Carlos Ayala Ramírez (*)
El término “civilización del amor” viene de lejos. Fue acuñado por el papa Pablo VI y retomado por el documento de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Puebla, 1979). Esas serán las dos referencias teológicas pastorales que tendrá presente monseñor Óscar Romero al momento de hacer una lectura de esa categoría a partir de la realidad latinoamericana y salvadoreña. La necesidad de construir una civilización del amor se le imponía a Pablo VI al considerar la inhumanidad y el desamor que se extienden en la sociedad de su época (década del setenta). El actual mundo – afirmaba Pablo VI – “corre el riesgo de derrumbarse bajo el peso de sus mismas contradicciones”.
Pablo VI consideraba que la civilización del amor es “la verdadera civilización” y la definía como “aquel conjunto de condiciones morales, civiles, económicas, que permiten a la vida humana una posibilidad mejor de existencia, una racional plenitud, un feliz destino…”. La asociaba a condiciones que humanizan: la solidaridad, la hermandad, la dignidad de la persona humana, la superación de toda discriminación o segregación, el servicio a la justicia, la firme voluntad de construir la paz.
Pablo VI exhortó a la Iglesia entera, a todos los cristianos, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a colaborar en la construcción de la civilización del amor: ”nadie queda excluido ni dispensado de ello”. El laicado tendrá en esta tarea un puesto de primera fila, sobre todo los jóvenes de quienes se espera que, “con ánimo esperanzado, construyan una sociedad nueva, serena, fundada en la fraternidad universal”.
En Puebla – Conferencia a la que asistió monseñor Romero – se retoma el desafío planteado por Pablo VI: construir una civilización alternativa basada en la justicia, la verdad y la libertad. La justicia distributiva, que supere la inequidad; la verdad, como principio de desenmascaramiento de la mentira; la libertad, de las estructuras opresoras que provienen del abuso del tener y del poder.
Puebla quiso historizar el sentido de una civilización que efectivamente civilice. Desde la constatación histórica de una sociedad dividida y en conflicto, productora de inequidad y empobrecimiento, se pregunta qué nos exige – a nivel personal y social – una civilización fundada y guiada por el amor. El intento es necesario porque una interpretación abstracta puede derivar fácilmente en manipulación del concepto. Es el peligro de hablar del amor ideal sin hacer referencia al amor real o, peor aún, enfatizar su carácter puramente formal o subjetivo para eludir las exigencias concretas que demandaría una vida animada y orientada por el amor.
Al explicitar el sentido orgánico de la civilización del amor, en el documento de Puebla se habla de “trabajar por la justicia, por la verdad, por el amor y por la libertad, dentro de los parámetros de la comunión y de la participación”. Rechaza la violencia, el egoísmo, el derroche, la explotación y los desatinos morales. Propone a todos la riqueza evangélica de la reconciliación nacional e internacional. En la balanza de las responsabilidades comunes, sostiene que hay mucho que poner de renuncia y de solidaridad, para el correcto equilibrio de las relaciones humanas. Condena las divisiones absolutas y las murallas psicológicas que separan violentamente a los hombres, a las instituciones y a las comunidades nacionales. Repele la sujeción y la dependencia perjudicial a la dignidad de los pueblos. Denuncia la carrera armamentista que no cesa de fabricar instrumentos de muerte. Finalmente, expresa que “para alcanzar la paz es necesario eliminar los elementos que provocan las tensiones entre el tener y el poder; entre el ser y sus más justas aspiraciones”. En cada uno de estos enunciados Puebla busca establecer la relación entre el amor, generalmente entendido como sentimiento subjetivo, y la civilización, entendida como pensamiento y cultura, dadora de sentido a las acciones personales y comunitarias.
Pues bien, este es el marco teológico y pastoral que tiene en cuenta monseñor Romero cuando proclama, en medio de la crisis, la civilización del amor como opción histórica. Su cuarta carta pastoral (“Misión de la Iglesia en medio de la crisis del país”) fue un solemne testimonio de su aceptación y adhesión al “espíritu” de Puebla. Todo lo descrito por este documento sobre la injusticia social en América Latina, por ejemplo, podía decirse con respecto a El Salvador. Romero la sintetizó en su homilía del 6 de agosto de 1979 con las siguientes palabras: “niños que desde la más tierna edad tienen que ganarse la vida; jóvenes a quienes no se les presta una oportunidad de su desarrollo; campesinos, carentes de lo más necesario; obreros, a los que se les regatean sus derechos; subempleados…ancianos que se sienten inútiles para la historia…”. En esta línea se concluye que a la base de la crisis por la que atravesaba el país, estaba la injusticia social y una forma de ejercer la política no como instrumento para resolver los problemas estructurales, sino como instrumento para mantener privilegios hegemónicos.
