Carlos Ayala Ramírez (*)
Hemos iniciado un nuevo año litúrgico cuyo primer período es el tiempo de Adviento. Como se sabe Adviento significa venida o llegada del Mesías esperado, la cual es vista en una triple dimensión: Jesús vino (nacido de María de Nazaret), está viniendo (en los signos de los tiempos) y vendrá (al final de la historia). La Iglesia primitiva usó la palabra adventus para indicar que Dios nos ha visitado en Cristo y se ha quedado a vivir entre nosotros, por lo que podemos encontrarlo en nuestra propia historia. Él es la presencia visible del Misterio invisible.
En Adviento, por tanto, se unen pasado, presente y futuro. Es un tiempo de alegría anticipatoria. Es también de preparación arrepentida para un futuro que está por venir. Desde luego, esta alegría anticipatoria y futura no es vaga y genérica, sino muy concreta. Los textos tomados del profeta Isaías para los domingos de Adviento hablan del anhelo de Israel y de la promesa, por parte de Dios, de una clase diferente de mundo.
Isaías 11, 1-10 expresa la esperanza de un rey ideal sobre el cual descansará el Espíritu del Señor. Con justicia juzgará a los pobres y decidirá con equidad en favor de los humildes. Su reinado significará el final de la violencia: el lobo vivirá con el cordero, el leopardo se tenderá con el cabrito, y nadie causará heridas ni destrucción. En el capítulo 2, versos del 1 al 5, se expresa la esperanza de un mundo en paz: las naciones de las espadas forjarán arados y de las lanzas, podaderas, y no se adiestrarán ya para la guerra. Y en el capítulo 61 se habla de uno a quien ha ungido el espíritu de Dios, su tarea es “dar la Buena Noticia a los pobres, curar los corazones desgarrados y anunciar la liberación a los cautivos”.
Los textos bíblicos hablan, sobre todo, de una esperanza contra toda esperanza. Isaías 35, 1-10, proclama que la cercanía de Dios traerá fraternidad, libertad e igualdad. Valores fundamentales en un mundo donde parece predominar el fratricidio, la opresión y la inequidad. La descripción que se hace es elocuente:
El desierto y la tierra reseca se regocijarán, el arenal de alegría florecerá […] Fortalezcan las manos débiles, afirmen las rodillas vacilantes. Digan a los cobardes: sean fuertes, no teman; ahí está su Dios que trae el desquite, viene en persona, los desagraviará y los salvará […] Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como ciervo el tullido, la lengua del mudo cantará.
La esperanza del Adviento, pues, se caracteriza por ser el tiempo del deseo, de los anhelos, del nuevo comienzo, de la soledad convertida en solidaridad, de las transformaciones radicales que posibilitan justicia social, económica y ecológica.
Ahora bien, situados en un mundo dominado por la pandemia del Covid-19 que sigue causando cientos de miles de muertes y una vulnerabilidad permanente, ¿qué puede significar el Adviento entendido como un hacer memoria de la cercanía de Dios y su consecuente esperanza? Digamos, ante todo, que, para captar esa presencia esperanzadora es preciso “vivir despiertos”. Esta es la primera llamada que se hace en la liturgia de la palabra.
El teólogo José Antonio Pagola da unos significados sobre este modo de estar en la realidad que son a la vez personales y políticos, íntimos y públicos. “Vivir despierto”, afirma, significa no caer en el escepticismo y la indiferencia ante la marcha del mundo. No dejar que nuestro corazón se endurezca. No quedarnos solo en quejas, críticas y condenas. Significa vivir con pasión la pequeña aventura de cada día. No desatendernos de quien nos necesita. Seguir haciendo esos pequeños gestos que aparentemente no sirven para nada, pero que sostienen la esperanza de las personas y hacen la vida un poco más llevadera. Significa despertar nuestra fe, buscar a Dios en la vida y desde la vida, intuirlo muy cerca de cada persona. Estar despiertos o vigilantes es, en definitiva, no dejarse llevar por el desánimo, es vivir en la esperanza.
El papa Francisco, hablando de la esperanza en medio del Covid-19 y de las sombras densas de la injusticia, el racismo, la depredación ambiental y el hambre, entre otras, ha dicho que esta pandemia “nos permitió rescatar y valorizar a tantos compañeros y compañeras de viaje que, en el miedo, reaccionaron donando la propia vida. Ellos son fuente de esperanza porque fueron testimonio de cercanía y ternura. Nos enseñaron a reconocer “cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes que sin lugar a dudas, escribieron los acontecimientos decisivos de nuestra historia compartida: médicos, enfermeros y enfermeras, farmacéuticos, empleados de los supermercados, personal de limpieza, cuidadores, transportistas, hombres y mujeres que trabajan para proporcionar servicios esenciales y seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas… comprendieron que nadie se salva solo”.
Desde ese testimonio, el papa invita a caminar en la esperanza “enraizada en lo profundo del ser humano, independientemente de las circunstancias concretas y los condicionamientos históricos en que vive”. Esperanza entendida como “una sed, una aspiración, un anhelo de plenitud, de vida lograda, de un querer tocar lo grande, lo que llena el corazón y eleva el espíritu hacia cosas grandes, como la verdad, la bondad y la belleza, la justicia y el amor” […]. Esperanza que “sabe mirar más allá de la comodidad personal, de las pequeñas seguridades y compensaciones que estrechan el horizonte, para abrirse a grandes ideales que hacen la vida más bella y digna”.
El tiempo de Adviento, pues, está vinculado a la esperanza humana y cristiana. Por eso sus principales llamados son a vivir cada instante de forma consciente y salir del estado de amnesia, apatía e indolencia. Es el tiempo para despertar a la realidad. Estar presto para lo que todavía no es, pero que tiene no solo posibilidades, sino necesidad de realización: hablamos de libertad, igualdad y fraternidad. Hablamos de garantizar la vida digna y la justicia para las distintas modalidades de pobres que existen en el mundo de hoy.
Adviento, es tiempo para estar conscientemente en la realidad: la inmediata (el Covid-19) y las pandemias ocultas del hambre, la pobreza y las carencias de oportunidades. Es tiempo para pensar la refundación de nuestro mundo sobre bases de justicia y fraternidad. Es tiempo de la reacción compasiva, porque la esperanza es un estilo de vida, una manera de afrontar el futuro de forma activa y confiada, sin dejarse atrapar por el derrotismo. Así, se reaviva la esperanza.
(*) Profesor del Instituto Hispano de la Escuela Jesuita de Teología (Universidad de Santa Clara, CA). Profesor jubilado de la UCA El Salvador; exdirector de Ysuca.