivindican el reconocimiento de su existencia propia, cultural y material, no todos han adoptado el mismo tipo de lectura de la realidad, ni una posición política unánime. Los pueblos autóctonos del continente no viven en un mundo aislado; son parte de la historia. Su situación contextual influye en su nivel de conciencia. Sería un grave error considerarlos como “islas socio-culturales” dentro de las sociedades contemporáneas. De allí se desprenden las diversas interpretaciones del “Buen Vivir”, que van desde las tendencias “fundamentalistas” hasta las “revolucionarias”.
Encontramos en las posiciones de los defensores indígenas del Sumak Kawsai, así como en ciertos intérpretes no-indígenas, una neta desconfianza hacia el socialismo. Estos actores critican el aspecto “materialista” del socialismo, que concibe la naturaleza como un valor de uso y de cambio (Eduardo Gudynas, 2011;9); lo acusan de inscribirse finalmente en la misma racionalidad de la modernidad que el capitalismo y de proponer solamente “desarrollos alternativos” y no “alternativas al desarrollo” (Ibidem, 3). Simón Yampara de Bolivia va aun más allá, afirmando que “el hombre aymara no es ni socialista ni capitalista” (Eduardo Gudynas, 2011,9) y David Choquehuanca añade que se distancia del socialismo “porque [ese sistema] busca satisfacer las necesidades de los hombres” (in David Cortez y Heike Wagner, 2011,9) haciendo alusión a la falta de consideración para la naturaleza.
Es la razón por la cual David Cortez y Keike Wagner se preguntan si el “Buen Vivir” no signifca finalmente una perspectiva utópico-emancipadora de tipo socialista (2011,2). De todas manera, afirman que es un proyecto “descolonizador” (Ibidem 7). Luis Macas , citado por los mimos autores, afirmaba en 2005, que se trata de “un proyecto alternativo de una nueva sociedad y de un nuevo desarrollo” (Ibidem, 8). Lo cierto es que el concepto de “Buen Vivir” tiene una real afinidad con el “Manifiesto Ecosocialista” de Joel Kovel y Michael Löwy, citado por la misma fuente (Ibidem, 13) y no tendría que ser ajeno al contenido del “Socialismo del Siglo XXI”. Boaventura de Souza Santos, sociólogo portugués, afirma la necesidad de un cambio civilizatorio y habla del “socialismo del Buen Vivir”; esta expresión bien podría representar la versión contemporánea del concepto.
Evidentemente, cuando uno se refiere al “socialismo real” tal como se desarrolló en Europa o a los modelos chinos o vietnamitas actuales, se entiende que los autores citados tengan sus reservas. Pero es necesario superar esta visión demasiado elemental de un socialismo coyuntural. Marx afirmaba en los manuscritos de 1844, que “el hombre es primero e indisolublemente parte de la naturaleza y este metabolismo primitivo se redobla en el proceso de preservación de su ser: la constante relación del hombre con la naturaleza no es sino la relación consigo mismo” (Carlos Marx, citado por Jean Luc Cachon, 1999: 800). El mismo Marx escribía en los Grundrisse, que fue el capitalismo el que provocó la separación entre el hombre y la naturaleza, “con la aparición del capitalismo, la naturaleza cesa de ser reconocida como una potencia para sí misma: se transforma en puro objeto para el hombre, una simple cosa de utilidad” (Ibidem). En El Capital, Marx decía: “la dominación del hombre sobre la naturaleza es un presupuesto del desarrollo de la producción capitalista” (Ibidem). Al contrario, para Carlos Marx, el comunismo es la reconciliación entre el hombre y la naturaleza, el retorno a la unidad. Es “la verdadera solución del antagonismo entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el hombre” (Ibidem, 799). La armonía entre los seres humanos y la tierra estaba presente en el pensamiento de Marx y en su proyecto socialista. Es uno de los “olvidos” del socialismo histórico que debemos rescatar.
De este modo, el Sumak Kawsai no es el único portador de una crítica del capitalismo y de la modernidad en tanto proyecto ilusorio. En el mundo entero se nota la puesta en duda del “desarrollo”, la preocupación ambiental, la afirmación femenina. Estas corrientes tienen muchas afinidades con el pensamiento específico sobre el “Buen Vivir” nacido en las culturas de los pueblos indígenas de América Latina (Eduardo Gudynas, 2011,8). Es lo que permite la construcción de convergencias, tanto en el aspecto teórico, cuanto práctico.
2) La reconstrucción teórica y los aportes prácticos
Está claro que no basta con expresar una crítica; es necesario proponer nuevas perspectivas de pensamiento y nuevas prácticas. Los conceptos de Sumak Kawsai y de Suma Qamaña pretenden también cumplir esta función. Sin embargo, esto conlleva algunas condiciones de las cuales hablaremos ahora.
La condición de base es partir de una visión holística de la realidad para reformular el desarrollo y por eso es necesario “descolonizar el saber” (Eduardo Gudynas, 2011,15). La cultura indígena era holística, es decir que integraba los varios elementos de la naturaleza y afirmaba la simbiosis entre los seres humanos y la Madre Tierra. Los pueblos originarios procuraban organizar sus situaciones concretas de vida con sus saberes, sus técnicas y sus culturas, tanto para establecer la simbiosis con la naturaleza, como para solucionar sus contradicciones. La manera de realizarlo era racional y funcional. El pensamiento simbólico (identificación del símbolo con lo real) era adaptado a estas situaciones y la visión holística se inscribía en el marco de esta cosmovisión. Sin embargo, este tipo de visión tiene también expresiones contemporáneas. “Lo que nos rodea (montañas, bosques, ríos…) es parte de un todo por el que tenemos vida”, afirma Rodolfo Pocop Coroxon. “Son divinidades (agua, aire, tierra, universo) cuya energía es igual a la de los átomos que forman los seres humanos” (2008, 40). Los Kunas de Panamá califican a los elementos de la naturaleza de “hermanos mayores”, porque existían antes que los seres humanos. Así, se personifica a la naturaleza y sus componentes. Se pide permiso a la Madre Tierra por todas las acciones destinadas a satisfacer las necesidades de la vida humana, pero que significan una “agresión” a su integridad, como cortar un árbol o matar un animal. (Ibidem, 41).