Ahora bien, un texto tajante para analizar la perspectiva del santo Romero en torno a la civilización del amor, lo representa la homilía del 12 de abril de 1979. Ahí, él muestra su adhesión al desafío histórico planteado por el magisterio episcopal de América Latina reunido en Puebla: “ser constructores abnegados de la civilización del amor”. Veamos cómo argumenta esa afiliación.
Primero, la civilización del amor es una civilización con entrañas. Es decir, atenta a los grandes clamores que brotan de la realidad. En esa línea monseñor Romero fue una persona ejemplar. Sin duda le impacto hondamente el sufrimiento del pueblo salvadoreño. Al sistema político y económico que lo generaba lo calificó de “desorden espantoso”, “pecado estructural”, “imperio del infierno”. Formas recias para señalar lo que produce la injusticia, la inequidad y la crueldad de la violencia. Él consideraba que la Iglesia traicionaría su mismo amor a Dios y su fidelidad al evangelio si dejaba de ser defensora de los que en su momento llamó “el Divino traspasado”. Y en coherencia con ese amor y esa fidelidad, defendió y acompañó a las víctimas de ese sufrimiento. Un modo de hacerlo fue proclamando la necesidad de una nueva civilización que revirtiera los males predominantes. Lo promulgó con sencillez y contundencia:
“¡Esta es la civilización verdadera! Esta es la civilización de la Alianza Nueva. Esta es la que nos hace verdaderamente hombres humanos, cristianos, hijos de Dios, porque Dios es amor y la civilización que Dios quiere entre los hombres es la civilización del amor en la cual se involucra también, la justicia, la verdad y la libertad”.
Segundo, “la civilización del amor no es un sentimentalismo, es justicia y verdad”. En el mensaje de los profetas, Dios y justicia están de tal forma interrelacionados que practicar la justicia es conocer a Dios, y conocer a Dios es practicar la justicia (Jer 22, 16). ¿Qué clase de justicia? En la Biblia, las personas a las que se les debe hacer justicia son generalmente los pobres, las viudas, los huérfanos, los migrantes. Todos ellos, víctimas de la injusticia. Monseñor Romero fue profeta de esa justicia y rogaba encarecidamente que cada uno de nosotros fuera un “devoto de la justicia”. Él unificó civilización del amor y justicia. Separadas pierden su fuerza de transformación. Eso está claro en la siguiente formulación:
“Una civilización del amor, que no exigiera la justicia a los hombres, no sería verdadera civilización, no marcaría las verdaderas relaciones de los hombres. Por eso, es una caricatura de amor cuando se quiere apañar con limosnas lo que ya se debe por justicia. Apañar con apariencias de beneficencia cuando se está fallando en la justicia social. El verdadero amor comienza por exigir entre las relaciones de los que se aman, lo justo”.
Un paso más: a la justicia, asoció la verdad frente a lo que la impedía. Desenmascaró la idolatría de la riqueza por ser una de las principales causas que produce inequidad, irrespeto a la dignidad humana y concentración excluyente de los bienes. Denunció que “la verdad está esclavizada bajo los intereses de la riqueza y el poder”. Declaró que “vivimos una hora de lucha entre la verdad y la mentira”. Su opción ante esa realidad fue comunicar verdad y desarrollar conciencia crítica. Las consideraba valores ineludibles de la civilización del amor. Eso está explícito con las siguientes palabras:
“Una civilización donde se ha perdido la confianza del hombre a otro hombre, donde hay tanta mentira, donde no hay verdad, no hay fundamento de amor. No puede haber amor donde hay mentira. Falta en nuestro ambiente la verdad. Y cuando la verdad se dice: ofende, y se callan las voces que dicen la verdad y se estorba esa voz”.
En ese ambiente de mentira y encubrimiento agradecía el hecho que, gran parte de la Iglesia haya podido conservar esa nota del amor: la verdad; y por eso era creíble.
Tercero, “la civilización del amor, opta por la no- violencia”. Para monseñor Romero, es la fuerza del amor, no la violencia, la que puede y debe reestructurar el mundo. Y como hemos visto, el amor en la visión del santo Romero, no se reduce a un sentimiento caritativo, a un alivio de urgencias individuales, a una actividad puramente paternalista. Es más bien una fuerza ética y profética que lleva a interpelar estructuras indolentes, promotoras de injusticia y exclusión. Es también, por otra parte, fuerza inspiradora de un modo de convivencia fundamentado en el respeto a los derechos de los pobres, la indignación por el daño injusto y la compasión ante el sufrimiento de las víctimas. Por ello invita al examinar las implicaciones de lo que puede significar el amor cuando configura una civilización.
