Luis Badilla*.- El 15 de agosto, fecha en que en numerosos países e iglesias del mundo, particularmente en América Latina, se recuerda el centenario del nacimiento del beato monseñor Óscar Romero, talvez el mejor comentario y el más apropiado sean las palabras del Papa Francisco pronunciadas hace cerca de un año.
El 30 de octubre de 2016, el Papa Francisco dijo a los peregrinos salvadoreños que llegaron al Vaticano para agradecer por la beatificación de monseñor Óscar Romero, que tuvo lugar el 23 de mayo, 35 años después de su martirio:
“El mártir, de hecho, no es alguien que quedó relegado al pasado, una bella imagen que adorna nuestras iglesias y que recordamos con cierta nostalgia. No, el mártir es un hermano, una hermana, que continúa acompañándonos en el misterio de la comunión de los santos y que, unido a Cristo, no ignora nuestra peregrinación terrena, nuestros sufrimientos, nuestras penas.
“En la historia reciente de este amado país, el testimonio de Monseñor Romero se sumó al de otros hermanos y hermanas, como el P. Rutilio Grande, que, no temiendo perder la propia vida, la ganaron y se constituyeron en intercesores de su pueblo ante el Dios vivo, que vive por los siglos de los siglos y tiene en sus manos las llaves de la muerte y de los infiernos (cfr Ap 1, 18). Todos estos hermanos son un tesoro y una esperanza fundada para la Iglesia y para la sociedad salvadoreña. El impacto de su don todavía puede percibirse en nuestros días. Mediante la gracia del Espíritu Santo, ellos fueron configurados con Cristo, como tantos testigos de la fe de todos los tiempos.
Después de esa importante y profunda reflexión, el Papa Francisco quiso añadir otra, igualmente importante. Entonces el Santo Padre agregó:
“Me gustaría añadir algo que, tal vez, pasamos por encima. El martirio de don Romero no ocurrió sólo en el momento de su muerte. Fue un martirio testimonio, sufrimiento anterior, persecución anterior, hasta su muerte. Pero también fue posterior, porque, una vez muerto-yo era sacerdote joven y fui testigo de ello-, fue difamado, calumniado, enlodado, o sea, su martirio continuó incluso por parte de sus hermanos en el sacerdocio y en el episcopado. No hablo por haber oído decir. He escuchado estas cosas. Es decir, es hermoso verlo también así, un hombre que sigue siendo mártir – bueno, ahora creo que casi nadie se atreva a hacerlo-, pero que, después de haber dado su vida, continuó dándola , dejándose azotar por todas esas incomprensiones y calumnias. Esto me fortalece, sólo Dios lo sabe. Sólo Dios sabe las historias de las personas, y cuántas veces las personas que ya han dado su vida o que han muerto siguen siendo lapidadas con la piedra más dura que existe en el mundo: la lengua.
En esas declaraciones del Papa, el 30 de octubre de 2016 , hay dos grandes verdades que marcaron profundamente y para siempre el alma católica de los pueblos latinoamericanos. Son verdades que resuenan hoy en los palacios, donde Mons. Romero no fue siempre bien recibido y donde no siempre encontró el consuelo y apoyo que merecía porque desde siempre ha sido víctima del “terrorismo de los chismes”, de la “piedra más dura, la lengua”.
Como se sabe, es historia verdadera y muy bien conocida, por ser recurrente en la historia: la Iglesia muchas veces trató mal a sus mejores hijos. El tiempo, gracias a Dios, en muchas circunstancias, hizo justicia, y eso, en el caso de Monseñor Romero, con inmenso esfuerzo, ocurrió algunas décadas después, especialmente porque, al solio de Pedro, llegó un obispo latinoamericano.
Ahora, el mártir arzobispo de San Salvador completó su ciclo celeste. Las palabras del Papa Francisco son el sello final de su gloria, y, con su cumplido, miles de otros católicos, anónimos, y que nunca serán llevados a los honores de los altares se unen a su obispo mártir, que ahora puede descansar en la plena paz del Señor.
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* Artículo publicado por Il Sismografo, 15-08-2017, traducción libre de SIGNIS ALC