Monseñor Romero afirmaba que seguía un esquema sencillo para preparar sus homilías: “Estudio la palabra de Dios que se va a leer el domingo, miro a mi alrededor, a mi pueblo, y lo ilumino con esta palabra”. Miguel Cavada, de grata recordación y estudioso de las homilías del santo arzobispo, afirmaba que la estructura formal de estas es un modelo de predicación total: exégesis de la palabra de Dios y encarnación de esa palabra a la realidad; catequesis doctrinal y exhortación pastoral. Por otra parte, Ignacio Ellacuría, rector mártir de la UCA, planteaba que el impacto que suscitó la predicación de monseñor Romero tenía una causa última y profunda: “Ponerse a anunciar y realizar el Evangelio en toda su plenitud y con plena encarnación”.
Podemos decir, entonces, que en el legado de homilías que nos dejó el santo Romero encontramos que cada ciclo litúrgico resulta ser no solo la organización de los diversos tiempos y solemnidades durante el año, sino una vivencia de la salvación que trae Jesús en nuestra propia historia. Eso lo podernos constatar, por ejemplo, si escrutamos algunos fragmentos de sus homilías pronunciadas en uno de los tiempos litúrgicos más solemnes y esperanzadores de la Iglesia: la fiesta de la Navidad. Veamos algunos textos donde se hacen presentes la palabra de Dios, la comunidad de fe y la realidad histórica. Los ordenamos en tres temáticas fundamentales: significado teológico del Adviento; la Navidad como presencia de Dios en la historia; y la Navidad como alegría de esperanza humana y cristiana.
Sentido del Adviento
Estamos, litúrgicamente hablando, en pleno tiempo de Adviento, aunque su contenido de fondo parece eclipsarse por la superficialidad navideña que caracteriza al mundo del consumo. No obstante, hay que volver a lo esencial. Como se sabe, “Adviento” no significa “espera”, como podría suponerse, sino “presencia” o, mejor dicho, “llegada”. Para la fe cristiana, en este tiempo litúrgico se anuncia que la presencia de Dios en el mundo ya ha comenzado. El Adviento, por tanto, es memoria de la encarnación, uno de los principales fundamentos de la identidad cristiana que nos remite al gran misterio de Dios, que se hace uno de nosotros en Jesús de Nazaret. Por eso se afirma que Jesús es la encarnación y la humanización de Dios.
San Óscar Romero, en una de sus homilías pronunciadas en este contexto litúrgico, dijo: “¡Qué consuelo da saber que Dios va con nosotros en la historia! Esto es, precisamente, el sentido de este tiempo de Adviento. Al mismo tiempo que se inicia el año litúrgico celebramos ese gran acontecimiento ‘del Dios con nosotros’, como lo anunció el profeta Isaías cuando dijo que una virgen concebiría y daría a luz a un niño que se llamaría así, Emmanuel, Dios con nosotros”.
El texto, destaca aquellos aspectos que ponen de manifiesto los motivos por los que el Adviento representa una alegría plena y una fiesta solemne. La razón principal es la cercanía de un Dios justo y misericordioso. Para el santo Romero, este tiempo litúrgico es propicio “para decir que aun en el mundo más podrido se puede vivir la alegría más íntima, y se puede ser testimonio de Cristo ante una sociedad corrompida”. En un mundo que necesita transformaciones, se pregunta: “¿Cómo no le vamos a pedir a los cristianos que encarnen la justicia del cristianismo, que la vivan en sus hogares y en su vida, que traten de ser agentes de cambio, que traten de ser hombres nuevos?”. Y desde la letra y el espíritu de Medellín, recuerda: “De nada sirve cambiar estructuras si no tenemos hombres y mujeres nuevos que manejen esas estructuras […] Si se cambian las estructuras, si se hacen transformaciones […] pero vamos a ocuparlas con la misma mente egoísta, lo que tendremos serán nuevos ricos, nuevas situaciones de ultraje, nuevos atropellos”. Para monseñor, hace falta “personas renovadas que sepan ser fermento de sociedad nueva”.
El Adviento nos revela un Dios que el pueblo siente en las vicisitudes de la historia. Dios envió a su propio Hijo para darnos una revelación más íntima. En Cristo, dice el obispo mártir, “[Dios] vino a meterse en la historia, a salvar la historia, a poner el germen de salvación en las historias de todos los pueblos y sembrar su esperanza y su fe en el corazón de todas las razas. Ese Cristo es la plenitud de la revelación, es el signo de que Dios está en medio de nosotros amándonos, comprendiéndonos, haciendo suya toda la vivencia de los hombres en cualquier sentido, menos en el pecado, del cual, precisamente, trata de liberarnos para que seamos lo que tenemos que ser”. Se trata de un Dios que vive la historia participando en lo débil, en lo pequeño, en lo oprimido.
