Recordamos a este gran comunicador tomando prestadas las palabras de Mons. Gregorio Rosa Chávez, Pedro Casaldáliga y koinonia.
Mons. Gregorio Rosa Chávez, recuerda así a Mons. Romero:
Monseñor Romero fue un “mártir de la comunicación social”, porque combatió como David contra Goliat, llevando en su honda -aquí habría que quitar la hache y decir “poniendo en la onda radial”-. Únicamente el arma de la palabra libre y liberadora del profeta de Dios, una palabra “tajante como espada de dos filos”. Es un honor para nosotros recordar que murió detrás de un micrófono, dos segundos después de su última homilía.
Cuando llegaba el momento de la homilía, El Salvador entero estaba pegado a su aparato de radio: la mayoría escuchaba a Monseñor para saber qué pasaba en el país y cómo había que juzgar los acontecimientos; otros, unos pocos, pero muy poderosos, lo hacía para ver cómo sorprender en error al pastor para luego atacarlo.
El ejemplo de Monseñor Romero inspira las mejores iniciativas en el mundo entero. La precariedad de los recursos con los que él contó, nos debe recordar algo que a veces se olvida cuando se pone el acento en las nuevas tecnologías: que antes de los instrumentos está esa realidad maravillosa que llamamos comunicación humana; y cuando decimos comunicación pretendemos ir más allá de la mera transmisión de datos: estamos hablando de diálogo, un diálogo que devuelve la palabra a los pobres y va construyendo un mundo nuevo, justo, fraterno y solidario.
Mons. Romero, fue un radialista apasionado
Monseñor Romero fue realmente un “radioapasionado”. Su compromiso con la emisora de la iglesia arquidiocesana era total. Y su amor a la Iglesia, entendida según las enseñanzas de Medellín y Puebla, lo llevará hasta el martirio.
Desde que lo conocí lo vi muy ligado a la radio. Estoy hablando de los tiempos anteriores al Concilio Vaticano Segundo, cuando yo era un joven estudiante del seminario y él, un celoso sacerdote que tenía a su cargo la catedral de San Miguel, en el oriente de El Salvador.
Dos momentos fuertes había en su agenda de comunicador: en primer lugar, un programa diario de treinta minutos llamado La oración de la mañana, que gozaba de gran audiencia dentro y fuera de la diócesis de San Miguel; el otro gran momento era la transmisión radial de la misa dominical comentada. Eran tiempos en que la misa se decía en latín y de espaldas al pueblo, y a veces también de espaldas a la historia. Además de los comentarios y la descripción de los ritos, el padre Romero tenía a su cargo la homilía. Ésa era su fórmula para hacer “radiofónica” una misa en latín.
Durante este periodo, la radio del arzobispado se convirtió en algo tan importante como el pan de cada día. La experiencia de comunión colectiva de los sectores más sufridos del país con la emisora de la Iglesia no tiene precedentes en la historia de la radiodifusión salvadoreña. La prueba más patente de eso era la misa dominical del arzobispo: a esa hora la audiencia de la radio era tan alta que uno tenía la impresión de que estábamos en una cadena nacional. La homilía duraba aproximadamente 45 minutos. En una ocasión duro dos horas y la gente no se aburría.
Monseñor Romero es un ejemplo a seguir: es el hombre comprometido con la verdad y con la justicia; es el educador que va transformando la masa en pueblo. Él mismo lo dijo en una memorable homilía es una cita bellísima. Dijo Monseñor el 5 de enero de 1978: “Dios quiere que nos salvemos como pueblo. No quiere una salvación aislada. De ahí que la Iglesia de hoy, más que nunca, está acentuando el sentido de pueblo. Porque la Iglesia no quiere masa, quiere pueblo. “¿Qué es el pueblo?” -pregunta Monseñor-, y nos da esta bella respuesta: “Pueblo es una comunidad de hombres y mujeres donde todos conspiran al bien común”.
