Adalid Contreras Baspineiro*
En algunos de nuestros países las concentraciones políticas tienen alma de conciertos musicales porque son espacios festivos, multitudinarios, participativos, sabrosos, bailados y cantados con gozo. En estos acontecimientos los significados de las canciones y de los discursos son subsumidos por los significantes festivos del arte que enlaza las emociones y los movimientos de los cuerpos con las voluntades, dando presencia a identidades lúdicas de alto entusiasmo militante.
Estas concentraciones festivas son eficaces expresiones de la política en movimiento, cuyo ritual pareciera contradecir a la política concebida como una acción racional de disputas por el poder. Pero no es su opuesto, ni su negación, sino una de sus dimensiones que se suelen dejar en el olvido porque las confunden con niveles politainment de mero entretenimiento. No estamos hablando de fórmulas que se quedan en el relajo.
Lo festivo es una dimensión que aviva los sentidos de pertenencia, las identidades, las fidelidades y los compromisos producidos por la seducción del arte que cobra vida en los momentos y lugares que la política estructura para compartir, participar o curiosear con disfrute.
El reconocido filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría define lo festivo como una ruptura de los modos rutinarios de existencia, poniendo en escena una revolución imaginaria de abolición y/o restauración, simultáneamente. Lo festivo es celebrar y compartir generando empatías, goces, adhesiones y colectividades de satisfacción que alteran rutinas establecidas en un juego de inclusiones y de oposiciones. Por esta característica, la socióloga chilena Viviana Bravo dice que lo festivo como dimensión política considera tres nociones de comunidades en movimiento: la fiesta, el ajayu o energía vital y el activismo animativo. El goce, la identidad y la acción colectiva vienen combinados.
Lo festivo como dimensión lúdica de la acción política ocurre cuando caravanas, ferias, grupos de baile, festivales, oradores, músicos o batucadas convocan a reconocer las disonancias sociales que tienen que ser transformadas, o a asumir las conquistas que deben ser consolidadas. Se trata de activar los sentipensamientos. Vale tanto para los movimientos reivindicativos como para la afirmación de los poderes. En estos eventos el activismo implica comportamientos desafiantes con los actos convencionales, en tanto que el ajayu circula instaurando un sentido liberador que energiza las acciones políticas.
Veamos un ejemplo con las movilizaciones. En su expresión institucionalizada, las marchas son demostraciones de fuerza con consignas que se repiten como réplicas de santuario haciendo vibrar el ambiente con el: “¡fuerza, fuerza, fuerza, fuerza compañeros, que la lucha es dura, pero venceremos!”, o cuando se caldean los ánimos y el refuerzo colectivo de identidad visibiliza el ajayu con el imbatible “¡el pueblo unido jamás será vencido!”, que no es sólo una consigna sino una expresión individual – colectiva de convicciones. Estos eventos, que para los que los miran son repetitivos e invasivos y para los que los viven son experiencias renovadoras de la exigibilidad de derechos, se recuerdan por lo que provocan: inclusión/oposición, enfrentamientos/negociaciones y/o empoderamientos reivindicativos.
Lo festivo en las movilizaciones es esto y algo más, que está contenido en la ironía, el gozo y la irreverencia. Son expresiones hualaychas (traviesas) que rompen las rutinas con creatividad convocante. Veamos una historia recurrente en ciudades del continente. Ocurre cuando las manifestaciones ciudadanas cambian sorpresivamente sus clásicas consignas y la marcha ordenada por un trotecito y un coro multitudinario cantando picarescamente a voz en cuello: “queremos alcalde, no jardinero / queremos prefecto, no tiktokero”. Según donde ocurra, esta expresión, frases más frases menos, cambia de ritmo, pero no de sentido. Son recursos festivos de la política que cobran identidad en las particularidades de contextos, momentos, acontecimientos, actores, expresiones culturales y lugares específicos. Dejo a mis lectoras y lectores las aplicaciones, con la seguridad que las van a disfrutar recordando.
Lo importante es destacar que son experiencias que se asumen, disfrutan, comparten, celebran, porque sus metáforas des-acartonadas operan como factores afectivos de cohesión entre las reivindicaciones, las cotidianeidades y los imaginarios. Por eso, en tanto dimensión hualaycha de la política, cobran importancia estratégica en estos tiempos de aislamiento en burbujas-redes sociodigitales y en irreconciliables polos opuestos que modelan sociedades de la desconfianza. A contracorriente de los repliegues ciudadanos en individualidades egocéntricas y hábitats convertidos en fortalezas sitiadas por el recelo, lo festivo es una realización subliminal que permite romper el aislamiento y provocar sentidos de integración en acciones colectivas compartidas y articuladas por el disfrute simbólico.
En tanto hecho político, todo modelo festivo encierra en sí mismo la necesidad de festejar-nos, de establecer una conexión con el otro, de reafirmar los vínculos sociales participativos y de humanizar la política. Combina prácticas de protesta o de afirmación con arte desplegado en el espacio público, amalgamando las formas tradicionales de movilización social con componentes emocionales, corporales y estéticos. Lo festivo no reemplaza a los movimientos convencionales, los complementa y enriquece tejiendo cohesiones simbólicas entre quienes reivindican demandas o consolidan conquistas, en consonancia con otros que miran, gozan, se incluyen, replican, expanden y multiplican entusiastas voluntades.
*Sociólogo y comunicólogo boliviano. Director de la Fundación Latinoamericana Communicare. Ex secretario ejecutivo de OCLACC (hoy SIGNIS ALC).