Dice que, “a primera vista parece una expresión sin la energía necesaria para enfrentar los graves problemas de nuestra época”. Sin embargo, añade, “no existe una palabra más fuerte que ella -del amor- en el diccionario cristiano. Se confunde con la propia fuerza de Cristo”.
El santo Romero explicaba que ese amor – principio y fundamento de nueva civilización – “no es tolerar las cosas con una pasividad de muertos. Es reconocer y promover la propia dignidad, el valor de la igualdad de todos los seres humanos, para que nadie se deje masificar, para que todos nos reconozcamos como personas”.
Cuarto, la civilización del amor, aunque supone e implica un nuevo orden económico, social, político y cultural, sobrepasa las categorías de todos los regímenes y sistemas. Si la asociamos a una forma histórica del reinado de Dios, podemos decir que es un concepto dinámico que no se agota en las bondades que puedan constatarse en los sistemas políticos y económicos prevalentes. En esta línea monseñor Romero afirmaba que, “la Iglesia no se identifica con ningún sistema político ni con ninguna organización política”. La razón: no absolutizar lo relativo y mantener un distanciamiento crítico e independiente frente a esos sistemas. No dejarse cooptar ni neutralizar en la opción por los empobrecidos y contra la pobreza. No olvidar a los pobres.
Por eso, en cuanto ideal cristiano, la civilización del amor es más afín a la solidaridad y a la comunidad que al enfrentamiento y el individualismo, más acorde al desarrollo de la persona que a la acumulación de cosas, más centrada en el punto de vista de los pobres que en el de los ricos y poderosos.
Desde una realidad con grandes males, con grandes crueldades, el santo Romero mantuvo la esperanza contra toda esperanza. Desde su convicción profunda en el ideal cristiano manifestó: “¡Hay salida de este callejón y la salida es el amor, es entendernos, es comprendernos! […] El fanatismo es un antagonismo del amor”.
Quinto, “No tengamos miedo a vivir la alternativa de la civilización del amor”. El papa Francisco, ha dado realidad actual a lo que formalmente es una posibilidad histórica. Ante la pandemia del coronavirus y la globalización de la indiferencia, ha propuesto la implementación de un proyecto alternativo de vida fundado en la justicia, la caridad y la solidaridad. Habla también de la “civilización del amor” que, para él, es una civilización de la esperanza. Esperanza “contra la angustia y el miedo, la tristeza y el desaliento, la pasividad y el cansancio”. Con vehemencia ha exhortado a no tener miedo a vivir esa alternativa. Ha construirla de forma cotidiana e ininterrumpidamente.
En monseñor Romero tenemos un ejemplo insigne de constructor abnegado (hasta dar la vida, siguiendo el ejemplo de Jesús) de la civilización del amor. Lo hizo en medio del rechazo y la persecución. Inspirado en la palabra, en la vida y en la donación plena de Jesucristo. Fortaleciendo el vínculo entre justicia, verdad y libertad como expresiones concretas del amor. Por eso ha sido llamado “el mártir por amor”. Y desde la concreción histórica debemos decir que lo fue por amor a los pobres, al evangelio, la verdad y la justicia. En un mundo sin entrañas esa forma de amar se constituye en fuente de inspiración e interpelación. Inspira a ser humano e interpela nuestros grados de deshumanización.
El santo Romero fue constructor de la civilización del amor y lo hizo de cara a los desafíos que le planteaba la realidad: con un oído puesto en la palabra de Dios y el otro atento a los clamores del pueblo. Desde ese horizonte afirmaba que la civilización del amor, cuando se practica y no queda en lo meramente intencional, se plasma en justicia social, en defensa de los derechos humanos, en cambios estructurales profundos. Se traduce en indignación profética y en compasión solidaria. La civilización del amor en monseñor Romero no era, por tanto, producto del altruismo distante. Su actitud es de hondura humana y cristiana: escuchar los clamores de los pobres, interiorizarlos y dejarse afectar por ellos.
Un aspecto fundamental de su planteamiento es que de nada sirve cambiar estructuras, si no tenemos hombres y mujeres nuevos que manejen esas estructuras. El protagonismo de la nueva humanidad es condición necesaria para que haya civilización del amor. Esta requiere hombres y mujeres que sean fermento de sociedad nueva. Personas que desarrollen una fuerza que regenere, transforme y humanice la realidad. En esa línea es rotundo al afirmar que, “no se puede construir la civilización del amor sin bases de humildad y de servicio al hermano. ¡Abrid el corazón al hermano! Hermano, ¿qué te hace falta, en qué te puedo servir?”.
(*) Profesor del Instituto Hispano de la Escuela Jesuita de Teología (Santa Clara University). Profesor de la Escuela de Liderazgo Hispano de la Arquidiócesis de San Francisco CA. Profesor facilitador del Certificado de Liderazgo Hispano (Boston College).