Mensaje de Pascua 2008.
Fr. Raúl Vera López, O.P.*
“En el mundo tendrán tribulación, pero ¡Ánimo! ¡Yo he vencido al mundo” (Jn 16,33)
“En el mundo tendrán tribulación, pero ¡Ánimo! ¡Yo he vencido al mundo” (Jn 16,33)
El anuncio de la Resurrección de Cristo a las Mujeres
El texto del evangelio de San Mateo que se nos propone este año durante la celebración de la Vigilia Pascual, describe así la visita que realizaron al sepulcro de Jesús, la madrugada del Domingo de Resurrección, algunas de las mujeres que habían estado presentes en su crucifixión y muerte; iban con la intención de ungir nuevamente su cuerpo: Transcurrido el sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. De pronto, se produjo un gran temblor porque el Ángel del Señor bajó del cielo, y acercándose al sepulcro hizo rodar la piedra que lo tapaba y se sentó encima de ella. Su rostro brillaba como el relámpago y sus vestiduras eran blancas como la nieve. Los guardias, atemorizados ante él, se pusieron a temblar y quedaron como muertos. El Ángel se dirigió a las mujeres y les dijo: “No teman. Ya sé que buscan a Jesús, el Crucificado. No está aquí; ha resucitado como lo había dicho. Vengan a ver el lugar donde lo habían puesto. Y ahora, vayan de prisa a decir a sus discípulos: ‘Ha resucitado de entre los muertos, e irá delante de ustedes a Galilea: allí lo verán’. Eso es todo”. Ellas, se alejaron a toda prisa del sepulcro, y llenas de temor y alegría, corrieron a dar la noticia a los discípulos (Mt. 28,1-8).
Son importantes los signos que rodean el mensaje del ángel a las mujeres y el mensaje mismo, nos colocan en una perspectiva semejante a la situación que vivieron los apóstoles Pedro, Santiago y su hermano Juan, ante la transfiguración de Jesús. Ahí Jesús muestra proféticamente ante ellos, esto que ahora están viviendo las mujeres ante el sepulcro vacío, sólo que los apóstoles vieron directamente a su Señor, primeramente, y después a Moisés y a Elías, resplandecientes en medio de la Gloria de Dios. Aquí no es Cristo directamente sino un ángel quien, reflejando en su rostro y en sus vestidos la Gloria de Dios, anuncia a las mujeres la resurrección de Cristo. Las mujeres son destinatarias de este anuncio, como lo fueron a su tiempo los pastores de Belén, a quienes se anunció el nacimiento del Salvador, en un contexto muy diferente al que están viviendo ellas, pero en medio de signos muy parecidos: la luz que rodea al mensajero, que resplandece en medio de la noche, quien es portador de un mensaje que infunde temor en un principio en sus destinatarios y destinatarias, pero termina por colmarles de una grande alegría (Cf. Lc 2, 9-14; Mt 28,5-8).
Pero ahí no terminó la conmoción para las mujeres, como nos narra el mismo evangelio: Ellas, se alejaron a toda prisa del sepulcro, y llenas de temor y alegría, corrieron a dar la noticia a los discípulos. De repente Jesús les salió al encuentro y las saludó. Ellas se le acercaron, le abrazaron los pies y lo adoraron. Entonces Jesús les dijo: “No tengan miedo. Vayan a decir a mis hermanos que se dirijan a Galilea Allí me verán” (Mt 28, 9-10).
El encuentro de las mujeres con Jesús, tiene en común con la escena de los pastores, el encuentro personal con ÉL; en Belén es con Él apenas nacido; aquí, en Jerusalén, con Él apenas resucitado. En ambos casos nos encontramos con lo inesperado, con lo que sobrepasa las expectativas humanas, es el encuentro con la acción trascendente de Dios en nuestra historia, que supera con mucho, nuestro limitado horizonte, ofuscado por el misterio del pecado.
El Bautismo y nuestra Inserción en la Pascua de Cristo
El texto de la Carta a los Romanos que se proclama durante la misma celebración de la Vigilia Pascual, es una lectura del sacramento del bautismo a la luz del misterio pascual de Cristo, es decir, san Pablo explica el bautismo relacionándolo con la muerte y resurrección de Cristo: Hermanos ¿No saben ustedes que todos los que hemos sido incorporados a Cristo Jesús por medio del bautismo, hemos sido incorporados a su muerte? En efecto, por el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, para que, así como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva (Rm. 6,3-4).