Tales representaciones tienen su lógica en circunstancias históricas precisas de la sociedad y de la cultura. Es difícil percibir si son parte de una expresión de lo real, reproduciendo el pensamiento ancestral en función de la exclusión económica y social de los pueblos indígenas, o si se transformaron en alegorías de alto nivel poético, capaces de explicar la relación privilegiada entre el hombre y la naturaleza y por consiguiente, de motivar las acciones de protección del ambiente y el compromiso político necesario. De todas maneras, como lo afirma Marion Woynar a propósito de los pueblos indígenas de México, “la consciencia propia de los pueblos autóctonos de una Madre Tierra indispensable a la vida, los inducía a protegerla por una economía durable” (Marion Woynar, 2011, 481).
Sin embargo, para abordar el tema del capitalismo y sus efectos ecológicos y sociales negativos, el enfoque holístico puede también ser desvinculado del pensamiento simbólico e integrarse en un pensamiento analítico. Este último sitúa a las causalidades de los fenómenos naturales (la vida de la naturaleza, incluyendo los seres humanos) y sociales (la construcción colectiva de las sociedades) en sus propios campos físicos, biológicos y sociológicos. El enfoque holístico y el pensamiento simbólico no están necesariamente vinculados y se pueden adoptar el uno sin el otro.
Esta posición es evidentemente ajena a toda calificación del pensamiento simbólico como irracional, o a su prohibición en una sociedad pluricultural. Pero tampoco se puede aceptar la imposición del pensamiento simbólico como la única manera de transmitir el carácter holístico de la relación entre los seres humanos y la tierra. En concreto, el “Buen Vivir” significa rescatar la armonía entre la naturaleza y el hombre, entre lo material y lo espiritual, pero en el mundo actual. Construir el futuro es la meta, y no regresar al pasado. Esto no significa una fe ciega en el progreso científico y tecnológico, ni un desprecio de las sociedades ancestrales. Al contrario, un esfuerzo así exige la crítica del “progreso” tal como la modernidad lo ha concebido y un uso más amplio de los saberes tradicionales. No se trata tampoco de una valorización ética, como si el uno fuera mejor que el otro, sino de una perspectiva histórica, capaz de condenar lo que llamamos “progreso”, calificándolo de “maldesarrollo” y de apreciar los saberes y las prácticas materiales y simbólicas de las sociedades del pasado. Hoy día, la tarea principal es el reconocimiento de una pluralidad, en donde cada uno, con su pensamiento propio, pueda contribuir tanto a la crítica del capitalismo, como a la construcción del post-capitalismo.
La mayoría de los indígenas del continente no rechazan el carácter dinámico (histórico) de sus culturas y aceptan aportes de otros pensamientos, incluyendo aquellos que provienen de la modernidad, con la condición de no ser dominados y humillados en el proceso. Ellos defienden la riqueza de la vida, “el bienestar y el buen corazón” (Pablo Mamani Ramírez, citado por E. Gudynas, 2011,7), lo que se traduce hoy, por la unidad, la igualdad, la libertad, la solidaridad, la justicia social, la responsabilidad, el bienestar común y la calidad de la vida. Estos principios se aplican en los ámbitos de la educación, la salud, la seguridad social, la vivienda, los transportes, la economía social, la conservación de la biodiversidad, la soberanía alimentaria, la planificación participativa, etc. (Eduardo Gudynas, 2011, 4). Sin duda aparece aquí el carácter utópico del “Buen Vivir”, pero en el sentido positivo de la palabra, es decir una meta que perseguir, un ideal que realizar.
Restablecer la armonía con la naturaleza
Hemos visto que la relación con la naturaleza tiene un lugar privilegiado en la visión del “Buen Vivir”. Por esta razón, es importante investigar un poco más lo que esto implica. El punto de partida es el reconocimiento de la integralidad de la naturaleza, que tiene un valor propio, independientemente de la percepción y de la valoración del hombre (Eduardo Gudynas, 2011(2)242). La tierra es más que un conjunto de materia, en ella hay vida. Por eso se entiende el grito del indígena uwa de Colombia, cuando frente a las actividades de extracción petrolera y minera, que, en su territorio, dejan la selva destruida, los ríos contaminados, los suelos devastados, dice: eso significa matar la Tierra (Esperanza Martínez, 2010, 111). Pero, no solamente hay vida en la naturaleza. Ella es también fuente de la vida (incluso de la conciencia). La tierra es “el espacio donde se reproduce y realiza la vida” afirma el Plan Nacional para el Buen Vivir del Ecuador (2009,44). Es por eso que existe una simbiosis y no una separación entre los seres humanos y la naturaleza. Es una relación sagrada.
David Choquehuanca, escribe en sus 25 postulados para entender el Buen Vivir, que el ser humano pasa en un segundo plano frente al medio ambiente, porque es parte de la naturaleza. Esta afirmación a primera vista desconcertante contiene una filosofía profunda. La naturaleza es la fuente de la vida (una madre) y el ser humano es la parte pensante de esta realidad. La prioridad pertenece a la naturaleza sin la cual el ser humano no puede vivir (pero que puede destruir). Así, preocuparse de la humanidad significa en primer lugar defender la tierra y establecer la armonía entre la naturaleza y los seres humanos, lo que implica el respeto de todo el entorno natural. Que la naturaleza sea la fuente de la vida se entiende hoy mejor que nunca, cuando la lógica del poder económico capitalista está perturbando gravemente los ecosistemas del planeta y finalmente la posibilidad de reproducción de la vida pensante y no-pensante. Cambiar las prácticas económicas y el sistema cultural que las justifica es hoy un imperativo ético. La crítica del “antropocentrismo” de la modernidad no significa otra cosa: rechazar una actitud que promueve un crecimiento (desigual) sin tener en cuenta los daños a la vida de la naturaleza, y por ende de la vida humana (externalidades para el capitalismo). Uno puede preguntarse si en este caso se trata realmente de “antropocentrismo”, cuando el sistema conduce no solamente a la destrucción del planeta, sino también a una desigualdad social abismal y al hambre y la miseria de centenares de millones de seres humanos.
