Carlos Ayala Ramírez (*)
Hemos conocido el Documento final del Sínodo sobre la región Amazónica. Contiene 120 puntos y cinco capítulos que nos remiten a cinco conversiones ineludibles por la naturaleza y gravedad del problema abordado: (I) conversión integral; (II) conversión pastoral; (III) conversión cultural;(IV) conversión ecológica; y (V) conversión sinodal. La necesidad y urgencia de poner en práctica nuevas formas de pensar, sentir, vivir y convivir, se derivan de un contexto complejo de crisis ecológica que exige ir más allá de un cambio individual. Requiere conversión estructural y comunitaria, porque “el pecado ecológico” está en las estructuras tecnológicas, económicas, culturales, religiosas y políticas.
En el texto se define este pecado como una “acción u omisión contra Dios, contra el prójimo, la comunidad, las futuras generaciones y el ambiente. Un pecado que se manifiesta en actos y hábitos de contaminación y destrucción de la armonía del ambiente, transgresiones contra los principios de interdependencia, ruptura de las redes de solidaridad y contra la justicia” (n.82).
Para sopesar la magnitud del pecado ecológico que se comete en esta región y su impacto en el planeta, citemos algunos de los datos que se ofrecen en el documento: la Amazonía es un extenso territorio con una población estimada en 33.600.000 habitantes, de los cuales entre 2 y 2,5 millones son indígenas; es un espacio que se extiende por 9 países: Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Brasil, Guyana, Surinam y Guayana Francesa; es una región esencial para la distribución de las lluvias en América del Sur y contribuye a los grandes movimientos de aire alrededor del planeta; en la actualidad es la segunda área más vulnerable del mundo con relación al cambio climático por la acción directa del hombre (n.6).
Para mostrar lo mortal del mal se mencionan, entre otros, la apropiación y privatización de bienes de la naturaleza, como la misma agua; las concesiones madereras legales y el ingreso de madereras ilegales; los megaproyectos no sostenibles (hidroeléctricas, concesiones forestales, talas masivas, monocultivos, carreteras, hidrovías, ferrocarriles y proyectos mineros y petroleros); la contaminación ocasionada por la industria extractiva y los basureros de las ciudades y, sobre todo, el cambio climático (n.10).
Las consecuencias sociales de estos males tienen también un carácter mortal: enfermedades derivadas de la contaminación, grupos armados ilegales, la violencia contra la mujer, la explotación sexual, el tráfico y trata de personas, la venta de órganos, el turismo sexual, la pérdida de la cultura originaria y de la identidad, la criminalización y asesinato de líderes y defensores del territorio. Entre los victimarios están los intereses económicos y políticos de los sectores dominantes, con la complicidad de algunos gobernantes. Y las víctimas son los sectores más vulnerables, los niños, jóvenes, mujeres y la hermana madre tierra (n.10).
Para los participantes de este sínodo, el clamor de la tierra, el grito de los pobres y de los pueblos de la Amazonía, nos llama a una verdadera conversión integral, con una vida simple y sobria, alimentada por una espiritualidad ecológica, al estilo de San Francisco de Asís, ejemplo de conversión integral vivida con alegría y gozo cristiano (n.17). Este llamado está en sintonía con lo que el papa Francisco propuso en la carta encíclica Laudato si, en el sentido de cultivar comportamientos de gratitud y gratuidad, “es decir, el reconocimiento del mundo como un don recibido del amor del Padre, que provoca como consecuencia actitudes gratuitas de renuncia y gestos generosos”. Convertirnos a un nuevo modo de estar en el mundo, ya no sobre las cosas, sino junto a ellas. Por ello, la espiritualidad ecológica “implica la amorosa conciencia de no estar desconectados de las demás criaturas, de formar con los demás seres del universo una preciosa comunión universal”. En consecuencia, el ser humano ya “no entiende su superioridad como motivo de gloria personal o de dominio irresponsable, sino como una capacidad diferente, que a su vez le impone una grave responsabilidad que brota de su fe”. En pocas palabras, se trata de fomentar la ética del cuidado como modo de ser que, asume y supera el pecado ecológico.
La defensa de la vida en la Amazonía, pues, requiere de una profunda conversión personal, social y estructural. La Iglesia está incluida en esta llamada a desaprender, aprender y reaprender, para superar así cualquier tendencia hacia modelos colonizadores que han causado daño en el pasado (n.81). De ahí que se hable de la necesidad de una Iglesia Amazónica (con rostro de los pueblos originarios); encarnada (haciéndose cargo del grito de los pobres y de la tierra); una Iglesia Magdalena (que se sienta amada y reconciliada, que anuncia con gozo y convicción a Cristo crucificado y resucitado); una Iglesia mariana (que genera hijos a la fe y los educa con cariño y paciencia aprendiendo también de las riquezas de los pueblos). Una iglesia servidora, kerigmática, educadora, inculturada (n.22).
Desde el horizonte del “buen vivir” – forma ideal de vida para muchos pueblos originarios – el texto conclusivo plantea la alternativa de una economía solidaria, sostenible y ecológica, tanto a nivel local como internacional (n.73). No se trata de intenciones ilusas, sino de alternativas que hagan posible la vida para todos.
(*) Profesor de la escuela de Liderazgo Hispano (arquidiócesis de San Francisco), profesor del Instituto Hispano de la Escuela Jesuita de Teología (Santa Clara University). Exdirector de Radio YSUCA.
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