Pablo tiene presente el significado de la palabra “bautizar”, que tiene la misma raíz en la lengua griega que “sumergir”. El bautismo cristiano cuando empezó a practicarse en la primitiva Iglesia -y todavía así se hace en muchos lugares- se realizaba con la inmersión total en el agua del que era bautizado, de manera que eso se entiende como “sepultar”, hacer morir al hombre viejo, para que resurja el hombre nuevo a una vida distinta. Este misterio es posible, porque el bautismo nos incorpora a Cristo en su muerte y nos incorpora también en la novedad de su resurrección.
El apóstol continua profundizando el misterio que Cristo realiza en nosotros: Porque si hemos estado íntimamente unidos a él por una muerte semejante a la suya, también lo estaremos en su resurrección. Sabemos que nuestro hombre viejo fue crucificado con Cristo, para que el cuerpo del pecado quedara destruido, a fin de que ya no sirvamos al pecado, pues el que ha muerto, queda libre del pecado (Rm. 6,5-7). Se comprende que el bautismo no es algo momentáneo, que dura el tiempo que dura la ceremonia litúrgica y acaba cuando salimos del lugar en donde se realizó tal ceremonia. El morir con Cristo al pecado abre nuestra mente y nuestro corazón a un modo diferente de percibir la vida personal, familiar y social; es vivir responsablemente nuestra vida, íntimamente unidos a él, apartándonos continuamente del pecado, que ya no ha de tener cabida en nuestra vida.
Entender nuestro bautismo nos lleva a dejar atrás la mediocridad que no produce ningún efecto bueno en nosotros, ni en aquellos y aquellas con quienes compartimos la existencia en todos sus aspectos. Este cambio definitivo que Cristo ha iniciado por el bautismo en nuestra vida, crece y se perfecciona durante todo el tiempo que transcurra nuestra existencia en esta tierra y no solamente eso, sino que la vida nueva que vivimos en Cristo desde este mundo, abre nuestro destino a la eternidad. Por ello San Pablo afirma: Si hemos muerto con Cristo, estamos seguros de que también viviremos con él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no morirá nunca. La muerte ya no tiene dominio sobre él… ustedes, considérense muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús (Rm. 6, 8-9.11).
El Bautismo vivido como Discípulos Santos
Desde esta perspectiva que nos da el apóstol, comprendemos profundamente el significado que tiene la Resurrección de Cristo y los signos impresionantes que la acompañaron. Dios Uno y Trino, que se ha hecho cercano a nosotros mediante su poder manifestado en Cristo en su nacimiento y en el transcurso de toda su vida terrena, en la Resurrección Gloriosa de su amado Hijo, que surge del sepulcro, nos da no solamente la prueba más contundente del Señorío que Cristo ha recibido sobre toda vida humana y sobre la creación entera, que gime esperando la manifestación gloriosa de los hijos de Dios (Cf. Rm. 8,19), sino del amor misericordioso de Dios por nosotros los seres humanos y por todas sus criaturas.
Quienes hemos recibido el bautismo entendemos, desde la perspectiva de la Pascua de Jesús, el llamado universal a la santidad que Dios nos hace a todos los bautizados, porque el compromiso de ser santos y santas no afecta sólo a algunos cristianos: «Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (Cf. Juan Pablo II. Novo millenio inenunte n. 30. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 40). Preguntar a un catecúmeno, «¿quieres recibir el Bautismo?», significa al mismo tiempo preguntarle, «¿quieres ser santo?» Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña (Juan Pablo II. Novo op. cit n. 31), es decir, colocarlo en el camino del seguimiento de Jesús, para que sea su discípulo; significa darle conciencia de que el bautismo es la verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu. Sería un contrasentido bautizar personas y contentarse con que sean discípulos que se conducen con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial (Cf. Juan Pablo II, op. cit. n. 31).
El Bautismo vivido como Discípulos Misioneros
El discípulo que está bien fundamentado en la Roca de la Palabra de Dio se siente impulsado a llevar la Buena Nueva de la salvación a sus hermanos. Discipulado y misión son como las dos caras de una misma medalla: cuando el discípulo está enamorado de Cristo, no puede dejar de anunciar al mundo que sólo Él nos salva (Cf. Hch. 4, 12). El discípulo sabe que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro (Cf. Aparecida. Doc. Conclusivo de la V Asamblea Gral. del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, n. 146. Cf. Benedicto XVI, Discurso Inaugural en Aparecida n. 3). Desde esta perspectiva, y a la luz del misterio pascual, se entiende que la Evangelización es esencialmente el anuncio de la persona de Cristo Resucitado, restaurador del mundo y de la historia, evangelización que incluye la opción preferencial por los pobres, la promoción humana integral y la auténtica liberación cristiana (Aparecida, n. 146).