La lógica de esta constatación nos lleva a afirmar que la naturaleza es sujeto de derechos (Eduardo Gudynas, 2011, 14). Se trata del derecho a su propia existencia fuera de la mediación humana, porque la tierra no pertenece al género humano. La Madre Tierra tiene derecho a regenerar su propia biocapacidad, es decir a una vida limpia (David Choquehuanca, 2010, 73); tiene derecho a guardianes y defensores (Esperanza Martínez, 2010, 114-115). La Constitución ecuatoriana, reconoce el derecho de la Naturaleza “al respeto integral de su existencia, al mantenimiento y la regeneración de sus ciclos” (art.72). Eso implica obligaciones de parte de los seres humanos, únicos seres vivos capaces de destruir los equilibrios del ecosistema, de afectar la simbiosis entre el hombre y la naturaleza e inclusive de alterar el clima. Son obligaciones de respeto y de reparación de la Madre Tierra.
Otra manera de abordar el problema es hablar del derecho de los seres humanos a un ambiente sano. Es lo que encontramos en los “derechos de tercera generación” de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la Organización de las Naciones Unidas. Sin embargo, para los protagonistas del “Buen Vivir”, eso no basta. Sin necesariamente rechazar la pertinencia de esta posición, piensan que tal afirmación niega el carácter de sujeto de la naturaleza y, en consecuencia, somete a la “Madre Tierra” a la mediación humana para el reconocimiento de su existencia. Sería caer de nuevo en una perspectiva antropocentrista, o peor aún, adoptar una visión hegeliana, afirmando que son los hombres los creadores de la naturaleza, a través del solo acto de pensarla (Jean Luc Cachon, 1999, 798).
Como podemos constatar, nos encontramos frente a dos concepciones del derecho de la Naturaleza. La primera considera a la Madre Tierra como un sujeto de derechos y atribuye esta calificación a muchos elementos y fuerzas de la naturaleza. Es la posición antropomórfica del pensamiento simbólico. La segunda, se apoya en la necesitad de asegurar la capacidad de reproducción de la Tierra y adopta el pensamiento analítico, reconociendo, sin embargo, que existe una vida propia de la naturaleza y que esta última es la fuente de la vida humana misma. En este caso, se utiliza la palabra “derechos” en un sentido metafórico, porque en la concepción jurídica clásica, solamente personas físicas o morales son sujetos de derechos. Las dos concepciones se oponen a la lógica del capitalismo. que solamente reconoce a la naturaleza un carácter utilitario (commodity). El problema en el futuro será introducir los derechos de la Naturaleza en el Derecho internacional, para definir los delitos ecológicos y eventualmente instituir una Corte internacional sobre los Crímenes contra la Naturaleza, tema que se ha discutido en la Cumbre de la Tierra en Cochabamba en 2010 (François Houtart, 2010(2).
Construir otra economía
En la perspectiva del “Buen Vivir”, la economía consiste en satisfacer las necesidades materiales y espirituales de los seres humanos (Juan Diego García, 2011). Carlos Marx habló del sistema de necesidades/capacidades, insistiendo en su dimensión histórica, es decir en su aspecto cambiante en función de las posibilidades de satisfacerlas. Sobre esta base, el Plan Nacional ecuatoriano define la economía del “Buen Vivir” como: “entrar en el desarrollo de capacidades y oportunidades” (Plan nacional para el Buen vivir, 20). Sin embargo, no se trata solamente de buscar el bienestar, sino también el ser (Plan nacional para el Buen vivir, 33). La actividad económica está al servicio de la felicidad y de la calidad de vida, lo que presupone relaciones armónicas con la naturaleza (Diana Quirola, 2009, 103) y también “una vida equilibrada” (David Choquehuanca, 2010, 64). “Solamente se toma de la naturaleza lo necesario para satisfacer sus necesidades de alimentación, hábitat, salud, movilidad… (Diana Quirola, 2009, 105).
Para medir lo que significa el “Buen Vivir”, el PIB no es un instrumento adecuado y se deben encontrar otros criterios, teniendo más en cuenta el nivel de vida (material y espiritual) de las personas ( Plan Nacional para el Buen Vivir, 31). El concepto se acerca al de la economía solidaria, exige una distribución igualitaria (Plan Nacional para el Buen Vivir, 38) e implica la prioridad del valor de uso sobre el valor de cambio; plantea la cuestión de los límites al crecimiento en función de la preservación del entorno natural (el respeto a la Madre Tierra). Por eso, la visión del Sumak Kawsai exige tomar en cuenta, no solamente los procesos de producción, sino también de reproducción (Plan nacional para el Buen Vivir, 38). Finalmente se trata también de “una ‘resignificación’ de los espacios geográficos” (Plan Nacional para el Buen Vivir, 20), es decir de los territorios que constituyen una realidad central en la vida de las comunidades indígenas.
Organizar otro Estado
Las largas luchas de los pueblos indígenas les mostraron una visión muy negativa del Estado. No solamente el Estado colonial los destruyó hasta sus raíces, sino que el Estado-nación postcolonial los excluyó de la vida pública. Además, con el neoliberalismo, el Estado-nación perdió mucho de su estatuto nacional, por la mercantilización globalizada. De ahí el concepto de “Estado plurinacional” retomado por las Constituciones de Ecuador y Bolivia. Se trata de encontrar un difícil equilibrio entre, por una parte Estados-nación que salen de un periodo neoliberal que había reducido al máximo sus funciones para abrir espacios al mercado; y por otra parte, pueblos indígenas en fase de recuperación de sus identidades y en búsqueda de autonomía. Para el Plan Nacional del Ecuador, esto significa una descentralización y la organización de un Estado “policéntrico”, pero no debilitado (38). Los conflictos entre organizaciones indígenas en Ecuador y en Bolivia comprueban que no es fácil llegar a soluciones concretas en este ámbito.
