La reciente campaña electoral en el Perú ha develado una vez más las grietas éticas y paradojas de nuestra memoria colectiva, desde las cuales construimos nuestro sentido de nación y afirmamos nuestra identidad ciudadana.
El nuevo escenario político es éticamente interpelante. El fujimorismo no solo estuvo a punto de asumir la administración gubernamental, sino que ha logrado obtener 71 representantes para el nuevo parlamento peruano. Quienes venimos trabajando desde hace ya varios años en esfuerzos educativos promoviendo la democracia y creando conciencia en torno a la construcción de una sociedad que desprecie el autoritarismo, es no solo preocupante sino interpelante en términos de la afirmación de nuestra aun débil democracia.
En ese sentido, el proceso electoral puso en juego no solo nuestra estabilidad política como sociedad democrática, sino también la afirmación o anulación de nuestra memoria colectiva.
Pero, al mismo tiempo, es importante mencionar que se abre una luz de esperanza porque al final de la jornada electoral, se logró algo inimaginable. En las marchas ciudadanas, los medios de comunicación y particularmente en las redes sociales, apreciamos la reactivación do una potente voz ciudadana, liderada especialmente por jóvenes, ciudadanos contestatarios que se resisten a voltear la página y a aceptar que vuelvan a apropiarse del poder aquellos que destruyeron los cimientos éticos del país, aquellos que en nombre de una mal entendida estrategia de pacificación, hicieron de la violación de los derechos humanos una práctica consentida y legitimada.
La movilización de decenas de miles de indignados, en casi todas las regiones del país, convirtieron la campaña electoral en una contienda que hizo que no se redujera a la lucha de dos candidatos por alcanzar la presidencia del país. La campaña -trasladada a los escenarios públicos no tradicionales, allí donde las voces ciudadanas se expresan más allá de los discursos y los debates políticos tradicionales -tuvo un giro político alentador.
Se trató, en primer lugar, de una gran cruzada nacional para impedir que el modelo autoritario y legitimador del atropello se enquistara nuevamente en el Estado. Por ello, el grito de “dictadura nunca más” o “democracia si, dictadura no” se convirtieron no solo en frases pronunciadas en el calor de la movilización. Se convirtió en un sentimiento ético que clamaba por una sociedad sostenida sobre cimientos de verdad y justicia.
En segundo lugar, este escenario puso en juego la contienda entre la afirmación y la defensa de dos lógicas de reactivación de nuestra memoria colectiva. Por un lado, la memoria de los salvadores y mesiánicos que plantean la posibilidad de empeñar los valores democráticos a cambio de instaurar una era de paz a costa de desapariciones, violaciones y atropello de los derechos. Por otro lado, la memoria para la reconciliación que se abre a valores ciudadanos, exigiendo el respeto a la dignidad humana como fundamental para construir una sociedad sin atropellos y exclusiones.
La segunda lógica nos sigue planteando una permanente demanda ética para resistir a las políticas del olvido. Por ello, el rotundo “no al autoritarismo” nos recuerda que uno de los nuestros fue desaparecido, asesinado, violado, torturado, encarcelado, excluido. Nos recuerda que el saldo del conflicto interno armado registra 70 mil muertos y 16 mil desaparecidos en el Perú, eso que perversamente algunos siguen llamando excesos y costos sociales de la guerra. Esta es la realidad que la candidata del fujimorismo y sus seguidores, en plena campaña electoral, nos invitaban a olvidar, llamándole odio a cualquier discurso de resistencia al modelo que intentaban volver a instaurar, evadiendo cínicamente su responsabilidad y, lo que es más, pidiéndonos que los premiemos con nuestro voto.
El comportamiento del movimiento fujimorista, particularmente en las últimas semanas de la campaña, nos volvió a recordar que aquella ideología política, aquella cosmovisión del poder aún está viva. Una evidencia de esto fue el tipo de aliados que sumo la cuidadita fujimorismo para ganar los votos que le faltaban para legar al poder. Mineros ilegales, que para lograr sus intereses violan y desafían la institucionalidad, opera- dores políticos capaces de falsificar una prueba para revertir una denuncia, grupos evangélicos fundamentalistas e integristas para quienes el bien común importa poco y la imposición de sus dogmas es lo que vale. Los demás eran satanizados y estigmatizados.
Por todo esto, en el proceso electoral reciente, el “no al fujimorismo” tuvo un significado ético histórico. Los ciudadanos que antepusieron sus interés ideológicos y partidarios, emprendieron una cruzada pedagógica en la que afirmaron pública- mente las ganas de construir una sociedad sobre los cimientos de una ética nueva, no aquella de la cultura de la violación de los derechos, sino esa que busca superar la deshumanización para construir nuevos sentidos de comunidad, de ciudadanía, en el que nuestra indignación frente al atropello y la violencia no se desactive.
Por ello, en este nuevo proceso, en el que la democracia a ser reconquistada, necesitamos seguir activando y reactivando redes de resistencia, contagiando a otros para defender nuestra dignidad individual y colectiva. El fujimorismo ha vuelto recargado, para legitimar, desde el parlamento, la cultura de la impunidad y de la amnesia, de las medias verdades y de la memoria sesgada, que coincide, en el fondo, con la lógica del terrorismo que supuestamente condena.
Pero, la movilización de los colectivos ciudadanos también será vital en un contexto en el que el modelo económico neoliberal parece encontrar cierto consenso entre la nueva administración gubernamental y el proyecto fujimorista.
En medio de un escenario en el que los autoritarismos, integrismos y neoliberalismos parecen reafirmarse en el poder, es esperanzador ver reactivada a la colectividad ciudadana que se afirma desde la utopía profética, desde la indignación que mueve a buscar una sociedad mejor.
Precisamente, como nos recuerda Cecilia Tovar, la indignación ética ha sido el motor de muchos cambios en la historia, en el que grupos ciudadanos, como los sindicatos, movimientos de mujeres y jóvenes, iglesias y comunidades de fe liberacionistas han participado activamente.
Estos últimos tienen hoy un reto mayor en esta coyuntura, porque pueden contrarrestar las apuestas integristas religiosas -que también se reactivaron en la campana electoral – que buscan incidir en las políticas públicas para construir modelos que lesionan los derechos y la laicidad del Estado, Tovar nos recuerda que la Teología de la Liberación plantea precisamente que la relación entre fe y política no se da al nivel de las ideologías sino a través de las utopías, a las que de hecho el cristianismo ha contribuido históricamente, y a las que sigue aportando hoy una esperanza que no se resigna ni se desanima ante el mal en la sociedad.
Este artículo fue escrito por Rolando Pérez para la revista Punto de Encuentro, agosto 2016.
Rolando Pérez es profesor de la Pontificia Universidad Católica del Perú
DERECHOS RESERVADOS 2021
POWERED BY DanKorp Group. WEB SITES SOLUTIONS