Carlos Ayala Ramírez *
El buen amigo, músico y cantautor Guillermo Cuéllar escribió hace algunas décadas (1980), cuando San Óscar Romero era el arzobispo de la Arquidiócesis, un canto cuya letra gustó mucho al obispo mártir y que hoy se sigue cantando con gran entusiasmo y esperanza en comunidades y parroquias. Hablamos del Gloria de la Misa popular salvadoreña, vinculada a la celebración del Divino Salvador del Mundo, patrono de El Salvador. Fiesta popular, Jesús Salvador, necesidad de liberación y pueblo dignificado, son los temas desde los que se construye la canción. La festividad del Divino Salvador, celebrada en agosto, es una ocasión propicia para reflexionar sobre estos valores.
“Vibran los cantos explosivos de alegría, voy a reunirme con mi pueblo en catedral. Miles de voces nos unimos ese día para cantar en nuestra fiesta patronal”. Se sabe que la dimensión festiva es una de las más patentes de la religiosidad popular. No hay que demostrarlo, está ahí bien a la vista. La religiosidad del pueblo consiste, ante todo, en el giro interminable de la rueda de sus fiestas. Según el teólogo Leonardo Boff, la grandeza de una religión, cristiana o no, reside en gran parte en su capacidad de celebrar y de festejar a sus santos y maestros, los tiempos sagrados, las fechas fundacionales. En las fiestas, el practicante celebra la alegría de su fe en compañía de hermanos y hermanas que comparten sus mismas convicciones, oyen la misma palabra sagrada y se sienten próximos a Dios.
La fiesta, por tanto, pretende la explosión o el resquebrajamiento de cualquier situación concreta que se experimente como estrecha y opresora. Posee una dinámica emancipadora que conduce a liberarse de las coacciones compulsivas con que el sistema social agobia y apesadumbra al ser humano. Esta sensibilidad, sin embargo, está amenazada por el mundo actual, donde la fiesta tiende a quedar reducida a diversión, entretenimiento y vacación. Y a pesar de todo, lo que de este tiempo pasajero permanece para siempre es aquello de que están grávidos los momentos de dicha, amor, esperanza, donación, y agradecimiento, implícitos en el sentido de la fiesta.
“Gloria al Señor, gloria al Señor, gloria al patrón de nuestra tierra El Salvador, no hay redención de otro Señor, solo un patrón nuestro, Divino Salvador”. Según Jon Sobrino, los títulos o nombres que se le asignan a Jesús son modelos teóricos para expresar, desde la fe, su especial realidad, revelada en toda su vida. Por su contenido, unos títulos expresan directamente la relación de Jesús con el reino de Dios (“Mesías”, “Hijo de Hombre”); otros, su relación con Dios (“Hijo de Dios”, “palabra”). Por lo que toca al momento de la existencia de Jesús, unos explican el significado de su vida terrena (“Profeta”, “Siervo”, “Sacerdote”); otros, su significado a lo largo de la historia (“Señor”, “Salvador”); otros, su realidad trascendente (“preexistente”, “Dios”).
El título “Salvador” remite al problema central de los cristianos del Nuevo Testamento: la posibilidad de salvación. La salvación, explica Sobrino, es un concepto complejo, pues depende de las opresiones y necesidades plurales de los seres humanos, de las cuales deben ser salvados. En lenguaje antropológico, salvar significa superar la deshumanización de lo humano. En conceptualización religiosa, supone superar la distancia entre Dios y los seres humanos, distancia que se ahonda éticamente por el pecado. Para el Nuevo Testamento, Cristo es el mediador de esa salvación. Dicho de forma más directa: ser salvador, eso es lo que ha aparecido en Jesús.
“Por ser el justo y defensor del oprimido, porque nos quieres y nos amas de verdad, venimos hoy todo tu pueblo decidido, a proclamar nuestro valor y dignidad”. Cuenta el teólogo José Antonio Pagola que las primeras tradiciones cristianas describen a Jesús como alguien que pone en marcha un profundo proceso de sanación tanto individual como social. Esa fue su intención de fondo: curar, aliviar el sufrimiento, restaurar la vida. Por eso, las curaciones que Jesús lleva a cabo en el nivel físico, psicológico o espiritual son el símbolo que mejor condensa e ilumina la razón de su vida. Jesús no cura de manera arbitraria o por afán sensacionalista (no busca impresionar a nadie). Lo que busca es la salud integral de las personas: que todos los que se sienten abatidos, enfermos, rotos o humillados puedan experimentar la salud como signo de un Dios amigo que quiere para el ser humano vida y salvación.
“Ahora, Señor, podrás ser tú glorificado, tal como antes allá en el Monte Tabor, cuando tú veas a este pueblo transformado y haya vida y libertad en El Salvador”. Salvación y liberación son términos fundamentales para expresar la acción divina. En Éxodo se manifiestan de manera admirable las características esenciales del Dios de Israel: actúa por amor compasivo hacia los que llama su pueblo; conoce bien los sufrimientos de los suyos, oye sus clamores y no permanece indiferente, porque el sufrimiento y el clamor de los desvalidos conmueve su corazón, y, en consecuencia, reacciona liberando. En el Nuevo Testamento, dichos términos se usan para caracterizar la acción y mensaje de Jesús de Nazaret. Él ha venido para que haya vida, y vida plena.
“Pero los dioses del poder y del dinero se oponen a que haya transfiguración, por eso ahora vos, Señor, sos el primero en levantar tu brazo contra la opresión”. El Dios de Jesús y Jesús Salvador se enfrentan a otros dioses, no porque sean su competencia, sino porque su proceder es injusto. Ese Dios que es el primero en levantar su brazo contra la opresión está claramente descrito en el Salmo 82: “Dios se levanta en la asamblea divina, rodeado de dioses juzga. ¿Hasta cuándo darán sentencias injustas poniéndose de parte del culpable? Defiendan al débil y al huérfano, hagan justicia al humilde y al necesitado, salven al débil y al pobre, liberándolo del poder de los malvados”.
Medellín, ese espléndido documento de la Iglesia latinoamericana, dice que es el mismo Dios quien, en la plenitud de los tiempos, envía a su Hijo para que, hecho carne, venga a liberar a todos los hombres y mujeres de las esclavitudes a que los tiene sujetos el pecado, la ignorancia, el hambre, la miseria y la opresión, la injusticia y el odio que tienen su origen en el egoísmo humano.
En suma, toda la vida de Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia, su generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su entrega total, es lo que lleva a la confesión de que Jesús es salvador. Sin duda, para los cristianos es fundamental confesar a Jesús como “Hijo de Dios”, “Redentor”, “Sumo y Eterno Sacerdote”, “Salvador del Mundo”. Eso es bueno y justo, pero no hay que olvidar que para los primeros cristianos eso significó mucho más que una adhesión doctrinal; implicó una relación vital con Jesús y seguir el proyecto del Reino de Dios y su justicia en la historia.
(*) Profesor del Instituto Hispano de la Escuela Jesuita de Teología, Santa Clara, University y profesor de la Escuela de Liderazgo Hispano de la Arquidiócesis de San Francisco. Profesor jubilado de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA) de El Salvador.
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