Nuestro mayor acierto, abrirnos al Espíritu -el protagonista de la misión- para no defraudar las esperanzas de los hombres de hoy, especialmente los pobres, los preferidos del Reino.
“Sobrino, estoy leyendo un libro y ya no entiendo nada”. Me lo dijo mi tío Emilio, hermano de mi abuelo, segunda mitad de los 60, siendo yo seminarista. “¿Qué libro está leyendo, tío, y qué es lo que no entiende?”. “Este” (y me enseña un ejemplar de los primeros folletos editados después del concilio para que todos -y en castellano- pudieran responder en la misa). “Yo ya no entiendo nada, sobrino”, repitió,”¿dónde está el orate fratres?” “Mire, tío, acá dice ‘Oren, hermanos…’ y eso es lo que significa ‘orate fratres’ en latín…”.
Curioso ¿verdad? Se había acostumbrado a la misa de espaldas al pueblo, había sido monaguillo y aprendido las respuestas en latín y ahora, cuando la misa ya era diferente y en castellano, mi tío Emilio no entendía nada…
Esta anécdota nos muestra a las claras el terremoto eclesial que significó el concilio, comenzando por la liturgia que fue lo primero en aplicarse. Todo un cambio de mentalidad, en cosas sencillas y prácticas y en cosas profundas y de consecuencias que aún vivimos. Para unos fue fácil y gozoso, para otros difícil y penoso. Algunos se sintieron liberados y caminaron ágiles por la carretera recién asfaltada; otros se aferraron a lo “malo conocido” sin aceptar “lo bueno por conocer”…
Hoy pocos dudan que el Concilio Vaticano II (1962-1965) ha sido el acontecimiento eclesial más importante del siglo XX. Muy pocos eventos provocarán tantos y tan profundos cambios como el concilio. Nunca la iglesia estará suficientemente agradecida al “buen papa Juan XXIII”. Hombre de Espíritu (con mayúscula), supo abrirse y “leer los signos de los tiempos” que clamaban por ese abrir puertas y ventanas de la iglesia…
Él las abrió sin miedo. Entró por ellas un aire fresco que significó un nuevo pentecostés, el Espíritu con todos sus dones y su fuerza para concretarlos; también los dolores, las angustias y las esperanzas de hombres, mujeres, niños, trabajadores, científicos… reclamando respuestas actuales a problemas actuales…
Y desde las ventanas, “los de dentro” pudieron ver el mundo con otros ojos: observar las miserias, sí, pero también las manos de tantos hombres y mujeres de buena voluntad -creyentes y no creyentes- afanadas en construir otro mundo mejor y esperando que la iglesia toda se sumara…
De ese pentecostés, el día 11 de Octubre conmemoramos los 50 años. Y el papa Benedicto XVI ha querido que dediquemos 12 meses a celebrar “El Año de la Fe”, en otras palabras, un retiro de 365 días para renovar profundamente nuestra fe. Renovación significa “volver a lo nuevo” y, para los cristianos, lo nuevo es el evangelio. Igual que el Vaticano II significó un apropiarse lo central del mensaje evangélico, un mirarse en el espejo de las primeras comunidades cristianas preocupadas por concretar el mandamiento del amor, este año que iniciamos tiene que llevarnos a lo mismo.
Desde las ventanas abiertas de nuestra iglesia en el siglo XXI, abrir bien los ojos y oídos para escuchar los reclamos y exigencias del mundo de hoy y por las puertas abiertas, permitir gozosamente que entren -creyentes y no creyentes- que nos digan qué signos y gestos son los más evangélicos hoy, qué esperan de nosotros como fidelidad a Cristo y su evangelio.
Nuestro mayor pecado, al celebrar los 50 años del Vaticano II, sería encerrarnos en nuestros “castillos bien defendidos”. Y nuestro mayor acierto, abrirnos al Espíritu -el protagonista de la misión- para no defraudar las esperanzas de los hombres de hoy, especialmente los pobres, los preferidos del Reino.
Escrito por José Maria Rojo, Director de Comuniciones de la Diócesis de Lurín, Lima-Perú
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