Jorge Alberto Hidalgo Toledo*
“Ay no quieres, te asusta la pobreza, no quieres ir con zapatos rotos al mercado y volver con el viejo vestido. Amor, no amamos, como quieren los ricos, la miseria. Nosotros la extirparemos como diente maligno que hasta ahora ha mordido el corazón del hombre. Pero no quiero que la temas. Si llega por mi culpa a tu morada, si la pobreza expulsa tus zapatos dorados, que no expulse tu risa que es el pan de mi vida. Si no puedes pagar el alquiler sal al trabajo con paso orgulloso, y piensa, amor, que yo te estoy mirando y somos juntos la mayor riqueza que jamás se reunió sobre la tierra” (Las vidas: la pobreza, Pablo Neruda).Ingresamos a la era posdigital cuando anunciaron, por la mañana en la televisión, la fase 2 del Covid-19. Ahí sentimos el peso del encierro y la reducción de los megas de subida y de bajada de nuestra señal de transmisión.
Internet, ese motor energético que deslizó a las industrias hacia la cuarta revolución industrial, hoy empieza a ser un bien escaso como los otros energéticos. La vida hiperconectada e hipermediatizada estará en algunos días dejando de manifiesto que, así como el agua, el carbón y el petróleo, Internet puede llegar a hacernos falta. Literalmente, la red pende de un hilo. Del número de megas de subida y de bajada empleados por cada miembro de familia en millones de hogares en el mundo. Con tantas descargas de video, clases en línea, reuniones virtualizadas, descargas de videojuegos, películas y canciones, puede caerse en cualquier minuto.
Las nuevas brechas se han hecho más que notorias, quién y para qué se conecta. Si nos quedamos en un rubro de ocio o en la co-construcción de conocimiento; si es para cumplir con los deberes de la escuela, impartir un curso o cerrar transacciones financieras a distancia.
Género, edad, nivel educativo y socioeconómico se aglomeran en categorías como info-riqueza e info-pobreza.
Hoy para muchos la red se mueve en la categoría de tecnología de la esperanza. Muchos esperan encontrar en ella la otra vía que no les llega ni por la radio, la prensa ni la televisión. En ella encuentran luz, enjambres de confianza, núcleos de alegría, nodos que enmascaran el mundo que está por venir. Llevamos tan sólo unas semanas del mundo futuro y ya se siente la nostalgia, el vacío y la falta de sentido en los contenidos que circulan.
El mundo ya es otro y no esperemos volver al anterior cuando la contingencia acabe. Los días se contarán en otro ritmo y velocidad de transmisión de bits.
La economía igual pende de un hilo aún más delicado y finito. Las bolsas caen y parecen contraerse los mercados a fórmulas de cierre de fronteras que nos recuerdan las acciones nacionalistas populistas de décadas pasadas. La economía digital mueve otros motores y acelera otros mercados; pero no los fundamentales.
La emergencia sanitaria rompió la burbuja de la esfera pública y hoy por las pantallas gozamos de una nueva esfera privada semi-pública. Nos enteramos de decoraciones y aficiones dependiendo del encuadre de la webcam. La intimidad ya tiene otro significado. Hombres en mangas de camisa, alumnos tomando clase por la tarde entre pijamas. El mundo es una extensión doméstica de la recámara.
Los horarios se quebraron, todo es un continuum post-line. Estamos siempre ahí, dispuestos para la conexión; a que suene Skype o te reclamen en Zoom. Nos hemos vuelto esclavos de la omnipresencia. Se nos acabaron los tiempos muertos y tiempos de descanso. La invitación a la vida relajada, desconectada fungió tan sólo como un acelerador de la hiperconexión.
El mundo entero espectralizó su vida: migraron del átomo al código binario. Se hicieron imagen eterna, haz de luz.
El virus ya infectó la red. Se metió en nuestros hogares y en nuestros cerebros. Llenó nuestras expectativas de dudas y misterios. La vida eternamente conectada es un reality show de emisores y receptores que no descansan.
Quienes quedaron en las calles también viven la hiperconexion a su manera. Sin trabajos, sin conexiones de todo tipo: económicas y sociales. Se han vuelto los nuevos olvidados. Los doblemente excluidos.
Las personas están muriendo solas en los hospitales o transmitiendo sus últimos minutos de vida por una tablet. Las comidas dominicales las transmite las familias por un teléfono celular.
En dos semanas, las tecnologías exponenciales nos dejaron ver que el mundo es otro y que el mundo que solíamos conocer ya no será jamás el mismo. ¿Qué sigue entonces? ¿Cómo leer y escribir este capítulo en la historia? ¿Desde dónde entender esta nueva fase del capitalismo? ¿Cómo repensar nuestro lugar y modo de estar en este nuevo territorio? Llevamos dos semanas y yo no quiero acostumbrarme a las normas de este nuevo continente.