En este sentido, se enfrentan dos concepciones de lo comunitario: la primera concibe a la comunidad como una forma de organizar un segmento reducido de la sociedad (particularmente rural), lo que según Floresmilo Simbaña es anacrónico e ineficaz en la situación contemporánea. La otra, citando a Luis Macas, considera la comunidad como una de las instituciones vertebradoras “en el proceso de reconstrucción de los pueblos y de las naciones ancestrales… [necesarias]… en la reproducción histórica e ideológica de los pueblos indios”. Según el antiguo dirigente de la CONAIE, en este sentido, la comuna o el territorio, totalidad viviente, como lo dice Norma Aguilar, “es el eje fundamental que articula y da coherencia a la sociedad indígena” (Floresmino Simbaña, 2011, 25-26). David Choquehuanca por su parte, insiste mucho sobre “el consenso comunal” como modo de funcionamiento (2010, 66).
A primera vista, las dos nociones no son incompatibles. La primera (comuna) sirve de base, en varios países (Venezuela, Bolivia) a la organización de la participación popular. Con excepción de regiones aisladas donde los pueblos indígenas forman la totalidad del territorio (en la Amazonia, por ejemplo), esta división territorial no puede ser muy útil para los pueblos indígenas. La segunda dimensión (territorio, comunidad) mucho más amplia, corresponde a las reivindicaciones de los pueblos autóctonos, pero no deja de ser difícil de ser traducida a normas y organizaciones. Las migraciones internas y la urbanización conllevan problemas sociales y culturales nuevos, que no se solucionan por decretos, sino por consensos progresivos. Es así que el principio de “plurinacionalidad” (diferencias) se complementa con el de “multiculturalidad” (un conjunto de diversidades) en un Estado “nacional” (Catherine Walsh, 2008). Como afirma Boaventura de Souza “la plurinacionalidad refuerza el nacionalismo” (2010,22).
El Sumak Kawsai implica también una visión del conjunto de América Latina, Abya Yala, “una gran comunidad” como dice David Choquehuanca. La Constitución de Bolivia retoma esta idea “Unir a todos los pueblos y volver a ser el Abya Yala que fuimos”. Guardando las diferencias de contenido, se puede decir que el concepto tiene una cierta afinidad con la “Patria Grande” de Simón Bolivar o con “Nuestra América” de José Marti. Se acerca tal vez más todavía del ALBA (Alianza bolivariana para los pueblos de Nuestra América), que utiliza el concepto de “grannacional”, implicando iniciativas al nivel continental basadas sobre “la solidaridad, la complementaridad, la justicia, el desarrollo sustenible”. Sin embargo, los pueblos autóctonos, con la idea de los Estados plurinacionales, añaden evidentemente una dimensión adicional. Su otro aporte original es que Abya Yala se construye sobre la base del “Buen Vivir”, es decir con perspectivas más fundamentales e integrales que pueden fortalecer las iniciativas de integración latino-américana, frente a la crisis sistémica que pone en peligro la reproducción de la vida en el planeta.
Edificar la Interculturalidad
En consecuencia, la interculturalidad es indispensable como proceso en este período de la historia. Es el aspecto complementario de la plurinacionalidad en los países andinos, en México y en Centroamérica. Se trata de un elemento importante de la construcción de las alternativas al “desarrollo”. La recuperación de los saberes ancestrales y su combinación con los conocimientos modernos contribuye al proceso de aprendizaje y desaprendizaje (Diana Quirola, 2009, 107). Sin embargo, no se trata solamente de un proceso cultural, sino de relaciones sociales y políticas. La interculturalidad es una ilusión en sociedades desiguales y en las que empresas transnacionales monopolizan los saberes. Por eso una visión de conjunto es necesaria.
Para transmitir las orientaciones de una crítica del capitalismo y compartir los requisitos de una construcción social post-capitalista (como el Socialismo del Siglo XXI, por ejemplo) se necesitan discursos comprensibles para todos y todas, y adaptados a cada lenguaje. La expresión multicultural del mensaje es una condición de su éxito, y la izquierda tiene mucho que aprender en este sentido. Aunque existen bases teóricas para este tipo de multiculturalidad en América Latina -en el pensamiento de Mariátegui o en los textos del Subcomandante Marcos-, queda todavía un enorme trabajo por hacer.
3. Las desviaciones del concepto de “Buen Vivir”
En la práctica, existen dos tipos de desviaciones de este concepto: el fundamentalismo y la recuperación instrumental. El primero consiste en exigir la expresión de la defensa de la naturaleza exclusivamente en un lenguaje antropomórfico, como se manifestó en varios documentos de la Cumbre de la Tierra en Cochabamba en 2010. Es lo que J. Medina llama el “postmodernismo del Buen Vivir” (citado por Eduardo Gudynas, 2011,8) y que otros, menos indulgentes, califican de “pachamamismo”. En otras palabras, y como lo hemos explicado al inicio, esta posición consiste en expresar la visión holística del mundo, necesaria para reconstruir una nueva relación con la naturaleza, únicamente por medio del pensamiento simbólico, pensando que solo esta expresión es legítima. Evidentemente esta perspectiva es difícilmente entendida y aceptada por otras culturas en un mundo pluralista. Se podría entender que este discurso provenga de líderes indígenas implicados en una dura lucha social y que utilizan el aparato cultural de su tradición. No solamente tienen todo el derecho de hacerlo, sino que sus posiciones deben ser respetadas; por lo menos gozan de una superioridad moral sobre el discurso capitalista. Pero es menos aceptable cuando el discurso proviene de intelectuales -indígenas o no-, que tienen el deber de ser críticos, tanto de la modernidad, como del postmodernismo radical, y que tendrían que saber que, desde una perspectiva política, solo el pluralismo cultural puede llevar a resultados positivos.
La segunda desviación es la instrumentalización del vocabulario por parte de los adversarios o del poder político. El Sumak Kawsai se transforma en “la redistribución del desarrollo”, como dice René Ramírez (2010, 24). En otras palabras, se transforma en su contrario. Esto conduce a promover políticas extractivas o de monocultivos (como fuente de recursos a ser redistribuidos) utilizando el lenguaje del “Buen Vivir”, sin siquiera hablar de transición. Por otra parte, como lo dice Eduardo Gudynas, el concepto se banaliza: se utiliza como equivalente de políticas asistenciales a favor de los pobres, se presenta como una reivindicación meramente indígena, o se repite como un eslogan que finalmente pierde sentido. En algunos casos, el Gobierno asume el liderazgo de campañas poco participativas para su promoción (Eduardo Gudynas, 2011, 15). Otros términos, como el de interculturalidad, tienen una suerte similar (Gabriela Bernal, 2011). Evidentemente, es el precio de la gloria: si el “Buen Vivir” no tuviera tal fuerza, no sería tan fácilmente recuperado.
