Adalid Contreras*
Un tema tan trillado como es el poder, suele (sobre)entenderse en el argot cotidiano como la capacidad que tienen una persona y/o una institución para imponer su voluntad a través de determinados mecanismos y procedimientos, grandes o pequeños, lícitos o ilícitos, éticos o amorales. Algunas visiones suelen encasillar los poderes en los gobiernos, pero no es tan así, puesto que están contenidos también en prácticas socioculturales de los ámbitos privado y ciudadano, permeando todos los resquicios. Precisamente, en este artículo, nos dedicaremos a analizar una de estas variantes.
Las ciencias sociales y políticas ofrecen una tipología de diversas formas de manifestación del poder. Una perspectiva es la propuesta por la teoría sustancialista, cuyo principal exponente es Thomas Hobbes, para quien el poder se encuentra en los dispositivos que se disponen para obtener un bien determinado, es decir que personas y/o instituciones detentan un poder basándose en la propiedad o apropiación de los medios que permiten ejercerlo. Es una especie de poder per se, que ocurre por ejemplo porque uno ocupa un cargo de relevancia, o cuenta con recursos que otros no tienen. Desde esta mirada el poder radica en la sustancia de los medios y su ejercicio es más cercano a los autoritarismos.
Otra corriente de interpretación del poder es la teoría subjetivista propuesta por John Locke, quien dice que la capacidad de imponer voluntades ya sea de manera coercitiva o negociada, no se encuentra sólo en los medios que se detentan, sino en las capacidades para producir los efectos deseados utilizando esos dispositivos. Desde esta perspectiva el poder implica conocimiento, carisma, autoridad, ambiente adecuado, y mañas, para conseguir resultados. Un ejemplo lo encontramos en la importancia y valor que se otorgan quienes tienen la posibilidad de conseguir o agilizar la firma de un documento, o programar una reunión.
La tercera corriente reconocida es la teoría relacional, desarrollada por Roberto Dahl, afirmando que el poder radica en la posibilidad de que en las relaciones que se establecen entre distintos sujetos, unos obtienen de los otros un determinado comportamiento que, de otra manera, por sí mismo, no hubiera desarrollado. O sea que el poder no es sólo cuestión de medios, ni tan sólo de conocimiento y ambiente para utilizarlos convenientemente, sino también de estrategia, de persuasión y de direccionamiento de las distintas libertades con un rumbo donde se hacen dependientes de quienes dirigen los procesos. Manipulación le dicen algunos, complicidades le llaman otros, porque se valen de modalidades diversas como la fe, la religión, la fuerza física, el poder psicológico o mental, el poder del dinero o cualquier otro mecanismo que pudiera llegar a tener influencia en la conducta, comportamientos y prácticas de las personas y/o instituciones.
El breve recorrido por las categorías expuestas y que se relacionan más con el ámbito de la política, deja ver la necesidad de una nueva categoría que recoja las prácticas cotidianas con las que quienes las ejercen se posicionan con un manejo en exceso discrecional de los dispositivos que manejan, o que dicen detentarlos. Tienen un poco de cada una de las categorías antes analizadas y las vemos en la tramitología, en los pagos o no pagos de acuerdo al criterio de quien paga o no paga, está también en la posesión de un software o de una dirección que no se comparte porque de ellos depende el estatus con poder, se encuentra también en los grados de relación o de amistad con quienes toman decisiones, y se visibiliza claramente en las autoestimas sobredimensionadas que suelen producir los poderes prestados. Los ejemplos son múltiples.
Se trata de una forma desinhibida (por no decir cínica) de ejercicio del poder para regocijo personal de quienes lo ejercen apoltronados en sus pequeños espacios. Es el poder de la chicana, barato, obtuso, porque es en realidad un auto-poder auto-concedido por quienes, al no tenerlo realmente, lo fabrican, lo agigantan, lo exhiben y lo enrostran. Se lo conoce como “michi poder”, en el entendido de michi como pinche, mezquino, de baja monta, degradante.
Los michi poderes son una práctica perversa que se toma las normalidades anormales de las sociedades, habitándolas legitimados por la costumbre de existir como procesos naturales. En la realidad, sus efectos más que en la consecución real de poder, radican en la arrogante importancia que se auto-otorgan, o se prestan, o se alquilan, sus ególatras gestores. Están regados como una plaga de acciones especializadas en el raro oficio de promover, fomentar, alimentar, mimar y agigantar los factores que discriminan deshumanizando.
¿Cómo se deberían tratar los michi poderes desde la política, desde la sociología, desde la religión o desde la ética en un mundo que, como diría Martin Luther King Jr., hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos?
*Sociólogo y comunicólogo boliviano. Director de la Fundación Latinoamericana Communicare. Ex secretario ejecutivo de OCLACC (antigua denominación de SIGNIS ALC).