José Luis Franco*.- “Las distancias apartan las ciudades. Las ciudades destruyen las costumbres”.
Es parte de la letra de la canción “Las Ciudades”, del recordado compositor mexicano José Alfredo Jiménez. Una crítica a la pérdida de valores que se vive en la ciudad y a la lejanía empática que suele darse entre sus habitantes. Efectivamente, nuestras principales ciudades han sido moldeadas por un acelerado proceso modernizador desde la década de 1950, complementado con una gran masa de migrantes para quienes no se implementaron las políticas adecuadas con el fin de insertarlos dentro de la dinámica urbana. Sin embargo, eso no fue impedimento para que la población continuara creándose su espacio propio y sus lazos de ayuda como formas de enfrentar la adversidad.
La permanencia de los nuevos habitantes significó una serie de encuentros y desencuentros en la gran ciudad. En el caso de Lima, aún somos testigos de ello diariamente, a lo cual se suman los monumentales problemas que padecemos, como el deficiente transporte público, la inseguridad, el pandillaje, la pobreza, la escasez de lugares de ocio y muchos más. Si a ello añadimos nuestros propios problemas, la ciudad termina siendo percibida como un espacio adverso y violento. Por otra parte, se encuentra la cuestión de la tecnología para registrar diversas situaciones en lo que se denomina ‘tiempo real’. Las redes sociales y los diversos medios de comunicación muestran todo tipo de manifestaciones de violencia urbana: discusiones en el Metropolitano por no respetar los asientos preferenciales, insultos racistas, agresiones a la autoridad, etc. Difícil explicar un nivel de violencia que evidencia aquella falta de integración y reconocimiento como ciudadanos de la nueva Lima.
¿Qué hacemos para enfrentar estos problemas? Algunos han visto la solución materializando la desconfianza y esto a través de la construcción de muros o colocando rejas, respuestas que sólo conforman guetos aislados y desconectados entre los habitantes: porque desde el momento que dispones de una reja, marcas una división, una negación al libre tránsito al convertir un espacio público en privado. Y la verdad es que no es sólo un tema de seguridad como comúnmente se afirma, sino de discriminación y prejuicio hacia el otro, hacia la persona distinta, lo que al final incrementa las distancias y acrecienta aquella violencia cotidiana que rehuimos.
Durante la Colonia, la sociedad se caracterizaba por estar dividida en estratos sociales; pero, paradójicamente, las personas podían transitar a través de esas divisiones artificiales; es decir, había espacios comunes y de encuentro entre las diferentes clases sociales, mientras que hoy asistimos a una renovada forma de discriminación que ahonda las diferencias, bloqueando los espacios de encuentro con sus rejas, muros y privatización de playas. En suma, ya no nos encontramos como ciudadanos.
El Papa Francisco, dirigiéndose a los participantes de la Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo para los laicos en febrero del 2015, afirmaba que las ciudades podían ser “espacios magníficos de libertad y de realización humana, pero también terribles espacios de deshumanización e infelicidad”, advirtiendo que junto a los ciudadanos existen los ‘no-ciudadanos’; es decir, “personas invisibles, pobres de recursos y calor humano, que habitan en ‘no-lugares’, que viven de las ‘no-relaciones'”. Y que se tratan de personas a las que nadie dirige una mirada, atención o interés. Nos demandaba recordar que “Dios está presente inclusive en nuestras ciudades frenéticas y distraídas. Por eso no abandonarse al pesimismo, sino tener una mirada de fe sobre la ciudad”.
Esa mirada de fe y de confianza empieza por nosotros mismos, a partir de la aceptación de la compleja realidad de la vida de sus habitantes. Empero, debemos además asumir un compromiso ciudadano que exija a nuestras autoridades municipales planificación en cada obra que se realice, colocando como punto central a la persona, de modo que se contribuya a mejorar sus condiciones de vida y así habitar espacios urbanos que promuevan la interacción y la humanización. No olvidemos que en las ciudades Dios habla y se manifiesta, y eso lo podemos descubrir cuando prestamos oído y vemos el rostro del otro, precisamente en aquellos puntos de encuentro que estamos obligados a engendrar.
* Teólogo y comunicador
Compartido por Diario La República