Una forma de devolver favores por el apoyo en la campaña, abrir nuevos negocios para sus aliados y consolidar alianzas.
Por Washington Uranga
Por Washington Uranga
Varios columnistas políticos -los más cercanos al Gobierno pero también algunos que se ubican en veredas opuestas- coincidieron en los últimos días en señalar que existe preocupación en el oficialismo porque en parte de la ciudadanía se estaría instalando la idea de que Macri no gobierna para los sectores populares. Nótese que la “preocupación” no es exactamente por el hecho de que las decisiones adoptadas van en contra de los intereses populares, sino por la percepción que tales determinaciones generan en la parte más desfavorecida de la población.
Es verdad que en el oficialismo existe una constante preocupación por monitorear el impacto de sus medidas en la población y una lucha permanente por cargar de sentido sus actos. También de construir una trama discursiva que justifique las determinaciones. Ya se conoce que el presidente Macri dedicará la primera parte de su discurso en la apertura de las sesiones legislativas la semana próxima a hablar de “la pesada herencia” que le dejó la administración anterior. Con eso dará pie a nuevos anuncios que, muy probablemente, seguirán apuntando al recorte del gasto público y a medidas que pueden impactar negativamente en la calidad de vida de los sectores populares.
Hay muchos otros ejemplos respecto de la utilización que el macrismo hace del discurso como herramienta política. Para justificar los despidos de empleados públicos se habla de “ñoquis” y se los mezcla con la “militancia” para producir un coctel que apele a sensibilidades negativas de parte de la población. Para argumentar sobre la aplicación de un protocolo de seguridad que habilite la posibilidad de reprimir la protesta se apunta a conmover a los habitantes de la ciudad molestos por los piquetes y los cortes. Se trabaja siempre sobre los efectos y las sensaciones, dejando de lado las causas profundas. El intento de producir modificaciones profundas en el rol del Estado, en el primer caso, y las injusticias de base que motivan la protesta social, en el otro.
Como pocos, el gobierno de Macri utiliza la comunicación como parte esencial de la gestión política. A su favor cuenta como nunca nadie antes con la colaboración y complicidad de gran parte del sistema masivo de medios que, a coro, refuerza el discurso oficial. Hay que acotar que la mayor parte de los medios de comunicación dejaron de ser empresas periodísticas o informativas. Son la pata comunicacional de grupos corporativos económico políticos y, en consecuencia, esos medios son funcionales a los intereses de tales conglomerados. El momento político indica que los intereses de estos grupos económicos coinciden con los del gobierno de Cambiemos. Por la misma razón, uno de los primeros DNU de Macri apuntó a eliminar de un plumazo aquellas leyes que regulaban el derecho a la comunicación para dejar vía libre a las grandes corporaciones mediáticas y consolidar la concentración de la propiedad con la excusa de la modernización y la convergencia tecnológica. Una forma de devolver favores por el apoyo en la campaña, abrir nuevos negocios para sus aliados y consolidar alianzas.
Parte de la acción discursiva del oficialismo es renovar permanentemente la agenda y generar titulares que aporten a su estrategia argumentativa mientras se desvía la atención sobre otras cuestiones más difíciles y escabrosas para el Gobierno. Se sabe que marzo será un mes en el que se producirá una nueva ola de despidos de empleados estatales y habrá nuevos ajustes tarifarios que incidirán en el aumento del costo de vida y de la inflación. La intención del Gobierno es que se hable lo menos posible de estos temas. Para lograrlo en el mes próximo se lanzará una nueva ofensiva retórico discursiva que tendrá como centro las denuncias de corrupción respecto del gobierno anterior y de sus funcionarios. La estrategia combinará “hallazgos” a la hora de revisar “la pesada herencia”, con la acción coordinada de parte de la Justicia y sus fiscales, y con el repiqueteo mediático de las denuncias. No importa si muchas de ellas luego no adquieren consistencia para convertirse en causas judiciales sólidas. Lo importante es instalar el tema y distraer las miradas sobre tantos otros. El periodista Jorge Lanata, un “adelantado” en estas cuestiones, ya anticipó desde Estados Unidos algunos pasos en la materia. “Cristina Kirchner tiene que estar presa”, afirmó sin necesidad de argumentar motivos.
Ya nadie duda de la estrecha vinculación que existe hoy entre la comunicación y la política, aunque existen ponderaciones muy diferentes respecto de las incidencias mutuas y los cruces entre estos dos campos. El investigador colombiano Omar Rincón ha dicho que “en la actualidad no basta con ser presidente, estar en posición, sino que hay que parecerlo”, y agrega que “en la actualidad no se gobierna, se permanece en campaña” porque “gobernar significa seguir prometiendo leyes, acciones, políticas más que alcanzarlas; mantener a la ciudadanía expectante y en esperanza ante las precarias situaciones de gobernabilidad y gestión por las que pasamos”. Su conclusión es que “la comunicación cumple en las democracias latinoamericanas como factor de gobernabilidad, legitimidad y credibilidad pública” (Comunicación y política en América latina, Bogotá, 2004).
Hoy no se puede hacer política con prescindencia de la comunicación y lo comunicacional es escenario de acción para la política; la comunicación puede verse como una batería de estrategias y herramientas para llevar adelante la acción política y de gobierno. Pero lo concreto, lo tangible son las acciones políticas y de gestión que impactan en la vida cotidiana y no tan solo las percepciones que aquellas generan. Hay además otra cara de la moneda: el derecho a la comunicación como derecho humano, que supone diversidad de voces, de fuentes, posibilidades de decir y escuchar para decidir libremente. Sin esto corre riesgo la democracia misma. Por esa razón, en la discusión parlamentaria sobre los DNU que crean el Ente Nacional de Comunicación en reemplazo de la Afsca y de la Aftic no se juega tan solo el futuro de las normas o la orientación de la política de comunicación del país. Se debate sobre la libertad de expresión y sobre la democracia misma, inseparable del derecho a la comunicación. Desde la oposición no se trata apenas de denunciar a tal o cual medio, sino de comprender que en la comunicación se juegan derechos ciudadanos y que hay allí un campo de batalla política que debe ser enfrentado no sólo con declamaciones, sino con estrategias y recursos. Es lo que reclamaron más de mil personas reunidas casi espontáneamente el sábado pasado en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA bajo el lema “ComunicaAcción”, y algo similar pedirá la Coalición para la Comunicación Democrática (CCD) en su encuentro nacional el próximo 3 de marzo. Lo advirtió la Defensoría del Público en una resolución emitida la semana anterior y lo ratificaron muchas voces de la política, de la academia y de las organizaciones sociales: sin comunicación democrática no hay democracia y la democracia solo puede sostenerse con pluralidad de medios, de voces y diversidad de propuestas comunicacionales.
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