Antes la muerte se incorporaba a lo cotidiano de la vida.
Celebrar la Pascua es reafirmar nuestra fe en la resurrección de Cristo, así como en la resurrección de todos nuestros proyectos de justicia. La muerte es la única cosa cierta del futuro. La postura que adoptemos ante la muerte traduce el sentido que damos a la vida. Temen la muerte los que aún no han logrado imprimirle a su vida un sentido, una razón de ser. O se apegaron excesivamente a los bienes y placeres que les adornan el ego.
Antes la muerte se incorporaba a lo cotidiano de la vida: se moría en casa, rodeado de parientes y amigos. En algunos sitios se estilaba el velorio con pan de queso y licor, lloronas y esquelas en los postes de la luz, misa de cuerpo presente y despedidas en el cementerio, luto y celebración del 7º día. En resumen, se celebraba el rito del paso.
Hoy el entierro se ha convertido también en un producto de consumo. Se muere clandestinamente, en un lecho anónimo del hospital o en las gavetas de una morgue, como si el fallecido fuera una presencia tan incómoda como un gato en una vidriería. Ni hay lloros en la vela, ni cinta amarilla.
En todas las cosas se da comienzo, medio y fin. Pero nuestra racionalidad, tan equipada de conceptos, se desvanece en los límites de la vida. Sólo la fe tiene algo que decir con respecto a esta fatalidad. Si Cristo no hubiese resucitado, dice san Pablo, nuestra fe sería vana. Pero la victoria de la vida sobre la muerte arranca de la injusticia el trofeo de la última palabra. En el ocaso de la existencia -allí donde toda palabra humana es inútil ilusión- Dios irrumpe como un terco propietario. Y, como en el amor, no hay nada que decir, sólo disfrutar.
En América Latina se muere antes de tiempo. De cada mil niños brasileños nacidos vivos, 27 mueren antes de cumplir un año. Aquí la muerte no es una posibilidad remota, sino que nutre el sistema económico: sin privar a miles de brasileños de posibilidades reales de vida no sería posible entregar a los acreedores de la deuda pública casi US$ 200 millones ¡por día! Todo eso se saca de los menguados salarios de los trabajadores, a través de cirugías asesinas eufemísticamente llamadas “ajustes fiscales”. Se mata a plazos, lenta y cruelmente, como si el derecho a la vida fuera un lujo.
La muerte es, pues, una cuestión política, así como la esperanza, centrada en el misterio pascual, mueve nuestra lucha por la vida, don mayor de Dios. Ahora bien, la resurrección de Cristo no significa sólo que del otro lado de esta vida encontraremos la inefable comunión de Amor. Dice relación también a la vida en esta Tierra. “Vine para que todos tengan vida, y vida en abundancia” (Juan 10,10).
No habrá vida en abundancia sino por la vía de las mediaciones políticas, como la distribución de la renta, la reforma agraria, la inversión en educación y en salud. Mi generosidad puede ofrecer, hoy, un plato de comida al hambriento, pero mañana volverá a tener hambre. Sólo la política es capaz de acabar con lo que ella misma origina: el hambre y la miseria. En ese sentido, elegir candidatos empeñados en que “todos tengan vida” es un gesto pascual, resurreccional.
Vivimos en un mundo en busca de equilibrio. En ambos lados, Oriente y Occidente, convivimos con fundamentalismos religiosos. Se mata en nombre de Dios. Y en tanto el Occidente se sienta con derecho a ridiculizar lo que el Oriente considera sagrado, el Oriente se creerá en el deber de acallar por la violencia a los profanadores. La Pascua debe servir de momento de reflexión: ¿Qué otro mundo anhelamos? ¿Es posible alcanzar la paz si dos tercios de la humanidad viven por debajo de la línea de pobreza? ¿El camino de la paz será la imposición por las armas o la conquista de la justicia?
La Pascua nos invita a la interiorización, a meditar con los ojos muy abiertos. No es en el sepulcro de Jerusalén donde resucita Jesús ahora. Es en nuestro corazón, en nuestra solidaridad, en nuestra capacidad de captarlo en el prójimo, en especial en los más pobres, con quienes él mismo se identificó (Mateo 25,31-46). La piedra que hay que quitar, para que florezca la vida, es la que pesa en nuestra subjetividad, nos amarra al egoísmo y nos inmoviliza ante los desafíos de la solidaridad.
* Teólogo Dominico brasilero
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