Este 24 de marzo se recuerda el trigésimo noveno aniversario del asesinato martirial de Monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, quien fuera elevado a los altares como San Romero, el 14 de octubre de 2018 en el Vaticano. El periodista ecuatoriano Gonzalo Ortíz Crespo, en un artículo publicado en el diario El Comercio, con ocasión de la canonización del Santo salvadoreño, recuerda que el primero en llamarlo “San Romero de América”, a los pocos días del asesinato, fue monseñor Pedro Casaldáliga. Ahora el pueblo católico del mundo, pero particularmente de América Latina, venera a Monseñor Romero como el Santo de los pobres y de los sin voz, como el profeta que denunciaba con valentía las injusticias que sufría su pueblo y se colocaba siempre del lado de las víctimas.
En un artículo firmado por Manuel Cubías, del portal vaticano Vatican News, recuerda que la “figura de Monseñor Romero solo es comprensible plenamente desde su palabra, desde su cercanía con Dios y con el pueblo y, desde la defensa de la vida, especialmente la de los más pobres”, conforme así expresó el P. Rodolfo Cardenal S.J.,Profesor de Teología de la UCA (Universidad Centroamericana – San Salvador) y Director del Centro Monseñor Romero, en una conferencia que pronunció el martes 12 de marzo, en la Curia de la Compañía en Roma.
Para el padre Rodolfo Cardenal, “no se puede entender plenamente a Monseñor Romero sin conocer a Rutilio Grande y la influencia que tuvo en el Obispo de San Salvador, el santo que fue asesinado por ponerse del lado de los pobres y los sin voz en su país”.
Rutilio Grande y Óscar Romero: testimonios de fe hasta el martirio
El P. Cardenal trazó varios senderos que unen al obispo Romero y al jesuita Rutilio Grande. He aquí algunos de ellos:
El P. Rutilio y Mons. Romero anunciaron el Reino de Dios y dieron muestras de su presencia en el corazón de una realidad dominada por la explotación económica, la opresión social y la represión del Estado.
Ambos llamaron a los agentes de la injusticia y la violencia a la conversión y ninguno de ellos incitó a la violencia, luchando eficazmente contra sus diversas formas.
Sus estilos de intervención eran diferentes, pero sus palabras eran agudas y oportunas. Los pobres los recibieron con alegría porque les traían esperanza; pero los poderosos acusaron a los dos sacerdotes de ser “comunistas” y los silenciaron asesinándolos.
El Obispo Romero y el P. Rutilio trabajaron para construir una Iglesia que fuera verdaderamente un pueblo de Dios, según la definición conciliar. Para ellos, la Iglesia tenía que ser construida de abajo arriba, buscando unir a las personas, llamándolas a la conversión, a volverse a Dios.
San Romero de América
En el artículo de Gonzalo Ortíz, publicado en el diario El Comercio, se ofrece una semblanza completa del ahora San Romero de América:
“¿Quién fue monseñor Romero? Óscar Arnulfo Romero Galdámez fue el cuarto arzobispo metropolitano de San Salvador, capital de El Salvador. Nació en Ciudad Barrios, el 15 de agosto de 1917 en una familia pobre, sencilla y católica. Su padre era empleado del correo y su madre, ama de casa.
En 1937 entró al seminario mayor. Sus superiores lo mandaron a Roma, a estudiar Teología en la U. Gregoriana donde se doctoró. Fue ordenado sacerdote el 1 de abril de 1942.
De vuelta a su país trabajó durante 20 años en la diócesis de San Miguel. Era un modelo de sacerdote, de mucha oración y actividad pastoral. Por un lado, contaba con el cariño de la gente, de los pobres y también de las familias acomodadas. Por otro, sus compañeros lo cuestionaban por ser muy tradicional.
El 25 de abril de 1970 fue nombrado obispo auxiliar de San Salvador, y el 15 de octubre de 1974, obispo de Santiago de María, en un momento en que estaba comenzando la represión contra los campesinos organizados. En 1975, la Guardia Nacional asesinó a cinco campesinos. Monseñor Romero, preocupado y conmovido, consoló a las familias afectadas, pero no quiso hacer una denuncia pública como le aconsejaban los sacerdotes. En cambio, escribió una dura carta privada al Presidente del país, que era amigo suyo, aunque sin resultado alguno.
El 3 de febrero de 1977 fue nombrado arzobispo de San Salvador, la capital, escogido por su aparente conservadorismo y cercanía al poder. Pero Romero no iba a transigir: la represión al pueblo provocó su conversión, convirtiéndose en la voz de los pobres y perseguidos.
