Carlos Ayala Ramírez (*)
Como se sabe, uno de los temas centrales de la teología cuaresmal es la conversión. En esta línea, es clave el siguiente texto del evangelista Marcos: “El tiempo de la espera ha terminado. El Reino de Dios está llegando. Cambien de vida. Crean en la Buenas Noticia”. Una interpretación del texto indica que la proximidad del Reino no es, sin más, una buena noticia en la que se puede creer sin un cambio profundo. El verbo griego que se traduce “convertirse” significa ponerse a pensar, revisar el enfoque de la vida, reajustar la perspectiva, cambiar de mentalidad. En hebreo, la palabra “conversión” viene de la metáfora volverse: volver a dar la cara cuando uno ha vuelto la espalda, volver a un puesto del que uno se ha alejado. Ambos significados remiten a transformaciones necesarias y de fondo. Cambiar lo que debe ser cambiado, enderezar lo torcido, buscar la justicia, eliminar los miedos, egoísmos, tensiones y esclavitudes que obstaculizan el crecimiento humano.
La Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II, asocia la Cuaresma a una conversión que no debe ser solo interna e individual, sino también externa y social. La expresión bíblica para nombrar el fruto de este adiestramiento personal y comunitario es “metanoia”, que indica tener otro camino para andar, un sendero para un nuevo comienzo más esperanzador.
Ahora bien, en la tercera exhortación del papa Francisco Gaudete ex exultate, sobre la llamada a la santidad en el mundo actual, se habla de las ideologías que mutilan el corazón del evangelio. En este sentido se señalan dos errores nocivos. Por una parte, el de los cristianos que separan las exigencias del evangelio de su experiencia personal con el Dios de Jesús (exterioridad sin interioridad). Por este camino el texto advierte el peligro de convertir el cristianismo en una especie de ONG, quitándole la mística luminosa (fe encuentro con el Señor). Pero, en segundo lugar, para la exhortación no menos grave es el error “de quienes viven sospechando del compromiso social de los demás, considerándolo algo superficial, mundano, secularista, inmanentista, comunista, populista. O lo relativizan como si hubiera otras cosas más importantes…” (interioridad sin exterioridad).
Frente a estos errores, el obispo de Roma ha recordado con vehemencia el criterio evangélico donde se postula que Cristo ha unificado todo en sí: cielo y tierra, Dios y hombre, tiempo y eternidad, carne y espíritu, persona y sociedad, interioridad y exterioridad. En consecuencia, se llama a unificar lo que, en principio, ha estado unido para evitar las deformaciones teórico-prácticas de la vida cristiana.
En esta perspectiva, de unificar lo que tiende a separarse o a verse de forma unilateral, San Óscar Romero – cuyo 39 aniversario de su martirio conmemoramos este 24 de marzo – puede ser de gran ayuda. El afirmaba que el Concilio Vaticano II, “nos ha enseñado a mirar a Cristo y, desde Cristo, a cada hombre, y entonces miramos en el rostro de cada hombre (…) el rostro de Cristo, que también es el rostro de un hombre sufrido, el rostro de un crucificado, el rostro de un pobre. Y en el rostro de cada hombre aprendemos a ver el rostro de Cristo”.
San Romero distinguió entre conversión (cambio personal) y transformación (cambio estructural). Pero la distinción no anula la relación. Por eso aseveraba que, así como el pecado personal y estructural es concreto, también debe serlo la conversión y la transformación social. Planteó la necesidad de “descubrir los mecanismos sociales que hacen del obrero o del campesino personas marginadas”, para “no ser cómplices de esa maquinaria que está haciendo cada vez gente más pobre, marginados, indigentes. Solo por ese camino se podrá encontrar paz con justicia”. Desde ese horizonte insistía en que la esperanza humana y cristiana, cuando se hace concreta, “está unida a la justicia social”, a la mejora real de la persona, “sobre todo de las mayorías, a la defensa del derecho a la vida, a la educación, a la vivienda, a la medicina, al derecho de organización”.
Y junto a la exigencia de transformaciones estructurales, también planteó la necesidad de la conversión personal. En este plano, es muy contundente el pedido que hace San Romero a los cristianos y a los hombres y mujeres de buena voluntad:
“Ante un mundo que necesita transformaciones sociales evidentes, cómo no le vamos a pedir a los cristianos que encarnen la justicia del cristianismo, que la vivan en sus hogares y en su vida, que traten de ser agentes de cambio, que traten de ser hombres y mujeres nuevos. Porque de nada sirve cambiar estructuras si no tenemos hombres y mujeres nuevos que manejen esas estructuras. El cambio que predica la Iglesia es a partir del corazón del hombre. Hombres y mujeres nuevos que sepan ser fermento de sociedad nueva”.
Sin duda que para Monseñor el cambio del corazón (lo más profundo de cada uno) es uno de los presupuestos básicos para que las nuevas estructuras no se vuelvan opresoras como las anteriores. Y en la necesidad de conversión incluía a la propia Iglesia. Hablaba de la conversión de la Iglesia al Reino, al pobre, al que sufre. Esta era para san Romero la verdadera conversión que necesita la Iglesia. En esa línea, hace suyo el mensaje proclamado por los padres del Concilio Vaticano II a todo el mundo, en el que expresan un radical compromiso: ser una Iglesia convertida a Jesús y a los pobres.
Desde luego que, para el santo Romero, “el lugar” desde el que se realiza la conversión y la transformación es decisivo. Explica que la Iglesia ha recobrado el más originario lugar para ambos procesos: “volver nuestra alma hacia los más humildes, los más pobres, los más débiles, e imitando a Cristo, hemos de comparecernos de las turbas oprimidas por el hambre, por la miseria, por la ignorancia, poniéndola constantemente ante nuestros ojos a quienes, por falta de los medios necesarios, no han alcanzado todavía una condición de vida digna del hombre”.
(*) Profesor del Instituto Hispano de la Escuela Jesuita de Teología, Universidad de Santa Clara, EE.UU. Profesor de la Escuela dLiderazgo Hispano de la Arquidiócesis de San Francisco, CA. Docente jubilado de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA) de El Salvador.