Al participar de esta misión, el discípulo camina hacia la santidad. Vivirla en la misión lo lleva al corazón del mundo. Por eso, la santidad no es una fuga hacia el intimismo o hacia el individualismo religioso, tampoco un abandono de la realidad urgente de los grandes problemas económicos, sociales y políticos de América Latina y del mundo y, mucho menos, una fuga de la realidad hacia un mundo exclusivamente espiritual (Aparecida, n. 148. Cf. Benedicto XVI, Discurso Inaugural en Aparecida n. 3).
El Bautismo vivido como Discípulos Justos que anhelan la realización del Plan de Dios en la Historia Humana.
Como lo hicimos notar en la reflexión que hicimos antes, en torno a la visita de las mujeres al sepulcro de Jesús, la madrugada del Domingo de Resurrección, con la intención de ungir su cuerpo, ellas fueron las primeras destinatarias del anuncio de la Resurrección de Cristo, primero de parte del ángel y después de parte de Jesús mismo a quien encontraron en su camino, con una experiencia muy semejante, aún dentro de contextos históricos muy diferentes, a la que vivieron los pastores de Belén, quienes fueron los primeros destinatarios del anuncio del nacimiento del Mesías. En tiempos de Jesús, los pastores y las mujeres en la cultura judía eran grupos relegados: los pastores no podían participar en ceremonias religiosas debido a su muy probable situación de impureza, debido a su trabajo, que transcurría entre diversos tipos de animales. En el caso de las mujeres, tenían una personalidad religiosa inferior a la del varón, incluso tenían un lugar reservado, pues el patio de las mujeres estaba afuera y separado; para la realización de una ceremonia religiosa necesariamente se necesitaba la presencia de diez varones, aún cuando hubiera diez mujeres.
Los obispos latinoamericanos y del Caribe en el documento conclusivo de la V Asamblea General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada en Aparecida, Brasil, afirman: «La Iglesia debe cumplir su misión siguiendo los pasos de Jesús y adoptando sus actitudes» (n.31). La elección de los pastores y a las mujeres, grupos marginados en Israel, como los primeros destinatarios del anuncio de la Buena Nueva del nacimiento de Jesús y de su resurrección, no es una casualidad. Al comienzo de su predicación, en la sinagoga de Nazaret, después de proclamar él mismo, a petición del jefe de la sinagoga, el texto de Isaías en que estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor», Jesús dijo: “Esta Escritura, que acaban de oír, se ha cumplido hoy” (Cf. Lc. 4,16-21). Con ello Él anuncia, que la pauta para el establecimiento del Reino de Dios en el mundo, que es la parte medular de su misión y continua siendo la parte medular de la misión de su Iglesia, exige tomar como punto de referencia a los más abandonados de la tierra.
Por ello, en el Documento Conclusivo de Aparecida que ya he citado antes, dejaron por escrito los obispos que: La opción preferencial por los pobres es uno de los rasgos que marca la fisonomía de la Iglesia latinoamericana y caribeña (n. 391). En los rostros sufrientes de nuestros hermanos, el rostro de Cristo que nos llama a servirlo en ellos: Los rostros sufrientes de los pobres son rostros sufrientes de Cristo. Ellos interpelan el núcleo del obrar de la Iglesia, de la pastoral y de nuestras actitudes cristianas (n. 393). De nuestra fe en Cristo, brota la solidaridad que ha de manifestarse en opciones y gestos visibles, principalmente en la defensa de la vida y de los derechos de los más vulnerables y excluidos, y en el permanente acompañamiento en sus esfuerzos por ser sujetos de cambio y transformación de su situación. El servicio de caridad de la Iglesia entre los pobres es un ámbito que caracteriza de manera decisiva la vida cristiana, el estilo eclesial y la programación pastoral (n. 394).