Un mes después de su posesión, los escuadrones de la muerte asesinaron a su amigo, el padre jesuita Rutilio Grande, y a dos campesinos. Este hecho violento le dolió profundamente; exigió públicamente una investigación y dijo que mientras no hubiera resultados no asistiría a ningún acto o reunión con el Gobierno. Además, contra la opinión del nuncio y de otros obispos, canceló las misas en toda la arquidiócesis y las sustituyó por una sola misa fúnebre en la Catedral de San Salvador.
Más de 150 sacerdotes la concelebraron y más de 100 000 personas acudieron a la catedral para escuchar el discurso de Romero, quien pidió el fin de la violencia.
Voz de los sin voz
Desde entonces, las homilías en su misa dominical en la Catedral, transmitidas por radio, fueron seguidas en todo el país. En ellas interpretaba los hechos de la semana a la luz del Evangelio y daba fe y esperanza a todas las personas que luchaban por la justicia y la liberación.
Por su compromiso de fe, traducido en consecuencias sociales, Romero fue calumniado y amenazado de muerte. Estas amenazas no eran cosa de juego: el mayor Roberto D’Aubuisson había organizado, con personal del propio Ejército, los tenebrosos escuadrones que asesinaban a los dirigentes populares y a cualquiera de quien sospechasen que se oponía al orden oligárquico.
Sin embargo, el arzobispo no se amedrentó: “Quisiera aclarar un punto. Se ha hecho bastante eco a una noticia de amenazas de muerte a mi persona. Quiero asegurarles a ustedes, y les pido oraciones para ser fiel a esta promesa, que no abandonaré a mi pueblo, sino que correré con él, todos los riesgos” (Homilía 11-11-1979).
Y sabía que su muerte se acercaba: “Hablo en primera persona porque esta semana me llegó un aviso de que estoy yo en la lista de los que van a ser eliminados la próxima semana. Pero que quede constancia de que la voz de la justicia nadie la puede matar ya” (24-02-1980).
Añadió con voz profética: “Si me matan resucitaré en el pueblo salvadoreño. Como pastor estoy obligado a dar la vida por quienes amo, que son todos los salvadoreños. Mi muerte, si es aceptada por Dios, será por la liberación de mi pueblo y como testimonio de esperanza en el futuro. Un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás”.
“¡Cese la represión!”
El 23 de marzo de 1980, el arzobispo pronunció una dolorida, dramática y casi desesperada homilía para que terminara la persecución: “Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del Ejército y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles.
¡Hermanos! ¡Son de nuestro pueblo! ¡Matan a sus mismos hermanos campesinos! […]. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios […]. En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!” “Fue su última homilía. Con ella monseñor Romero había firmado su sentencia de muerte”, dice el teólogo José Luis Tamayo.
“Los jefes militares interpretaron sus palabras como una llamada a los soldados a la desobediencia y a la insumisión y prometieron vengarse”. Al día siguiente, a las 06:20 de la tarde, Mons. Romero era asesinado por un francotirador, mientras celebraba la eucaristía en la capilla del Hospital de la Divina Providencia.
En 2010, el periodista Carlos Dada hizo varias entrevistas al capitán Álvaro Rafael Saravia, que se encuentra en paradero desconocido. Reclutado por D’Aubuisson para colaborar en el “frente anticomunista”, el capitán Saravia participó en el asesinato de monseñor Romero: según confesó, él “consiguió las armas, el vehículo, el matón y el plan” y luego “pagó al hombre que disparó” (El Faro, 22-3-2010).
Romero había luchado casi solo en medio de un Episcopado timorato mientras EE.UU.apoyaba con ingentes sumas de dólares al Gobierno salvadoreño y a su Ejército para, en alianza con la oligarquía local, atentar contra la ciudadanía indefensa y terminar con la Iglesia de los pobres y con la teología de la liberación.
Como dice Tamayo, “tras su asesinato martirial, se hizo un largo silencio –en muchos casos acusatorio– sobre Mons. Romero en la Iglesia institucional salvadoreña, el Vaticano y los sectores políticos conservadores del país. Silencio que contrastó con el reconocimiento de su compromiso con los pobres y de su santidad martirial por parte del pueblo salvadoreño, de las comunidades de base y de la teología de la liberación”.
San Romero no es un santo al estilo usual. Ejemplo de ciudadanía activa, fue un pedagogo popular y conciencia crítica del poder, defensor de los derechos humanos, comprometido en la lucha por la paz y justicia, desde la no violencia activa, al estilo de Gandhi y Martin Luther King. Y, como lo dirá hoy el Papa, mártir del cristianismo liberador”. Hasta aquí el artículo de Gonzalo Ortíz.
Monseñor Romero fue asesinado el 24 de marzo de 1980 por un escuadrón de la muerte, mientras oficiaba una misa en el hospital de la Divina Providencia en la colonia Miramonte, en San Salvador. Fue canonizado por el papa Francisco el 14 de octubre de 2018.