Los de adentro y los de afuera, los de arriba y los de abajo
Desde hace dos semanas el mundo es otro y pareciera que hemos empezado a acostumbrarnos a sus modos y sus formas. La vida en su modalidad hiperconectada tiene sus normas y formas de evidenciar lo que significa ser y estar.
Ser en el mundo implica estar siempre ahí: conectado, omnipresente, dispuesto al llamado, a dar me gusta o emitir un sentimiento con un emoticón.
Estar en el mundo tiene sus dinámicas; sus expresiones algorítmicas. Sus patrones de comportamiento y navegación. La vida en él continuum tiene sus códigos particulares de simulación y representación: la imagen.
Nuestra condición es avatárica, expresada en modo imagen de perfil. Hemos pasado de la imagen en dos planos a la imagen en movimiento, pasando por el selfie, la foto testimonial que da constancia de hechos y lugares y la que refleja emociones, momentos, valores o movimientos con los que empatizamos.
Hemos dejado en dos semanas nuestro culto por el selfie para adquirir un culto por el video, como una nueva forma de querer manifestarnos.
El éxito de Tik Tok, la añoranza por los vines, el sueño del youtuber ha llevado a muchos a colgar su foto interactuando en Zoom o participando en un Hangout.
La imagen es una forma de evidenciar nuestra nueva condición. Implica estar dentro, en la red. Es una forma de expresar nuestro andar concreto por el continente digital.
La red es hoy nuestro espacio doméstico, es nuestra arena pública. Es el lugar de los encuentros.
El mundo entero tiene su espejo ahí: el trabajo, la escuela, los medios de comunicación, la banca, los comercios…
El mundo entero implosionó en la red; ahí estamos evidenciando nuestra capacidad o incapacidad de nombrar y dar sentido al mundo. Amistades, amores y desamores se vuelcan en las pantallas.
Desde la cuarentena, los enamorados han buscado propiciar encuentros que rompan la lógica textual del chat; las video llamadas se han vuelto artilugios de tele transportación. Así se hacen presentes en la oficina, en las comidas familiares, las charlas entre amigos, las fiestas entre adolescentes o los bares simulados en las barras de cocina.
Estamos en el streaming permanente de nuestras vidas. Nos hemos convertido en medio, canal y mensaje. Transmitirnos es una forma de decirle al mundo “estoy aquí”.
Pero esa sólo es la condición de los de adentro.
Una nueva divisoria se ha marcado entre nosotros; ahora tenemos una nueva clase manifiesta: los de adentro y los de afuera.
El mundo se contabiliza entre los que están on line y los off line, pero también entre los que quedaron de un lado y otro de la ventana y de la puerta.
Los de afuera sufren doblemente nuestra ausencia. Ellos padecen hoy esa triple marginación: la del acceso, la del uso y la de la posibilidad o no de estar en línea permanente por su nueva condición social.
Ellos siguen limpiando nuestras calles o surtiendo de alimentos en un supermercado.
Afuera hay niños adolescentes, adultos y ancianos que se quedaron marginados en múltiples sentidos. Algunos por la economía, las formas estructurales, las lógicas superfluas del poder y la misma dinámica del privilegio de la conexión.
Los de afuera hoy son los nuevos excluidos. Desde hace dos semanas el mundo es otro. Los medios nos advierten de los que han perdido sus empleos, los que siguen yendo a sus fondas y cafeterías esperando que se postre algún perdido o les hagan un pedido por teléfono.
Repartidores estacionados, madres que limpian despachos en los que falta la mitad del personal, despachadores en gasolineras escuchando cómo se incrementan los contagios y decesos. Tenderos que esperan que mañana el mundo se encuentre en un lugar mejor que hoy.
El mundo es muy distinto dentro que fuera. No sólo por los 16 millones de colores que proyecta la pantalla; lo es por sus formas de representar el miedo, por la extensión de las sonrisas que provoca un cambio de escenografía en la foto de perfil.
Desde hace dos semanas los de adentro y los de afuera comulgan con los de arriba y los de abajo.
Esta forma concreta de visualizarnos de entender a los nuevos info ricos e info pobres, a los conectados, los desconectados, los mediatizados, nos habla de un nuevo horizonte que cada vez será más más excluyente.
Hoy son muchos los privilegiados que tienen la posibilidad de estar bajo resguardo; pero son muchos más los que se han quedado fuera y, por más que quieran, viven entre los clics y los ladrillos. Son outsiders de esta nueva condición estructural.
Desde hace dos semanas el mundo es otro. Espero que esta ola sea un oleaje pasajero y nadie se acostumbre a ver el mundo de un solo lado de la ventana.
* Jorge Alberto Hidalgo Toledo (México), Docente universitario, investigador de la comunicación, Presidente del Consejo Nacional para la Enseñanza y la Inves-tigación de las Ciencias de la Comunicación.