La Navidad como presencia de Dios en la historia
Para monseñor Romero, el fundamento de la Buena Noticia de la Navidad reside en que Dios mismo viene a nosotros, como ser humano, como luz que ilumina nuestra oscuridad. Transcribimos, en esta línea, una cita muy clara: “Una predicación, lo mismo que una celebración navideña que solamente fuera un cuentecito romántico de hace veinte siglos y que no tuviera que encarnarse con el proyecto salvífico de Dios en las vicisitudes trágicas, dolorosas o esperanzadoras de nuestra historia, de nuestra realidad, no sería un cristianismo auténtico. ¡Dios sigue salvando en la historia! Por eso, al volver a este episodio del nacimiento de Cristo en Belén, no venimos a recordar el nacimiento de Cristo hace veinte siglos, sino a vivir el nacimiento, pero en el siglo XX… en nuestra Navidad aquí en El Salvador” (24 de diciembre de 1978).
La Navidad, pues, nos revela el misterio de la encarnación, que para los cristianos es la expresión máxima de la solidaridad humana de Dios. Dicho en palabras del santo Romero: “Dios está presente, no duerme, está activo, observa, ayuda y a su tiempo actúa oportunamente”. O como lo planteaban los antiguos profetas – en sus bellas metáforas – al hablar de los cambios radicales que se producen con la llegada del Mesías esperado: “El desierto y la tierra reseca se regocijarán, el arenal de alegría florecerá […] Fortalezcan las manos débiles, afirmen las rodillas vacilantes. Digan a los cobardes: sean fuertes, no teman; ahí está su Dios, que trae el desquite, viene en persona, los desagraviará y los salvará. Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como ciervo el tullido, la lengua del mudo cantará” (Is. 35, 1-6). Esta es la realidad nueva que se genera cuando Dios se hace presente entre nosotros.
Frente a una imagen distorsionada que proyecta a Dios como un ser remoto, impersonal y abstracto, monseñor Romero presenta la imagen del Dios bíblico, cuyo carácter es ser “dinámico, un Dios que camina con su pueblo, un Dios que actúa y que inspira a los hombres en sus esfuerzos liberadores, un Dios que no mira con indiferencia el clamor de los que sufren, que como en Egipto escucha la esclavitud, el latigazo, la marginación, la humillación. Y está dispuesto en su momento a enviar un guía, un redentor”. Por ello, insistía el santo profeta salvadoreño, “ningún pueblo debe ser pesimista, aun en medio de las crisis que parecen más insolubles, como la de nuestro país. Dios está en medio de nosotros (…). Dios está cerca y es fuente de alegría”.
La palabra central del relato que el evangelista Mateo hace del nacimiento de Jesús es “Emmanuel”: Dios está con nosotros. Él camina con nosotros. Ya no estamos solos en ningún lugar, en ninguna enfermedad, en ningún calvario que, al igual que Jesús, tengamos que experimentar. Monseñor Romero lo formulaba en los siguientes términos: “Para nosotros ha nacido el Señor. No es un nacimiento que nosotros recordamos de otros tiempos como si José, María, los pastores, los magos… solamente dejaran para nosotros un recuerdo. No, la liturgia, la celebración de Iglesia, tiene el privilegio de hacer presente el misterio que celebramos: hoy nace Cristo para nosotros… Sintámoslo así al Señor: el redentor de mi familia, el compañero de mi vida, el confidente de mis angustias”.
En un artículo publicado en diciembre de 1977, decía el beato Óscar Romero que “Feliz Navidad” no debía ser solo una expresión gastada, que a fuerza de repetirla perdiera la riqueza de su originalidad y de su mensaje. Y sugería que, para inyectar nueva conciencia y eficacia al saludo navideño, bueno sería liberarlo de la rutina y del convencionalismo. Afirmaba que “para no ser tributarios de la costumbre y de la comercialización de la Navidad, hay que cultivar la originalidad de nuestra fe, acompañando nuestros augurios navideños de acciones y gestos que realmente produzcan felicidad y paz a nuestro alrededor”.
Y en la última Navidad que el santo Romero celebró en la arquidiócesis (1979), en palabras memorables dijo: “Es hora de mirar hoy al Niño Jesús no en las imágenes bonitas de nuestros pesebres. Hay que buscarlo entre los niños desnutridos que se han acostado esta noche sin tener que comer, entre los pobrecitos vendedores de periódicos que dormirán arropados de diarios allá en los portales. Entre el pobrecito lustrador que tal vez se ha ganado lo necesario para llevar un regalito a su mamá o, quién sabe, el vendedor de periódicos que no logró venderlos y recibirá una tremenda reprimenda de su padrastro o madrastra…”.
