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La destitución de Dilma me huele a golpe parlamentario

Frei Betto*.- La destitución de Dilma me huele a golpe parlamentario, a semejanza de lo ocurrido en Honduras y Paraguay. Su gobierno, al comienzo del segundo mandato, no coincide con el éxito alcanzado en el primero. Sin embargo, fue elegido democráticamente y yo, que lo critico, no cedo al oportunismo crítico que se empeña en romper los límites entre la oposición y la destitución.

Aceptar que la antipatía y el fracaso administrativo deben tener más peso que los principios constitucionales es admitir el retroceso y colocar al Brasil y a América Latina en la cartografía de las “repúblicas bananeras”, tan en boga en el continente durante la primera mitad del siglo XX.

Mi malestar es evidente. No veo salida para la emancipación brasileña dentro de nuestra actual institucionalidad política. ¿Elecciones generales? Sería una buena medida si un Tiririca no pudiese llevar al parlamento figuras que se valen de la distorsión del cociente electoral sin haber siquiera contado con los votos de su propia familia!

Y, entre tantos candidatos, ¿quién encarna un programa consistente de reformas estructurales? ¿Vale cambiar el seis por media docena? Si el PT hubiese valorizado, a lo largo de los últimos 13 años, los liderazgos populares de izquierda, hoy tendríamos un Congreso progresista y con muchas menos figuras ridículas. Sin embargo, prefirió alianzas no confiables de las cuales ahora es víctima.

Las fuerzas políticas progresistas necesitan redefinirse en Brasil. Establecer un programa mínimo de liberación nacional, sin el cual continuaremos rehenes de esa política de efectos y no de la política capaz de alterar las causas de las anomalías nacionales.

Es preciso romper el ciclo vicioso de la política de resultados y redefinir una política de principios capaz de mirar más allá de las urnas, del neoliberalismo y de esta fase histórica del capitalismo.

Si la izquierda brasileña no rescata la utopía libertaria, nuestro horizonte quedará limitado a este o aquel candidato, en un círculo dantesco de éxitos y decepciones, avances y retrocesos.

La edad adulta de la democracia tiene nombre: socialismo. Pero, de tal manera el enemigo conjura tal nombre, que tenemos miedo de pronunciarla. Todavía no nos hemos recuperado de la caída del Muro de Berlín. Nos sonrojamos de vergüenza frente al capitalismo de Estado adoptado por China y el hermetismo idólatra de Corea del Norte.

Ahora bien, no se trata de soportar el peso de la culpa de tantos errores cometidos por el socialismo, aunque América Latina albergue la única experiencia victoriosa, Cuba. Se trata de diseccionar la verdadera cara del capitalismo repleta de atrocidades, miserias, explotación neocolonial, guerras y degradación ambiental.

¿Cuál es el “otro mundo posible”? ¿Dónde está el camino de “vivir bien”? El camino se hace al andar. Y, por supuesto, una certeza guardo: fuera del mundo de los pobres y de su protagonismo político los progresistas siempre correrán el riesgo de sostener el violín con la izquierda y tocarlo con la derecha.

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* Teólogo y periodista

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