La Habana.- Era una noche similar a otra noche del verano habanero. Había luna y un cielo despejado, pero esa noche no era una noche cualquiera, era el 8 de septiembre, fiesta de la Patrona de Cuba, la Santísima Virgen de la Caridad del Cobre y la presencia en el Océano Atlántico, del fortísimo huracán Irma, amenazaba a Cuba.
Las noticias no podían ser menos alentadoras. Era inminente el paso del huracán por la costa norte cubana, afectando prácticamente la totalidad del país, sin embargo otro huracán, pero de espiritualidad, esperanza y fe, inundaba las iglesias y parroquias de la nación.
El Santuario de la Patrona de Cuba, ubicado en el poblado del Cobre, en la provincia de Santiago de Cuba, al oriente del país, la zona que primeramente recibiría los impactos de Irma, había recibido durante el día y la tarde más de once mil fieles y esa escena se repetiría en la Basílica de la Virgen de la Caridad del Cobre en la ciudad de La Habana y en otros templos, que a pesar de la fuerte amenaza a la que estaba sometida el país, no representó un impedimento para rendir tributo a nuestra madre.
Mi comunidad, la Parroquia de San Agustín ubicada en el Municipio Playa de la ciudad de La Habana, no fue ajena a este suceso. Los fieles acudieron al templo a recibir a nuestra “Virgen Peregrina”, que durante nueve días anterior a su fiesta, pernoctaba en la casa de varios miembros de la comunidad, llevando su amor y misericordia a los vecinos del barrio. Fue un bello recibimiento, que culminó con la celebración de una Eucaristía llena de flores y cantos a la Santísima Virgen.
Terminada la celebración, la solidaridad entre los miembros de la comunidad se hizo evidente. Los más desprotegidos, ya bien sea porque están solos o porque sus casas no son lo suficientemente fuertes para resistir los vientos huracanados, veían las manos tendidas de otros miembros que les ofrecían sus casas o su apoyo para fortalecer la de ellos.
Era hermoso observar como los más jóvenes se acercaban a las personas mayores, que como yo, podíamos ser vulnerables ante este fenómeno atmosférico, no por habitar en construcciones débiles, sino por la necesidad de un apoyo emocional o una compañía ante el peligro que acechaba. Era un ofrecimiento puro, sincero, donde se sentía la presencia del amor al prójimo, dejando el “yo” a un lado y buscando al necesitado, aunque eso implicara apartarse de los suyos, a quienes otros miembros de la familia podían atender.
Irma hizo su presencia en la capital en la noche del 9 de septiembre y sus efectos devastadores se hicieron sentir hasta la mañana del lunes 11. Las primeras imágenes de mi vecindad eran terribles: árboles arrancados de raíces conjuntamente con el pavimento, tendidos eléctricos en el suelo, cables telefónicos derribados y por supuesto el corte necesario del fluido eléctrico. Pero paralelamente a éstas imágenes desoladoras surgían otras imágenes de amor y esperanza, cuando trabajadores, miembros de la comunidad, fieles, unieron sus esfuerzos para abrir, como cualquier otro día, el comedor gratuito de ancianos de la Parroquia de San Agustín, y no sólo dar servicio a los comensales habituales, sino a todos aquellos, que afectados fuertemente por la catástrofe recién ocurrida, necesitaban un plato de comida.
Ese 11 de septiembre fue una larga mañana para nuestra comunidad, extendida hasta bien entrada la tarde. Fue una jornada triste, pero contradictoriamente hermosa, al poder apreciar en los rostros de aquellos necesitados, una sonrisa de agradecimiento y un vestigio de esperanza en la bondad del ser humano.