Carlos Ayala Ramírez (*)
La tercera parte del libro del papa Francisco “Soñemos Juntos” se titula “Tiempo para actuar”. Como hemos visto, en la primera parte (Tiempo para ver), se examinó la realidad desde la periferia; en la segunda (Tiempo para elegir), se establecieron los criterios para discernir la realidad, diferenciar lo que construye de lo que destruye, lo que humaniza de lo que deshumaniza y en la tercera parte (Tiempo para actuar), se proponen una mirada nueva y pasos concretos que posibiliten el camino hacia un futuro mejor, cuyo horizonte sea un mundo fraterno e inclusivo.
La nueva mirada se enfoca, en principio, en torno a la conceptuación del significado de “pueblo”. Es un término clave porque el protagonista principal de la nueva cultura del encuentro y del cuidado tendrá que ser el pueblo. El Papa describe rasgos esenciales que conforman el concepto que, con frecuencia, se encuentra vaciado de contenido. Citamos algunos que apuntan a su dinamismo: un pueblo está unido por su memoria atesorada en la historia, las costumbres, los ritos (religiosos o no) y otros vínculos; al inicio de la historia de todo pueblo hay una búsqueda de dignidad y libertad, una historia de solidaridad y lucha; del mismo modo que un pueblo toma conciencia de su dignidad compartida en tiempos de conflicto, guerra y adversidad, también puede olvidar esa conciencia; en tiempos de paz y prosperidad, siempre está el riesgo de que el pueblo pueda disolverse en una mera masa, sin un principio integrador que lo una. Por eso, hablar de un pueblo es apelar a la unidad, sin olvidar que es una unidad en la diversidad.
Asimismo, el Papa menciona las consecuencias que pueden derivarse cuando se rompe el vínculo que unifica y da identidad. Enunciamos algunas: el centro de poder vive a expensas de la periferia; el pueblo se divide en bandos que compiten entre sí y los explotados y humillados pueden arder de resentimientos frente a las injusticias; en vez de pensar en nosotros mismos como miembros de un solo pueblo, competimos por el dominio y convertimos contraposiciones en contradicciones; un pueblo debilitado y dividido se vuelve presa fácil para las más diversas colonizaciones.
Y luego, Francisco plantea un atributo paradójico: los tiempos de tribulación ofrecen la posibilidad de que aquello que oprime al pueblo – tanto interna como externamente – pueda ser derrocado y pueda comenzar un nuevo tiempo de libertad. Las crisis pueden permitir que el pueblo recupere su memoria y, por tanto, su capacidad de acción, su esperanza. A pesar del constante desgaste social, en todos los pueblos perdura una reserva de valores fundamentales. El Papa los denomina el “alma del pueblo”, esto es: la lucha por la vida desde la concepción a la muerte natural, la defensa de la dignidad humana, el amor por la libertad, la preocupación por la justicia y la creación, el amor de la familia y la fiesta. Este tiempo de acción, pues, exige recuperar el protagonismo de los pueblos y el sentido de pertenencia, de sabernos parte de un pueblo al que debemos cuidar y potenciar.
Ahora bien, respecto a los pasos concretos que pueden contribuir a que el pueblo sea sujeto de su propia historia y a la humanización del mundo, Francisco propone actitudes y acciones que nos comprometen en lo pequeño, pero sin perder la perspectiva del gran sueño: constituirnos en familia humana. Enunciamos algunas:
En primer lugar, frente al individualismo y la indiferencia, se propone el ejercicio de la solidaridad entendida no solo como actos de generosidad, sino, sobre todo, como la invitación a abrazar la realidad unidos por lazos de reciprocidad. La solidaridad no es compartir las migajas de la mesa, sino hacer, en la mesa, lugar para todos.
El Papa lamenta que esta es una perspectiva asunte en las narrativas políticas contemporáneas, ya sean liberales o populistas, donde se considera a la sociedad poco más que un conjunto de intereses que coexisten, y sospechan del lenguaje que valora los lazos de la comunidad y la cultura. Es interesante, observa el Papa, notar cómo las corrientes neoliberales han buscado marginar del escenario político cualquier debate significativo sobre el bien común y destino universal de los bienes.
En segundo lugar, ante la inequidad y la exclusión, se plantea la necesidad de poner límites a una economía que empobrece y margina. Francisco afirma que el extraordinario aumento de la desigualdad en las últimas décadas no es una fase de crecimiento, sino de un freno al mismo y el origen de muchos males sociales del siglo XXI.
Denuncia que poco más del uno por ciento de la población mundial es dueña de la mitad de la riqueza existente, que el mercado está cada vez más desconectado de la moral, que privilegiar el lucro y la competencia sobre todas las cosas ha significado una extraordinaria riqueza para unos pocos y pobreza y privación a millones de seres humanos. En este plano, el compromiso concreto es establecer metas para el sector empresarial que, sin negarlo, vayan más allá del valor para los accionistas y tomen en cuenta otros tipos de valores que salvarán a todos: la comunidad, la naturaleza y el trabajo digno.
En tercer lugar, para contrarrestar las formas mezquinas, corruptas e inmediatistas de hacer política, se formula una nueva visión y práctica de la política, que no sea solo manejar el aparato estatal y hacer campaña para la reelección. Hay que rehabilitar la política con mayúscula, sostiene el Papa, es decir, el servicio al bien común. En esta línea, afirma que necesitamos políticos apasionados por la misión de garantizar para todo su pueblo las tres “T”: tierra, techo y trabajo, junto con educación y la atención de la salud. Políticos que sirvan al pueblo y no que se sirvan de él, que caminen junto a los que representan, que lleven con ellos el olor de los barrios a los que sirven. Esta política será el mejor antídoto para toda forma de corrupción.
Urge, dice el Papa, una clase política y dirigente capaz de inspirarse en la parábola del buen samaritano, donde se muestra cómo podemos desarrollar nuestra vida, vocación y misión: reconocer y acercarse a la miseria es el primer paso; el segundo consiste en responder de manera específica e inmediata, porque un acto concreto de misericordia es siempre un acto de justicia; el tercer paso – necesario si no queremos caer en el mero asistencialismo – es abrirnos a las reformas estructurales. Una política auténtica diseña estos cambios junto con, y a través de, todos los actores, respetando su cultura y su dignidad.
Estos, entre otros, son los compromisos y acciones que pueden abrirnos el camino hacia un futuro mejor, encarando responsablemente los problemas y desafíos que configuran nuestro mundo.
(*) Profesor del Instituto Hispano de la Escuela Jesuita de Teología (Universidad Santa Clara, CA). Profesor de la Escuela de Liderazgo Hispano de la Arquidiócesis de San Francisco, CA. Profesor jubilado de la UCA El Salvador; exdirector de radio universitaria YSUCA.
@AyalaYsuca
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