4. El papel político de los conceptos de Sumak Kawsai y Suma Qamaña
Lo que hemos dicho no impide el reconocimiento de la importancia política de la noción de “Buen Vivir” y eso se comprobó tanto en la redacción de las Constituciones ecuatoriana y boliviana, como en la elaboración del Plan Nacional para el Buen Vivir del Ecuador. En ambos casos se manifiesta un esfuerzo de comprensión profunda de los conceptos y sus posibles aplicaciones. Se nota también una gran honestidad intelectual y un resultado de un trabajo intenso.
1) En las Constituciones
En las dos Constituciones -ecuatoriana y boliviana-, los conceptos respectivos de “Buen Vivir” y de “Vivir Bien” fueron introducidos como base fundamental. Se utilizaron también las palabras indígenas para expresarlos (Ecuador, art.14 y 71; Bolivia, art.8), lo que es bastante significativo.
La Constitución ecuatoriana de 2008, tiene como especificidad la afirmación de los Derechos de la Naturaleza, que son propios e independientes de su utilidad para el ser humano (Alberto Acosta, 2008, 24 y 2009, 44; Eduardo Gudynas 2009b, 38 y 40 y 2010,14). Se trata, en el espíritu de este texto jurídico, de un aspecto esencial de la realización del Sumak Kawsai (art.71). Lo hemos explicado más adelante. Por otra parte, se distinguen en el documento, dos componentes del proyecto: el régimen de desarrollo (Titulo VI) y el régimen de Buen Vivir (Titulo VII), el primero al servicio del segundo. Es por esto que se habla de otro desarrollo (Eduardo Gunynas, 2009ª, 275) donde la calidad de vida, un sistema jurídico justo, la participación popular y la recuperación y conservación de la naturaleza, son elementos clave. En la práctica, estas consideraciones, verdaderos principios orientadores, tienen muchas aplicaciones. Algunas son de orden positivo: los derechos del “Buen Vivir” (alimentación, ambiente sano, agua, comunicaciones, educación, vivienda, salud, etc.) que tienen el mismo rango que los derechos clásicos. Otras son de orden negativo, por ejemplo el rechazo del neoliberalismo o la oposición al modelo extractivo-exportador del desarrollo (Alberto Acosta, 2009, 24).
La filosofía de la Constitución Boliviana es muy similar. El Suma Qamaña o “Vivir Bien” es la base: “El modelo económico boliviano es plural y está orientado a mejorar la calidad de vida y el vivir bien” (art.306). Así se asume y se promueve el Suma Qamaña como principio ético-moral de la sociedad plural del país. Al contrario del Ecuador, no se introdujo en la Constitución boliviana la noción de Derechos de la Naturaleza. Se adoptó una perspectiva más cercana a la de los Derechos de tercera generación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas (Eduardo Gudynas, 2011b, 236). Sin embargo, el vínculo con los saberes y tradiciones indígenas está bien afirmado (Ibidem, 235). Como en el caso precedente, las consecuencias prácticas se manifiestan en muchas dimensiones de la vida colectiva: la generación del producto social, una redistribución justa de la riqueza y no sin ambigüedad, en la industrialización de los recursos naturales (art.313).
2) En el Plan Nacional Para el Buen Vivir del Ecuador 2009-2013
La elaboración del Plan Nacional ecuatoriano para el “Buen Vivir” se apoyó en la Constitución para elaborar su pensamiento y sus análisis. Según sus autores, se trató en primer lugar de reconocer a los actores históricamente excluidos y de adoptar formas de producción y reproducción de la vida, diferentes a la lógica del mercado, reconociendo las diferencias de los pueblos (interculturalidad) (2009, 43). Para ellos, el ser humano es central y la economía debe estar al servicio de la vida. Esto significa revertir la lógica perversa del capitalismo que tiene como motor a la acumulación. “Las lógicas de la acumulación del capital [deben ser] sometidas a la lógica de la reproducción ampliada de la vida” (Ibídem).
Por otra parte se recuerda que el vínculo con la Naturaleza es orgánico (la vida es indivisible), lo que implica el reconocimiento de sus derechos. No se trata de “recursos naturales”, sino del “espacio donde se realiza la vida”. Por eso, la Naturaleza tiene “el derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructuras, funciones y procesos evolutivos” (art. 71 y 72) (Ibídem).
Estos principios necesitan aplicaciones concretas, tarea llevada a cabo por el Plan. Se trata de mejorar la calidad de vida y con ello desarrollar las capacidades y potencialidades de los seres humanos, promoviendo la igualdad mediante la redistribución de los bienes sociales y los beneficios del desarrollo. Un tal objetivo no puede realizarse sin una participación efectiva del pueblo, el reconocimiento de la diversidad cultural, la convivencia con la naturaleza, un sistema económico solidario, la soberanía nacional y la integración latino-americana.
Para el Plan, el concepto de “desarrollo” está en crisis y se debe proclamar una moratoria que establezca en su lugar, el principio de “Buen Vivir” (2009, 31), es decir, la posibilidad de alcanzar la vida plena y de construir la armonía con la comunidad y con el cosmos. Ya en el pensamiento de Aristóteles, el fin último de los seres humanos era la felicidad. Por otra parte, los pueblos indígenas en su pensamiento ancestral, hablaban de la “vida plena”, que es únicamente posible si se trata de “nosotros” y no de “yo”. “La comunidad es sustento y base de la reproducción del sujeto colectivo que cada uno es”, [lo que permite] hacer parte de esta totalidad en una perspectiva espiral del tiempo no lineal” (Ibidem, 32). La vinculación con la naturaleza es central y sus elementos “se enojan”, frente a su destrucción por una falsa definición del desarrollo. Según la parte introductoria del Plan, las dos concepciones rechazan “una visión fragmentaria del desarrollo, economicista y centrada en el mercado”. Es la función del Plan traducir estas ideas a políticas concretas, por medio de la planificación participativa, la descentralización y una participación real y en diversos campos: los derechos, los diversos aspectos de los bienes comunes, etc.
