Enrique Vega Dávila*.- Hace algunos meses un amigo me comentó acerca de la conmoción que le produjo escuchar a alguien cercano decir con tristeza: “Los gays estamos ya acostumbrados al rechazo”. Inevitablemente, escuchar la frase produjo en mí el mismo sentimiento, pero además, acompañado de zozobra, indignación y cuestionamientos.
El atentado en Orlando es uno más en la lista de crímenes contra la comunidad LGTB; muchos de estos horrores han quedado “invisibilizados” para no ser abordados como crímenes de odio, tal y como lo ha sido el caso de Zuleymi Sánchez -joven transgénero acribillada en Trujillo hace unas semanas-, o han quedado “normalizados”, como si se tratase de algo que debiera ser justificado o sobre lo que tendríamos que acostumbrarnos. Al final, la idea es negar lo sucedido.
Todo esto sin contar el sinfín de comentarios o frases en redes sociales que han terminado por validar la acción criminal, justificándola o, peor aún, pidiendo el mismo tipo de violencia en nuestro país.
J. Galtung (1979), en sus estudios sobre paz, distingue lo que es la «violencia directa» -acontecimientos concretos e identificables- de la «violencia estructural», que no puede ser identificada en un solo agresor y que es más nociva ya que “no sólo deja huellas en el cuerpo humano, sino también en la mente y en el espíritu”; además, denomina «violencia cultural» a aquella que sería “una constante” generacional y extensiva, también de modo simbólico.
Las tres dimensiones de la violencia forman una suerte de “triángulo vicioso” en el que se termina destruyendo al ser humano, limitándole derechos y posibilidades. De este modo es que debemos contemplar los crímenes a la comunidad LGTB: como violencia real y compleja, ya que no son hechos aislados, sino que forman parte de un “proceso” en el que discursos, prédicas o expresiones fomentan una “constante” en las relaciones interpersonales.
He escuchado muchos comentarios que buscan minimizar la homofobia; no obstante, si bien la “violencia directa” queda normalizada por algunas personas en aquellas expresiones, la “estructural” la aprueban instancias que no legislan contra el odio ni favorecen derechos, legitimando así una cultura de prejuicios y mentalidades que muchas veces son reforzados desde los hogares. Todo termina en postergación.
En este sentido, no deja de sorprenderme el doble discurso camuflado de muchos grupos que se han solidarizado con las víctimas, incluso haciendo minutos del silencio, cuando desde sus grupos, “websites” o “fanpages” generan verdadera violencia estructural y fortalecen violencia cultural o simbólica con mensajes tales como comparar el matrimonio entre personas del mismo sexo con el nazismo, o llamar “mercancía averiada” a personas homosexuales. No se necesita agredir físicamente para que haya violencia, ésta existe al fomentar desprecio o prejuicios, al admitir comentarios agraviantes, convirtiéndose en silenciosos cómplices o enviando mensajes que realmente se pueden interpretar mal.
Vivimos una cultura que quiere olvidarse de quien es pobre, y en esa complejidad se ha incluido a la mujer, a nuestros pueblos campesinos y nativos, y ahora se añade a la población LGTB. Esta cultura de la indiferencia no solo discrimina abiertamente, sino que se ha enquistado como violencia estructural y cultural en bromas que son consideradas normales y, tristemente, en políticas públicas que han consagrado el rechazo.
El joven de la frase inicial se había acostumbrado al rechazo, normalizándola él mismo. Ello debe cuestionarnos a quienes somos creyentes. Si hay algo en la fe cristiana que me ha convencido es el modo con el que Dios mismo apuesta por el ser humano y, en esa perspectiva, cómo la respuesta de amor desde nuestra experiencia de fe debe evidenciar el Dios en el que creemos, un Dios que es realmente para todos y todas. Una de las expresiones de la “Gaudium et spes”, que realmente me conmovió desde adolescente, ha sido: “nada de lo humano les es indiferente (a quienes viven el cristianismo)”, por lo que pienso que aquí hay un punto ineludible en nuestro seguimiento a Jesús que nos demanda ser conscientes de toda posible violencia que podamos transmitir y así cuidar toda expresión, charla, prédica, homilía, catequesis, declaración o ‘post’ para que no fomentemos un rechazo que, tristemente, termina condensándose en políticas en contra de una comunidad que es vulnerable. De expresiones cotidianas de homofobia se pasa a sistematizadas políticas de rechazo.
Por eso, en estos procesos de cultura de paz, no podemos dejar de lado este tema. Tomar consciencia de la violencia y confrontarla es un deber. Sintámonos cuestionados y cuestionadas porque cada vez que se le dice como insulto a alguien “maricón”, o cuando hay risas encubiertas por alguna lesbiana o desprecio a transexuales, cada vez que se les daña, es el mismo Jesús quien vive en carne propia ese rechazo (Cf. Mt 25, 31ss).
El Papa Francisco, de regreso a Roma luego de visitar Armenia, ha dicho que la Iglesia debe pedir perdón a las personas homosexuales, y con ellos y ellas a todas las personas que no se ha acompañado con coherencia. Al vivir la opción preferencial por quienes son pobres, aparece frente a nosotros y nosotras un nuevo rostro desfigurado por la violencia, por lo que no podemos sentirnos al margen de esta lucha que se suma a las muchas injusticias ya existentes.
* Agente pastoral y magíster en Teología.
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