Sonia Távara* (EVARED) – Cada día, al despertar y empezar de nuevo, estamos llenos de rostros (en el trabajo, en la universidad, en el barrio), rostros que nos han acompañado años, otros recién apenas algunos meses, otros que van y vienen; pero todos tienen algo en común: son fieles testigos de nuestro mundo, aquel que construimos cada día, personas que se vinculan a nosotros gratuitamente, sin ningún afán, necesidad o deber. A esas personas yo les llamo, amigos.
Nuestros amigos son seres humanos valiosos, personas que acompañan la celebración de cada uno de nuestros aciertos y logros, que nos retan y aconsejan, pero también son personas que se conmueven con nuestras caídas y tristezas; de alguna forma viven con nosotros cada etapa de nuestras vidas, de forma silenciosa a veces, con mucha alegría en otras, involucrándose en nuestro caminar hasta ver el siguiente horizonte o simplemente estando presentes.
¿Quién nos dio este regalo? ¿Quién los puso en el camino para que todo fuera más fácil? Yo estoy convencida que Dios, quien con la necesidad de vernos acompañados y dejarnos ver su rostro a menudo, no dudó ni un segundo en brindarnos a estas personas especiales. Esto me hace recordar aquella historia de la biblia donde cuatro amigos llevan a su amigo paralítico ante Jesús para que lo sane.
Esta pequeña historia quizá resuma mejor lo que es un amigo de verdad. Primero, un amigo es alguien que no se espanta de lo que te está sucediendo y se queda a tu lado. En ese tiempo, donde tener algún tipo de estas enfermedades (como ser paralítico) era signo de haber pecado, los amigos se quedan con él; ellos no ven el pecado, ven a su amigo, lo quieren y ven más allá de cualquier ley humana.
Segundo, buscan el bien de este “paralítico”. Saben que Jesús está cerca, que llegó a Cafarnaúm, y desean esa gracia y ese perdón para el amigo enfermo. No se quedan inertes, encuentran la manera de llevarlo con Él, aunque les cueste, aunque parezca imposible, pues muchos estaban en búsqueda de Jesús para que también los sane. No les preocupa la inversión de tiempo porque en realidad eso no es lo importante, sino llevar salvación al amigo. Así, lo llevan en una camilla.
Tercero, para ingresar “rompen el techo”, porque sus esperanzas están puestas en Jesús y los mueve el amor que Él mismo predica. Ellos, a su modo, expresan ese amor fraterno que Jesús tiene con cada uno de nosotros y que lo lleva a entregarse hasta el extremo. Ellos llevan al amigo a la fuente de vida.
Cuarto, son testigos del milagro de amor y perdón. Este, al que acompañaron en su dolor, ha sido curado por el mismo Dios, Aquel que sembró en sus corazones el deseo de ayudarlo, el deseo de amar primero antes de juzgar o rendirse por el cansancio o por el dolor que veían.
Finalmente, creo que el milagro no sólo fue para el paralítico, sino también para los amigos, pues fueron testigos de un acto de amor del mismo Jesús y eso sembró luz en sus vidas. Seguramente celebraron esta amistad hasta el final de sus días y recordaron este hecho como la gracia de Dios con ellos.
Esto es lo que hace una amistad a la luz del mismo amor divino, nos trae luz, alegría y perdón. Dios no nos pensó solos, sino con amigos, que imitaran su amor con nosotros y Él también ahí, habita.
* Miembro de la Comisión de la pastoral juvenil jesuita