El análisis de este documento muestra que el Sumak Kawsai es una nueva palabra para un desarrollo integral, inspirado por la tradición y el discurso de los pueblos indígenas, y que quiere proponer, con un aporte original, un cambio de paradigma frente a la concepción capitalista del desarrollo. Similares esfuerzos intelectuales existen en sociedades africanas y asiáticas, y es el conjunto de todas estas iniciativas lo que ayudará a precisar los objetivos de los diversos movimientos sociales y organizaciones políticas que luchan por un cambio de sociedad.
Evidentemente, tanto las constituciones, como el Plan Nacional son escritos y no necesariamente realidades. Existe en América Latina, una larga tradición que busca la perfección jurídica, sin preocuparse demasiado de su aplicación. Sin embargo, ciertos discursos pueden ser “performantes” come se dice en lingüística y servir de referencia para la acción. Es por eso que los movimientos indígenas lucharon en Ecuador, Bolivia y en otros países del continente, para obtener en los textos jurídicos el reconocimiento de sus nacionalidades y aún la utilización del lenguaje ancestral para expresar ciertos conceptos, como el “Buen Vivir”. Algunos dicen del Plan Nacional para el Buen Vivir, que se trata de un bello “poema”, ya que los grandes principios expresados, en un lenguaje filosófico y antropológico muy válido, son, en fin de cuenta, alegorías no realmente aplicadas, o peor aún, un discurso paralelo a prácticas políticas muy diferentes. Solamente un análisis autocrítico puede resolver este dilema.
05/08/2008
La noción del buen vivir (sumak kawsay), como una nueva condición de contractualidad política, jurídica y natural, ha empezado su recorrido en el horizonte de posibilidades humanas, y de la mano de los pueblos indígenas de Ecuador y Bolivia. Es fundamental, entonces, empezar una reflexión sobre el sumak kawsay (buen vivir) en términos en los que el positivismo occidental entiende como reflexión, es decir, como una analítica de conceptos que pueden positivarse al interior un marco coherentemente estructurado de conceptos, que desde la Ilustración ha sido denominado como ciencia.
Esa reflexión es esencial para ir, si no desalojando del debate de posibilidades humanas al menos acotándolos, dos conceptos que son tan fuertes que su sola crítica o cuestionamiento es ya toda una proeza, se trata de los conceptos de “desarrollo” (como una teleología de la historia), y el concepto de “crecimiento económico” (como una prevalencia de la economía, sobre la política y la sociedad).
Ambos conceptos están íntimamente vinculados y el uno presupone al otro. Tanto aquel de desarrollo, cuanto el crecimiento económico, legitiman sus sentidos epistemológicos, analíticos y simbólicos porque provienen de una de las nociones más caras de la modernidad, y que sería forjada en el Iluminismo: el concepto decimonónico del progreso, y la promesa emancipatoria que implica: esto es, la liberación y superación de las condiciones de necesidad y escasez. La libertad moderna está inscrita en las coordenadas de la producción, y por consiguiente, de la escasez. El desarrollo, por tanto, sería la apuesta de la humanidad por liberarse del férreo yugo de la escasez.
El concepto de desarrollo es tan fuerte que alguna vez se propuso una taxonomía entre regiones del mundo “desarrolladas” y otras que no lo eran y que serían denominadas como “subdesarrolladas”, o más cortésmente “en vías de desarrollo”. Hubo, y aún hay, al respecto una extensa literatura que establecía una serie de recomendaciones a los países denominados como “subdesarrollados” para que superen esa condición e imiten a los países que habían alcanzado el “desarrollo”. Se propusieron, y se dieron incluso como científicamente validadas, las recomendaciones de las teorías del desarrollo que proponían “etapas” hasta llegar al despegue económico (take-off), y que permitan superar el dualismo social (sector moderno vs. sector tradicional). En ese sentido, los marcos epistemológicos de esas teorías del desarrollo se parecían mucho a aquellos de la frenología de Lombroso, o la genética soviética de Lissenko.
El neoliberalismo también ha creado sus propias elaboraciones con respecto al desarrollo y ha propuesto la noción de “mercados emergentes” para los países que antes se consideraban “subdesarrollados”, pero que ahora han crecido en términos de PIB gracias a sus reformas neoliberales.
Esta noción de los “mercados emergentes”, también está hecha para desalojar del debate de las teorías del desarrollo aquella denominación de “tigres asiáticos”, en referencia a Singapur, Hong Kong, Corea del Sur y Taiwán, y que estuvo de moda en los años ochenta, en virtud de que el crecimiento de estos “tigres” aún conservaba un fuerte tufo a Estado.
En todo caso, el neoliberalismo es más modesto con respecto a la pretensión que tenían las tradicionales teorías del desarrollo, y solamente se limita a demostrar por la heurística del crecimiento del PIB, la manera por la cual las reformas liberales en la economía pueden conducir al crecimiento económico, entendiendo a éste solamente como el crecimiento cuantitativo de la economía por la taumaturgia de mercados libres y competitivos, todo lo demás, para el neoliberalismo, se resolverá gracias a la epifanía de los mercados.
En la teoría marxista, o con inspiraciones en el marxismo, el discurso del desarrollo se inscribía en una visión que asumía la totalidad del capitalismo como un sistema históricamente determinado, y en el cual existían relaciones sociales de producción en el ámbito mundial, sustentadas en el imperialismo. En todo caso, el marxismo siempre consideró al desarrollo más como un problema político que como una cuestión puramente económica.
La teoría de la dependencia, creada al tenor de la escuela cepalina, con fuertes influencias de Marx y de Keynes, hablaba del intercambio desigual y de relaciones asimétricas entre el centro y la periferia. Fue célebre en su momento la tesis de André Gunder Frank, de que, en especial en América Latina, lo único que se desarrollaba eran las propias condiciones del subdesarrollo.
