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Sé que en las últimas décadas sobrepasé mis propios límites.

 

Frei Betto*

Estoy gravemente enfermo. Quisiera manifestar públicamente mis disculpas a todos cuantos confiaron ciegamente en mí. Creyeron en mi supuesto poder de multiplicar fortunas. Depositaron en mis manos el fruto de años de trabajo, de economías familiares, el capital de sus ahorros.

 

Pido disculpas a quien ve cómo sus economías se evaporaron por las chimeneas virtuales de las Bolsas de Valores, así como a quienes se encuentran asfixiados por la mora en los pagos, los altos intereses, la escasez de crédito, la proximidad de la recesión.

 

Sé que en las últimas décadas sobrepasé mis propios límites. Me convertí en rey Midas, organicé a mi alrededor una legión de devotos, como si yo tuviera poderes divinos. Mis apóstoles -los economistas neoliberales- salieron por el mundo a pregonar que la salud financiera de los países sería tanto mejor cuanto más se arrodillasen ellos a mis pies.

 

Hice que los gobiernos y la opinión pública creyeran que mi éxito sería proporcional a mi libertad. Me liberé de las ataduras de la producción y del Estado, de las leyes y de la moralidad. Reduje todos los valores al casino global de las Bolsas, transformé el crédito en producto de consumo, convencí a una parcela significativa de la humanidad de que yo sería capaz de obrar el milagro de hacer brotar dinero del mismo dinero, sin el lastre de bienes y servicios.

 

Abracé la fe de que, frente a las turbulencias, yo sería capaz de autorregularme, como le sucedía a la naturaleza antes de haber afectado su equilibrio por la acción depredadora de la llamada civilización. Me volví omnipotente, me supuse omnisciente, me impuse al planeta como omnipresente. Me globalicé.
Pasé a no cerrar los ojos nunca. Si la Bolsa de Tokio se cerraba por la noche, yo estaba eufórico en la de São Paulo; si la de Nueva York cerraba a la baja, yo me compensaba con el alza de Londres. Mi pregón en Wall Street hizo de su apertura una liturgia televisada a todo el orbe terrestre. Me transformé en el cuerno de la abundancia de cuya boca muchos creían que habría de manar siempre riqueza fácil, inmediata, abundante.

 

Pido disculpas por haber engañado a tantos en tan poco tiempo; especialmente a los economistas, que se esforzaron mucho para tratar de inmunizarme de las influencias del Estado. Sé que ahora sus teorías se derriten como sus acciones, y el estado de depresión en que viven se compara al de los bancos y al de las grandes empresas.

 

Pido disculpas por haber inducido a multitudes a acoger como santas las palabras de mi sumo pontífice Alan Greenspan, que ocupó la sede financiera durante diecinueve años. Admito haberle hecho incurrir en el pecado mortal de mantener los intereses bajos, inferiores al índice de la inflación, por un largo período. De ese modo estimuló a millones de usamericanos a la búsqueda de realización del sueño de tener casa propia. Obtuvieron créditos, compraron inmuebles y, debido al aumento de la demanda, elevé los precios y presioné a la inflación. Para contenerla el gobierno subió los intereses… y la mora se multiplicó como una peste, minando la supuesta solidez del sistema bancario.

 

Sufrí un colapso. Los paradigmas que me sustentaban fueron engullidos por la imprevisibilidad del agujero negro de la falta de crédito. Se secó la fuente. Con las sandalias de la humildad en los pies, ruego al Estado que me proteja de una muerte vergonzosa. No puedo soportar la idea de que yo, y no una revolución de izquierda, soy el único responsable de la progresiva estatización del sistema financiero. No puedo imaginarme tutelado por los gobiernos, como en los países socialistas. Ahora que los Bancos Centrales, una institución pública, ganaban autonomía en relación a los gobiernos que los crearon y tomaban asiento en la celda de mis cardenales, ¿qué veo? Se desmorona toda la cantilena de que fuera de mí no hay salvación.

 

Pido disculpas anticipadas por la ruptura que se desencadenará en este mundo globalizado. ¡Adiós al crédito establecido! Los intereses subirán en proporción a la inseguridad generalizada. Cerradas las ventanillas del crédito, el consumidor se armará de previsiones y las empresas padecerán la sed de capital; obligadas a reducir la producción, harán lo mismo con igual número de trabajadores. Países exportadores, como Brasil, tendrán menos clientes del otro lado del mostrador; por lo mismo, meterán menos dinero en de su caja y necesitarán repensar sus políticas económicas.

 

Pido disculpas a los contribuyentes de los países ricos que ven cómo sus impuestos sirven de colchón de salvamento de bancos y financieras, fortuna que debería ser invertida en derechos sociales, preservación ambiental y cultura.

 

Yo, el mercado, pido disculpas por haber cometido tantos pecados y, ahora, pasarles a ustedes el peso de la penitencia. Sé que soy cínico, perverso, pretencioso. Sólo me queda suplicar que el Estado tenga piedad de mí.

 

No intento pedir perdón a Dios, cuyo lugar pretendí ocupar. Supongo que, a esta hora, Él me mira desde arriba con aquella misma sonrisa irónica con que presenció la caída de la torre de Babel.

 

*Frei Betto es escritor brasileño, es un fraile dominico, conocido internacionalmente como teólogo de la liberación. Autor de 53 libros de diversos géneros literarios -novela, ensayo, policíaco, memorias, infantiles y juveniles, y de tema religioso.  Es autor de “Cartas desde la prisión”, entre otros libros.

Traducción de J.L.Burguet

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