Monseñor Arnulfo Romero, fue un líder creativo, así como Juan XXIII, percibió la necesidad del cambio en la iglesia. Romero vio con claridad el tipo de Iglesia que necesitaba la juventud latinoamericana: “La Iglesia de la Pascua”, dijo Mons. Gregorio Rosa Chávez, Obispo Auxiliar de San Salvador. Supo comunicar esa visión y transformar la Iglesia salvadoreña. “Y Romero, también se puso a la cabeza, fue adelante y dio la vida”
“Carta abierta al hermano Romero”, de Pedro Casaldáliga, 24 de marzo de 2005
No es que tú dejases de ser “institucional’ y comportado. Siempre me admiró en ti la alianza de la disciplina con la libertad, de la piedad tradicional con la Teología de la Liberación, de la profecía más arrojada con el perdón más generoso. Eras un santo haciéndose, en constante proceso de conversión. De ti se ha repetido edificadamente que eras un obispo convertido. Con Dios y con el Pueblo, sin dicotomías. “Yo, decías, tengo que escuchar qué dice el Espíritu por medio de su Pueblo…”. Tu homilía del 23 marzo de 1980, víspera de la oblación total, la titulaste precisamente así: “La Iglesia al servicio de la liberación personal, comunitaria, trascendente”.
Te recordamos tanto porque te necesitamos, Romero, hermano ejemplar. Tú nos animas, tú sigues predicándonos la homilía de la liberación integral. Tú sigues gritando “cese la represión”, a todas las fuerzas represivas en la Sociedad, en las Iglesias, en las Religiones. Tú nos adviertes que “el que se compromete con los pobres tiene que recorrer el mismo destino de los pobres: ser desaparecidos, ser torturados, ser capturados, aparecer cadáveres”, y nos recuerdas que, comprometiéndonos con las causas de los pobres, no hacemos más que “predicar el testimonio subversivo de las bienaventuranzas, que le han dado vuelta a todo”.
Oscar Arnulfo Romero nació el día de la asunción de la Virgen María, el 15 de agosto de 1917, en Ciudad Barrios de El Salvador. Era el segundo de siete hermanos, de una familia humilde. De niño se caracterizó por su carácter tímido y reservado, su amor por lo sencillo y lo sagrado y su enorme interés por las comunicaciones, afición que conservó durante toda su vida.
Fue ordenado sacerdote a los 25 años y su primera parroquia fue en San Miguel donde realizó su labor pastoral por más de 20 años. Oscar fue muy querido. Su don natural para la oratoria, junto con su capacidad de interpretar el sentir de su pueblo y enmarcarlo en el potencial de vida que la fe provee, convirtieron sus homilías y predicaciones en uno de los acontecimientos más importantes para los feligreses.
En medio de un ambiente de injusticia, violencia, temor y persecución de la Iglesia por defender los derechos humanos, Monseñor Romero fue nombrado Arzobispo de San Salvador el 3 de febrero de 1977. Su nombramiento sorprendió a muchos. Se había nombrado arzobispo no al auxiliar del arzobispo, sino al amigo del presidente Molina, al amigo de los cafetaleros, al que había criticado y despreciado la pastoral de la archidiócesis, etc. Las esferas gubernamentales y militares del país, así como las esferas del poder económico, se alegraban mucho del nombramiento, ya que ante la violencia desatada en El Salvador, Monseñor había adoptado más una actitud de resignación que de denuncia.
Sin embargo el 12 de marzo del mismo año, muere el padre Rutilio Grande. Un sacerdote consciente, activo y sobre todo comprometido con su fe. Frente al cadáver del padre Rutilio, en el vigésimo día de su arzobispado, Mons. Romero sintió el llamado de Cristo para vencer su natural timidez humana, una maduración lenta y progresiva había llegado a su punto y con motivo de este asesinato sin precedentes, decidió celebrar una misa única el 20 de marzo lo cual fue el primer signo de conflicto con los poderes del país, la jerarquía eclesiástica salvadoreña y algunos dicasterios de Roma, pero a la vez significó el principio y el signo visible de la unión con su clero, su pueblo y su fe en el Dios de la vida.
En el transcurso de su ministerio Arzobispal, Mons. Romero se convirtió en un implacable protector de la dignidad humana, sobre todo de los más pobres; esto lo llevó a emprender una actitud de denuncia contra la violencia y a enfrentar cara a cara los regímenes del mal. Nunca nadie pudo sobornar sus intenciones, ni mucho menos desmentir sus denuncias porque estaban basadas en preceptos de justicia y verdad.
Sus homilías se convirtieron en una cita obligatoria de todo el país cada domingo. Desde el púlpito iluminaba a la luz del Evangelio los acontecimientos del país y ofrecía rayos de esperanza para cambiar esa estructura de terror. Su fidelidad insobornable al evangelio le llevó a una muerte martirial el 24 de Marzo de 1980. Su muerte sancionó para siempre su vida conforme al Evangelio, con la renuncia total de sí mismo y su entrega a la causa de la cruz, con el Espíritu de las bienaventuranzas. koinonia.org
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