Las décadas de los cincuenta hasta mediados de los ochenta, cuando se produce el viraje ideológico de la CEPAL hacia el neoliberalismo, el debate estará centrado en América Latina, en una comprensión del desarrollo como un fenómeno complejo que incorpora determinantes económicas, sociales, políticas, institucionales, jurídicas y simbólicas, y en la cual las relaciones de poder al interior del desarrollo capitalista generaban las condiciones de aquello que había que entenderse como “subdesarrollo”. Esta vertiente hacía énfasis en las condiciones estructurales del desarrollo económico, de ahí su denominación como “estructuralismo latinoamericano”.
Hay una importante y profusa producción intelectual sobre el capitalismo como un sistema histórico. En las ciencias sociales (mas no en la economía), se utiliza con frecuencia el concepto de “sistema-mundo” ( propuesto por Wallerstein), que tiene relación, de una parte, con el hecho de que el capitalismo es una totalidad orgánica, incluyente y en permanente expansión, y que fuera propuesto, en primera instancia, por Fernando Braudel (el capitalismo como “economía-mundo”), y, de otra, como una relación asimétrica e inequitativa entre el centro y la periferia, cuyas raíces teóricas constan, primero en la teoría del imperialismo (en la línea Bujarin- Hilferding- Lenin), y luego, en la teoría de la dependencia latinoamericana, y aquella del “intercambio desigual” de Samir Amin, Arghiri Emanuel, Theotonio dos Santos, entre otros.
Empero de ello, todas las categorías que refieren al capitalismo y a las relaciones de poder que genera a nivel de países, lo hacen desde un piso epistemológico determinado por la modernidad, vale decir, asumen que, por definición, al capitalismo se lo debe explicar y comprender desde la producción y la economía, y que la economía presupone comportamientos maximizadores de sujetos previamente individualizados, y en donde el tiempo se ha linearizado, y el espacio se ha homogenizado.
Al interior de esas coordenadas hay espacio para las disidencias pero no para las alteridades. Se puede cuestionar al capitalismo y a las teorías del desarrollo, como lo hizo en su momento la teoría de la dependencia, o el marxismo, pero no está permitido abandonar el marco epistemológico que sirve de referencia para la comprensión del desarrollo económico.
Se pueden cuestionar las asimétricas relaciones de poder que genera el desarrollo, e incluso las derivas antiecológicas del crecimiento económico, pero no está permitido cuestionar los supuestos civilizatorios del desarrollo. Se pueden proponer visiones culturalistas del desarrollo, como aquellas que hacen referencia al carácter, al ethos, o a las anacrónicas tradiciones de una cultura determinada, pero no se permite el debate y el cuestionamiento al marco que estructura esa forma de ver al mundo y a las sociedades desde el desarrollo, la modernización y el progreso.
De otra parte, la globalización neoliberal ha cambiado el énfasis en las teorías del desarrollo hacia los mercados como eficientes mecanismos de asignación de recursos y regulación social, y ha cerrado todo espacio posible a propuestas alternativas.
En la academia dominante, en el pensamiento oficial, en las declaraciones públicas, en los pronunciamientos de las cumbres gubernamentales, en los discursos de las agencias de cooperación al desarrollo, en las nociones de sentido de los medios de comunicación, en el sistema de Naciones Unidas, en las organizaciones no gubernamentales, en los pronunciamientos de los principales partidos políticos, las alternativas al neoliberalismo, simplemente, han desaparecido.
Solamente tienen carta de naturalización aquellas propuestas teóricas y normativas que giren alrededor de la idea de los mercados como eficientes asignadores de recursos, como es el caso de aquellos discursos de la competitividad, la liberalización, el aperturismo, la inversión privada, etc.
El discurso económico moderno ha llegado incluso al autismo absoluto: el pensamiento keynesiano que alguna vez abrió las posibilidades para comprender analíticamente la intervención del Estado en la economía, no existe más. En efecto, los modernos textos de economía ni siquiera mencionan el aporte de Keynes y su invisibilización epistemológica es casi total. La adscripción a la idea de los mercados como únicos reguladores sociales, ha acotado de tal manera al discurso de la economía, que se ha convertido en un dispositivo teórico legitimante de las corporaciones.
En ese ambiente, un discurso alternativo al concepto mismo de desarrollo y de crecimiento económico, parece más una herejía que una posibilidad epistemológicamente factible. Una herejía en el sentido medieval del término, porque el conocimiento moderno, sobre todo aquel que legitima las relaciones de poder, como es el caso de la economía y las teorías del desarrollo, se ha convertido en una escolástica que invisibiliza y castiga con el olvido intencional cualquier posibilidad de saberes alternativos. El mercado ha devenido en teología. La idea de que el mercado resolverá por sí solo los problemas sociales es una especie de epifanía de la razón neoliberal.
Las voces críticas que dicen que el desarrollo en sí mismo es un problema son minoría y han sido reducidas a espacios exiguos sin posibilidades de generar prácticas contestatarias. Esas voces críticas decían que la salida del subdesarrollo no es el desarrollo, porque no se trataría de una salida sino más bien de una entrada en la modernidad. Aquello que hay que cambiar, y radicalmente, no es el subdesarrollo sino todo el discurso y la práctica del desarrollo en su conjunto. En otras palabras, hay que asumir al desarrollo como una patología de la modernidad. Lo que es necesario asumir y transformar, entonces, es todo el proyecto civilizatorio en el cual el “Norte” cree a pie juntillas.
Cualesquiera que sean las consideraciones sobre la cuestión del desarrollo, lo cierto es que las preocupaciones sobre las consecuencias del desarrollo capitalista ahora constan en casi todos los debates. El centro de esas preocupaciones gira alrededor de la constatación de los graves daños ambientales que el desarrollo capitalista está produciendo en el planeta, y de los cuales el calentamiento global es solamente una de sus consecuencias más conocidas.
Al interior de las teorías económicas vigentes, incluidas las teorías del desarrollo, no existe, al momento, ninguna alternativa ante los graves problemas ambientales que provoca el crecimiento económico. En las coordenadas de los mercados como eficientes asignadores de recursos no hay expedientes teóricos que evalúen y permitan constreñir el grave daño ambiental provocado por los mercados capitalistas.
