Por Emilce Cuda*
De la visita a Chile y Perú del papa Francisco quedará una foto construida por un sector de los medios de comunicación: el supuesto encubrimiento de un obispo sospechado de encubrir pedofilia. Al mismo tiempo, Francisco es el único capaz de juntar multitudinariamente al pueblo. ¿Cuál es la razón?
Dice el tango Qué falta que me hacés: “Si vieras la ternura/ que tengo para darte./ Capaz de hacer un mundo y dártelo después./ Y entonces si te encuentro/ seremos nuevamente,/ desesperadamente/ los dos para los dos”.
Para Francisco, Dios es eso, quien crea un mundo, por pura ternura, para darlo después; y además es capaz de sostenerlo en la vida buena. Un tango. El lenguaje del símbolo, ése de la sapiencia popular, sin metafísica -como dice el poeta Fernando Pessoa-, capaz de hacer presente el todo en la parte; capaz de unir la diferencia sin aniquilarla. Ahí, la relación; la lógica justa del uno para el otro, el amor. Gritar un nombre enamorado.
Por analogía puede pensarse que señor es quien crea un mundo y puede sostenerlo. Si por economía se entiende una promesa de amor sostenida y sustentable, entonces se observa que no cualquiera puede ocupar el lugar del señor. Un dios es quien crea un mundo con la palabra, pero luego lo sostiene con los hechos. Tanto en la teología, como en la política y el amor, se sabe por experiencia que crear mundos es una tarea seductora que puede hacer cualquiera, pero sostenerlo en la vida buena solo es capacidad de un señor verdadero quien, por serlo, será reconocido, entronado y alabado por su pueblo, que en asamblea publica le dirá: ¡Laudato Si, mi Señor!
De ese modo, la economía sustentable sólo puede ser obra de un señor verdadero y providente, todo lo contrario del falso dios que fundamenta la modalidad relacional actual, la de una “cultura de la muerte” según el Documento de Aparecida y la de una “economía que mata” según Evangelii Gadium. Para Francisco, el dios creador del mundo de los últimos dos siglos, es decir, el dios dinero, no es un dios verdadero. Esta posición social, teologico-politica, genera tensión.
Ante la evidencia de una economía que mata, el Papa habla de injusticia social, pero le responden con moral sexual. Lejos de ser un diálogo de sordos, por sí mismo lo explica todo. Tanto en su Exhortación Apostólica Evangelii Gadium, como en su Encíclica Laudato Si, Francisco demanda al sistema de relaciones económicas asimétricas actuales por generar una “cultura del descarte”. Curiosamente, el sistema le responde con una acusación sobre una de sus exhortaciones apostólicas, Amoris Laetitia,sobre moral sexual privada.
Se sabe –como explican hoy desde Chantal Mouffe hasta Pierre Rosanvallon, por no mencionar autores del pasado como Carl Schmitt y hasta el mismo Homero– que ignorar la demanda social a cambio de señalar la falta moral, es el modo de desconocer en el otro al adversario político legítimo para luego criminalizarlo bajo el paraguas de la corrupción o la herejía. Así, la opinión publica adquiere poder de policía señalando la falta moral como modo de inhibición social. Sabiendo esto –sobre todo entre los papafóbicos, pero amigos del pueblo–, antes de contabilizar las faltas podría reconocerse en Francisco la capacidad de juntar en la calle dos millones de jóvenes, algo que ningún líder político actual, ni siquiera un rockstar, es capaz de lograr. Eso indica que (parafraseando su Discurso a los Sacerdotes y Religiosos en Chile), ser un Papa del Pueblo “se está pagando caro”.
El éxito político se mide por la capacidad de representación. Si se considera el número de personas a las que representa el papa latinoamericano en el mundo, con su legitimidad moral –religiosa y política–, transversal a las fronteras geográficas, sociales e ideológicas, dentro y fuera del catolicismo, no debería asombrar la critica que su discurso profético despierta. No cae en las trampas del debate porque no se siente en falta. A cambio de eso, escucha al necesitado y “Al ver a la multitud” (Mt. 5,1) encuentra el gesto que le permite tender el puente de dialogo con su pueblo.
Un pontífice que tiene un discurso sobre la igualdad y la misericordia con reconocimiento universal es presa nada despreciable para la policía del lenguaje. Si, además, critica el clericalismo y empodera al laico diciendo que “no son empleados del clero”, llama a los pueblos de la Amazonia a organizarse y a que “se autodefinan y nos muestren su identidad”, denuncia el extractivismo, la contaminación ambiental, los diversos modos de imperialismo, la ocupación de tierras con fines comerciales y dice que el término “trata de personas” es un modo de encubrir la esclavización laboral y sexual, entonces es un verdadero profeta urbano del siglo XXI.
Dentro del grupo de los papafóbicos, aquellos que han optado por los pobres parecen no estar lo suficientemente armados ante a las tentaciones modernas que se manifiestan en los discursos hegemónicos y se suman a las filas de la discordia fijando la mirada en lo que no dice. Pero Francisco dice. Habla con el pueblo. No se dirige a los poderosos. Llama a la conversión a los débiles, a disculparse a sí mismos las faltas que el sistema les genera para justificar su exclusión, tanto como las traiciones que genera la desolación de la derrota.
Francisco es un signo de los tiempos que algunos pasan por alto en honor a la opinión pública que sabe dónde encontrar la falta. Siempre el poder moral pontificio fue una amenaza a la soberanía absoluta. La novedad es que el pontífice está con el pueblo. Solo con predicar la lógica de la unidad en la diferencia Francisco ya es una amenaza, para lo cual su Homilía en el Aeródromo de Temuco es una clase magistral. Por consiguiente, el problema está en lo que dice y a quienes visita, porque con Francisco el discurso teológico dejo de ser solamente el relato de la opción preferencial por los pobres para convertirse en una práctica cultural de “opción radical por la vida”, como dijo en Chile haciendo suyas las palabras de Gabriela Mistral.
Francisco no habla de la pobreza sino de la riqueza como origen de la desigualdad. Según Thomas Piketty el 1 por ciento de la población poseerá en el siglo XXI el 90 por ciento de la riqueza. La concentración de la riqueza alcanzará en el siglo XXI los niveles del siglo XIX. Se estará nuevamente ante una sociedad patrimonial y rentista de alta concentración de capital y baja productividad. Si bien la utilidad marginal junto a la educación, la formación y la tecnología explican en el largo plazo la evolución del capital general de una sociedad, en el corto plazo el capital estará encarnado en el 1% de la población. Para Piketty, “una desigualdad tan extrema se sostiene no solo con la eficacia de un aparato represivo, sino también con la eficacia de un aparato de justificación”.
Las normas sociales generan la aceptabilidad tanto de la pobreza como de la riqueza. En los sistemas de creencias respecto a la contribución de unos y otros en la producción y el crecimiento del país es, según Piketty, donde debe intervenirse. Si el problema está en las creencias que sostienen la actual percepción de la riqueza, se trata entonces de una Teología de la Cultura, de una conversión cultural en el modo de justificación de la desigualdad. ¿Lo estará haciendo Francisco? Sera esa la razón por la cual no pasa inadvertido ni para el pueblo ni para los medios hegemónicos?
* Doctora en Teología, UCA. Investigadora en UNAJ, UBA y UCA. Coordinadora regional en Clacso.
Artículo publicado originalmente en el Diario Página 12, de Argentina