El año 2019-2020 fue declarado por el Papa Francisco “año josefino”, es decir, un año dedicado a la devoción y a profundizar en la figura de San José. Ella es oportuna en este momento de la pandemia del coronavirus, despiadada con los más vulnerables que son los pobres y los destituidos de los cuidados necesarios. San José más que el Patrono de la Iglesia Universal es ante todo el patrono de la iglesia doméstica, de la gente trabajadora, de los anónimos, de los que viven sometidos al silencio social. San José vino de este mundo, pero no nos dejó ninguna palabra. Habló por sus manos de trabajador. Solo tuvo sueños. Fue tierno esposo de María, padre proveedor de Jesús, protegió a su hijito amenazado de muerte por Herodes, se refugió en el extranjero, en Egipto, introdujo a Jesús en las tradiciones de la piedad judaica. Cumplió su misión y desapareció sin dejar rastro.

 

Es propio de la teología actualizar las reflexiones ya existentes, pero sobre todo profundizar el significado de San José para los días actuales, como he intentado hacer en un amplio libro: “San José, la personificación del Padre (Vozes 2005) y en varios artículos reproducidos en diferentes medios.

 

Me he propuesto llevar hasta las últimas consecuencias la reflexión sobre San José, pues esta osadía (permitida pues estamos siempre tratando con los misterios divinos) pertenece al oficio de la teología. Él nos debe ayudar a entender mejor al Dios adorado por los cristianos.

 

No carece de sentido que San José se haya mantenido siempre en la dimensión del misterio que ninguna palabra puede expresar, ni que su medio de comunicación hayan sido los sueños, ni que, finalmente, no haya sido un rabino que habla y enseña, sino un trabajador que hace silencio mientras trabaja. Hoy sabemos por la psicología profunda de C.G.Jung y discípulos que los sueños son el lenguaje de la radicalidad humana y de su misterio último. Parece que el propio Dios o el universo hubiesen preparado a la persona con las condiciones previas adecuadas para acoger al Padre en caso de que decidiese salir de su misterio y autocomunicarse a alguien.

 

Para los cristianos es una verdad aceptada que el Espíritu Santo fue la primera persona divina en venir a este mundo y armar su tienda (morar definitivamente) sobre María (Lc 1,35). De igual forma es una convicción de fe que el Hijo del Padre vino a continuación, engendrado por María y que también armó su tienda entre nosotros (se encarnó: Jn 1,14). ¿Por qué el Padre iba a quedar fuera? ¿Por qué solamente dos personas divinas se establecieron entre nosotros? A estas preguntas intento buscar razones bien fundadas.

 

Parto de la tesis oficial, confirmada por el Concilio Vaticano II (1962-1965) en la “Constitución Dogmática Dei Verbum” de que la revelación es más que comunicación de verdades. Es la autocomunicación de Dios, así como es (n.2). Pues bien, si eso es verdad significa que la revelación es siempre autocomunicación de las tres personas divinas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. No puede ser solo del Espíritu Santo y del Hijo. El Padre debe entrar también, hasta por un efecto sinfónico y armonioso de toda la revelación divina.

 

Ahora bien, se dice en teología que el Padre es el misterio absoluto sin-nombre, que continuamente está trabajando haciendo surgir y sustentando la creación, diciendo en cada momento su “fiat” (¡hágase!). Si no lo hiciera, ella volvería a la nada. Nótese que San José presenta características adecuadas a la naturaleza del Padre celestial. El Padre no habla, quien habla es el Verbo; Él vive en un silencio insondable y su principal actividad es trabajar, como confirma Jesús: “Mi Padre trabaja hasta ahora” (Jn 5,17) como también lo hace José. Si hubiera alguien en quien el Padre pudiera armar su tienda para habitar entre nosotros, José de Nazaret sería esa persona. El Papa Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica sobre San José, Redemptoris Custos (1989), afirma que “la paternidad humana de José” fue asumida en el acto de la encarnación de Dios (n.21).

 

Hay en teología este dicho clásico: “Deus potuit, decuit, ergo fecit”: “Dios podía, era conveniente y, por lo tanto, hizo”. Así que el Padre celestial podía personificarse en José, era conveniente que lo hiciese y, por lo tanto, así lo hizo. Efectivamente, tal como yo lo entiendo, el Padre se personificó en el padre terrestre, tomó forma humana en José. Faltaba esta pieza arquitectónica para la plena autocomunicación de Dios, así como es, es decir, como Trinidad, incluyendo al Padre, en este caso. Esta es la tesis fundamental, lógicamente urdida con argumentos de la propia teología que no cabe referir aquí.

 

La gran lección que sacamos, y con ella aprendemos algo más de Dios, es esta: la Familia divina, en un momento preciso de la historia, asumió a la familia humana. El Padre se personalizó en José, el Hijo en Jesús y el Espíritu Santo en María.

 

El Papa Francisco recibió la traducción española de mi libro “San José, la personificación del Padre” y agradeció transmitiéndome la oración que él le reza todos os días. Literalmente escribió y esto puede ayudar a muchos devotos de san José:

 

“Quiero compartir contigo la oración que recito desde hace cuarenta años después de los Laudes:

 

Glorioso Patriarca San José, cuyo poder sabe hacer posibles las cosas imposibles, ven en mi auxilio en estos momentos de angustia y dificultad. Toma bajo tu protección las situaciones tan graves y difíciles que te confío, para que tengan una solución feliz.

 

Mi bien amado Padre, toda mi confianza esta puesta en Ti. Que no se diga que te he invocado en vano, y puesto que Tú puedes todo junto a Jesús y María, muéstrame que tu bondad es tan grande como tu poder. Amén”.

 

Esta oración, de hace ya 40 años, parece adecuada para los días sombríos vividos y sufridos por toda la humanidad. Junto con la ciencia, la técnica y todos los demás cuidados, la oración es como un supplément d’âme que nos puede valer mucho, y alimenta la esperanza esperante.

 

*Leonardo Boff es teólogo, filósofo y escritor brasileño.  Ha escrito San José, la personificación del Padre” Editora Vozes, Petrópolis 2005.

 

Traducción de Mª José Gavito Milano.