Para contribuir a que el Reino de Dios se haga presente en el mundo, Reino de amor, de justicia, de paz y de verdadera libertad, y aliviar así las pesadas cargas de los pobres de la tierra, que se encuentran en un número muy grande en México y en Coahuila, los bautizados, discípulos seguidores de Cristo, portadores del anuncio de la Resurrección de Cristo y de la fuerza transformadora de la historia que Dios ha desplegado en el mundo por medio de Él, hemos de asumir, para vivirlos en nuestra vida cotidiana y anunciarlos con nuestra palabra y nuestras obras los contenidos del Evangelio que tocan de manera profunda las fibras del ser humano para que se convierta en promotor de la vida, del amor, de la justicia y de la paz en la sociedad humana. Dichos contenidos, que han sido asumidos claramente por los obispos latinoamericanos y caribeños en el Aparecida son: el valor inviolable de la vida humana y el de la dignidad que tiene porque Dios la ha creado, los derechos que brotan de ella, que han de ser respetados no sólo por cada persona en particular, sino por las instituciones públicas y privadas, por leyes justas que protejan y promuevan esa dignidad de la vida y en todas las actividades humanas. Es el evangelio que debe incidir principalmente en todo lo que se refiere al trabajo humano, a la dignidad que tiene el trabajo en sí mismo, que hace más persona al ser humano que lo realiza y dignifica la vida del trabajador y la trabajadora, al derecho que tiene a un salario justo, a jornadas de trabajo humanas que le permitan atender a su familia y a tener el merecido descanso y a realizar otras actividades que contribuyan al desarrollo de la calidad de su vida y la de su familia.
Hemos de proclamar con toda claridad y trabajar porque se restaure en el orden económico el plan de Dios para los recursos de la tierra que Él ha destinado para sus hijos e hijas. Tener esto en nuestra mente y en nuestro corazón es una obligación grave, porque está en los contenidos en el Evangelio, en las palabras de Jesús, “he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”. Este derecho a la vida plena, es un derecho que cada ser humano tiene, que lo tienen todos los grupos humanos, los pueblos y las naciones. Por lo tanto, los discípulos de Cristo sabemos que son contrarias al plan de Dios, las prácticas económicas que propician la desigualdad social, la inequidad en el acceso a las oportunidades, y provocan el retraso escandaloso de millones de seres humanos. no podemos ser cómplices de dichas prácticas ni por acción, ni con nuestro silencio.
La distribución justa de los bienes tiene que ver con los sistemas políticos, que han de velar e intervenir para frenar los abusos de quienes quieren acumular a costa del trabajo de los demás, o aprovecharse de manera deshonesta, directa o indirectamente, de los recursos financieros que provienen de las aportaciones de los ciudadanos al Estado, y beneficiarse de ellos para fines particulares o intereses de grupos. En este momento en México, los ciudadanos tienen no sólo el derecho sino la obligación de participar de manera plural y libre, dentro del respeto a los derechos humanos, para que se destierren de nuestro país las prácticas corruptas que han dañado tanto y lo siguen haciendo. Quien está en un puesto público, debe saber que está sujeto a la supervisión de la ciudadanía; es aberrante la actitud en la que está el Estado Mexicano, de criminalizar la protesta social, utilizando conceptos de legalidad, estado de derecho y democracia bajo total discrecionalidad para funcionarios públicos que incurren en delitos y ninguna garantía ni pruebas para líderes sociales.
Los cristianos no podemos enfrentar aislados las numerosas violaciones a los derechos humanos que se perpetran de múltiples maneras en este momento. Con confianza en el poder de Cristo, hemos de unirnos con espíritu ecuménico y con sentido fraterno y respetuoso, a las múltiples iniciativas que provienen de la sociedad civil, para restaurar el orden público en una democracia verdadera, con valores, para cuidar la naturaleza, para humanizar la economía, para proteger a los grupos vulnerables, entre los que sobresalen las mujeres -las viudas de Pasta de Conchos, las víctimas de los feminicidios, las mujeres violentadas en Atenco, las comunicadoras que defienden la vida digna de los niños y los derechos humanos, las mujeres que luchan contra la guerra sucia que desapareció a sus hijos, son grupos emblemáticos en México- los niños, los migrantes, los pueblos indios, los campesinos, los obreros, los niños y jóvenes de la calle, y quienes son víctimas de las adicciones. Tenemos que trabajar muy especialmente, porque el Estado enfrente con seriedad y honestidad el problema del narcotráfico en nuestro país.
Nuestro pueblo cuenta con la riqueza de la fe y la presencia de Cristo Resucitado en su espíritu y cada día es más consiente de la fuerza y valentía que adquiere al sentirse parte del trabajo comprometido del cristiano, y sabe que puede alcanzar la Vida para todos y todas recordando lo que Jesús nos dijo: “En el mundo tendrán tribulaciones, pero ánimo, yo he vencido al mundo” (Jn. 16,33).
* Obispo de la Diócesis de Saltillo, Coahuila, México
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