Navidad, alegría de esperanza humana y cristiana
Los relatos del nacimiento, pues, no son una mera ilusión que se persigue, pese a ser muy improbable su realización, sino una proclama que comunica que lo revelado en Jesús es el camino que lleva a un tipo diferente de vida y a un futuro prometedor para la existencia y convivencia humanas. Los relatos de la primera Navidad hablan con fuerza de nuestros anhelos más profundos y de las promesas y la compasión de Dios. La liturgia nos anuncia la alegría de la Navidad con las palabras del profeta Zacarías: “¡Despierta, alégrate, hija de Sion! Mira, tu Rey viene a ti. Él es tu Salvador justo y trae salvación a todos los pueblos” (Zacarías 9, 9-10). O también con las palabras del profeta Isaías: “Romped a cantar en coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo” (Isaías 52, 9). Más cerca de nosotros san Romero reflexiona y exhorta: “He oído muchas voces que me dicen: ‘Qué triste se siente la Navidad, como que no es Navidad’. Y es que hay angustia, hay incertidumbre, hay muchos que están sufriendo, hay muchos hogares donde faltan seres queridos, hay tristeza en la Navidad en El Salvador; pero el que es cristiano sabe que hay una alegría de fondo, una alegría de esperanza y de fe, una alegría de austeridad… A esa alegría serena invito a todos. Gracias a Dios que no solo existe una Navidad de tantas apariencias comerciales y de alegrías que son fugaces como la pólvora que se quema y no deja más que basura. Alegría de profundidad es lo que yo quisiera para todos los que estamos haciendo esta reflexión. Alegría en medio de la tristeza, del terror, de la angustia… Sin embargo, hay una gran esperanza: has venido, Señor… nuestra fe confía en Ti y sabemos que vienes a salvarnos y que cuanto más negra se pone la noche y más cerrados los horizontes, Tú serás más redentor”.
En esa línea, de redescubrir el mensaje de la Navidad y ponerlo a producir más en las obras que en las palabras, como hace Monseñor, hay dos símbolos característicos en los relatos del nacimiento de Jesús: la luz contra las tinieblas y la alegría para el mundo por el mesías que llega. Con respecto a lo primero, se dice que la luz es un símbolo arquetípico, es decir, una imagen, un “tipo” grabado en la conciencia humana desde tiempos antiguos. Se contrapone a la oscuridad. A esta se la asocia con la ceguera, la incertidumbre y la visión limitada. Más todavía, noche y muerte van juntas: la tierra de los muertos es un lugar de gran oscuridad. Desde ese contexto, según la exégesis bíblica, no cabe sorprenderse de que las tradiciones religiosas estén llenas del lenguaje de la luz. Para el cristianismo, Jesús nace en medio de la noche, en el momento de las más profundas tinieblas. Él es la luz verdadera que ilumina a todos, la luz del mundo, según el Evangelio de Juan. Quien lo siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida.
Monseñor Romero, en medio de la crisis que en su época atravesaba El Salvador, aplica ese significado luminoso de la Navidad en su homilía del 24 de diciembre de 1977:
“No nos desanimemos, aun cuando el horizonte de la historia como que se oscurece y se cierra, y como si las realidades humanas hicieran imposible la realización de los proyectos de Dios. Dios se vale hasta de los errores humanos, hasta de los pecados de los hombres, para hacer surgir sobre las tinieblas lo que ha dicho Isaías. Un día se cantará también no solo el retorno de Babilonia, sino la liberación plena de los hombres. El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz; habitaban tierras de sombras, pero una luz ha brillado”.
Ahora bien, los relatos de la Navidad no solo están llenos de luz, sino también de alegría para el mundo. Este es el tono dominante de la celebración. La versión de Lucas sobre la natividad de Jesús está llena de alegría. El capítulo 2 dice que había unos pastores que cuidaban por turnos los rebaños a la intemperie. Un ángel del Señor se les presentó y les dijo: “No teman. Miren, les doy una Buena Noticia, una gran alegría para todo el pueblo. Hoy les ha nacido en la ciudad de David el Salvador, el Mesías y Señor. Esto les servirá de señal: encontrarán un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.
También para monseñor Romero, la Navidad habla de la luz y la alegría que llega a las tinieblas de nuestras vidas personales y colectivas. Y consciente de que esas tinieblas son tan reales como la luz, es contundente al afirmar:
“Nadie podrá celebrar la Navidad auténtica si no es pobre de verdad. Los autosuficientes, los orgullosos, los que desprecian a los demás porque todo lo tienen, los que no necesitan ni de Dios, para esos no habrá Navidad. Solo los pobres, los hambrientos, los que tienen necesidad de que alguien venga por ellos tendrán a ese alguien, y ese alguien es Dios, Emanuel, Dios-con-nosotros”. Por ello se habla de una gran alegría y una gran esperanza. Esperanza a contracorriente.
(꙳) Profesor de las Escuelas de Pastoral Hispana de la Arquidiócesis de San Francisco, CA. Profesor del Instituto Hispano de la Escuela Jesuita de Teología de la Universidad de Santa Clara. Profesor jubilado de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” de El Salvador.
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