Tal como se presenta en los últimos años, el ritmo de crecimiento del capitalismo acota las posibilidades de sobrevivencia de la especie humana, en un debate que ahora cobra un sentido y una urgencia real: de continuar con el actual ritmo de producción y consumo, las teorías del calentamiento global predicen una catástrofe ecológica de consecuencias inimaginables.
Si no existen posibilidades de asumir esos costos ambientales que provoca el crecimiento económico y que ha sido sancionado y legitimado desde la teoría económica vigente, es justo, entonces, que la humanidad busque otros marcos analíticos y otras posibilidades teóricas y epistemológicas por fuera de la teoría económica dominante, y por fuera de la razón liberal.
Va en ello la posibilidad de evitar esa catástrofe ecológica que ha sido descrita por diferentes científicos ambientales y que consta en las más recientes reuniones gubernamentales sobre el calentamiento global. Va en ello también la posibilidad de detener esa otra catástrofe que está a la vista pero que ha sido invisibilizada por el discurso neoliberal del crecimiento económico, y que hace referencia a la iniquidad, pobreza y violencia que azota a la humanidad.
De los conceptos alternativos que han sido propuestos, aquel que más opciones presenta dentro de sus marcos teóricos y epistemológicos para reemplazar a las viejas nociones de desarrollo y crecimiento económico, es el sumak kawsay, el buen vivir. Es un concepto que está empezando a ser utilizado en Bolivia y Ecuador, a propósito de los cambios constitucionales de ambos países; el sumak kawsay (buen vivir), como un nuevo referente al desarrollo y al crecimiento económico, es una de las propuestas alternativas más importantes y novedosas ante la globalización neoliberal.
Sumak kawsay es la voz de los pueblos kechwas para el buen vivir. El buen vivir es una concepción de la vida alejada de los parámetros más caros de la modernidad y el crecimiento económico: el individualismo, la búsqueda del lucro, la relación costo-beneficio como axiomática social, la utilización de la naturaleza, la relación estratégica entre seres humanos, la mercantilización total de todas las esferas de la vida humana, la violencia inherente al egoísmo del consumidor, etc. El buen vivir expresa una relación diferente entre los seres humanos y con su entorno social y natural. El buen vivir incorpora una dimensión humana, ética y holística al relacionamiento de los seres humanos tanto con su propia historia cuanto con su naturaleza.
Mientras que la teoría económica vigente adscribe al paradigma cartesiano del hombre como “amo y señor de la naturaleza”, y comprende a la naturaleza desde una ámbito externo a la historia humana (un concepto que incluso es subyacente al marxismo), el sumak kawsay (buen vivir) incorpora a la naturaleza en la historia. Se trata de un cambio fundamental en la episteme moderna, porque si de algo se jactaba el pensamiento moderno es, precisamente, de la expulsión que había logrado de la naturaleza de la historia. De todas las sociedades humanas, la episteme moderna es la única que ha producido tal evento y las consecuencias empiezan a pasar la factura.
El sumak kawsay (buen vivir) propone la incorporación de la naturaleza al interior de la historia, no como factor productivo ni como fuerza productiva, sino como parte inherente al ser social. El sumak kawsay propone varios marcos epistemológicos que implican otras formas de concebir y actuar; en esos nuevos formatos epistémicos se considera la existencia de tiempos circulares que pueden coexistir con el tiempo lineal de la modernidad; se considera la existencia de un ser-comunitario, o si se prefiere, no-moderno, como un sujeto ontológicamente validado para la relación entre seres humanos y naturaleza; se considera una re-unión entre la esfera de la política con aquella de la economía, una posición relativa de los mercados en los que la lógica de los valores de uso predomine sobre aquella de los valores de cambio, entre otros.
Esto significa que el ser individualizado de la modernidad tiene que reconocer la existencia ontológica de otros seres que tienen derecho a existir y pervivir en la alteridad. Se trata de una cuestión de fondo, porque en las teorías del desarrollo no existe la más mínima posibilidad epistemológica de comprensión a la Alteridad. En el discurso del desarrollo: o se crece en términos económicos (y medidos cuantitativamente por el baremo del PIB), o no se crece. El discurso del desarrollo es una tautología. La Alteridad no existe, y aquello que no existe no puede ser visibilizado.
Para las coordenadas del pensamiento vigente, lo único que existe es la figura del consumidor, la maximización de sus preferencias, la restricción de sus ingresos, y su relacionamiento con el universo de las cosas a través de la utilidad que éstas le pueden prestar, en un contexto de mercados libres y competitivos, y con un sistema de precios transparentes y vaciadores automáticos de los mercados, que generan una noción de origen medieval pero que a la economía moderna le gusta mucho: el equilibrio económico.
En ese esquema básico, no hay lugar para las diferencias radicales que constituyen a la Alteridad. Sin embargo, hay, literalmente, miles de millones de seres humanos, alejados total y radicalmente de las figuras del consumidor y de los mercados libres y competitivos. Seres humanos diferentes a la ontología del consumidor y de la mercancía. Seres humanos cuyas coordenadas de vida se establecen desde otros marcos categoriales, normativos y éticos. Seres humanos que viven en pueblos con una memoria de relacionamiento atávica, ancestral, que nada tienen que ver con la individualidad moderna, ni con la razón liberal dominante.
Incorporar a esos pueblos a la modernidad implica un acto de violencia fundamental porque fragmenta su ser no-moderno y los integra en una lógica para la cual no están preparados y a la cual tampoco quieren ingresar. Es por ello, que las políticas de modernización del Banco Mundial, y de la cooperación internacional al desarrollo, conservan un ethos violento que las convierte en instrumentos de colonización y también de etnocidio (y a veces de genocidio). Los marcos analíticos de las teorías del desarrollo y de la economía actual, son ideologías legitimadoras y encubridoras de ese etnocidio.
Solamente desde una visión como aquella inherente al sumak kawsay (buen vivir) se puede respetar la ontología de la diferencia, y relativizar la modernidad y el capitalismo. El sumak kawsay (buen vivir) es una de las opciones que pueden devolver el sentido de dignidad ontológica a la diferencia radical en el actual contexto de globalización y neoliberalismo.
– Pablo Dávalos es economista y profesor universitario ecuatoriano.
Fuente: https://www.alainet.org/es/active/25617
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