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Reclusión y exclusión

Isabel Berganza Setién*.- “Las cárceles están hacinadas” o “el sistema penitenciario está colapsando” son frases habituales que se escuchan o se leen en los medios de comunicación cuando hacen referencia a los establecimientos penitenciarios. Y, lamentablemente, dichas afirmaciones no están lejos de lo que sucede en realidad. A julio de 2016 había en las cárceles del país 79,976 internos; sin embargo, el sistema sólo contaba con albergue para 35,126 personas.
 
Esto significa que más de 44 mil personas privadas de su libertad carecen de un espacio físico para pernoctar, vivir o recibir tratamiento en los recintos donde se encuentran.
Esta situación se torna más crítica en algunos penales; así, por ejemplo, el penal de Jaén -constituido para 50 personas- está habitado por 301; o el establecimiento penitenciario del Callao -que tiene capacidad para 572 internos- a julio de 2016 cuenta con más de 3 mil personas.
Otro problema que atraviesa el sistema penitenciario es la corrupción. En el documento elaborado por el Instituto Nacional Penitenciario (INPE) en el año 2012, que propone 10 medidas de reforma del sistema carcelario, el punto de partida del diagnóstico sitúa a la corrupción como uno de los dos problemas fundamentales. Hoy en día, esta realidad sigue vigente.
Estos dos temas, hacinamiento y corrupción, afectan de manera esencial la capacidad del sistema penitenciario de cumplir su objetivo fundamental que, tal y cómo afirma la Constitución Política del Perú en su artículo 139º, es la reeducación, rehabilitación y reincorporación del penado a la sociedad.
Así, según el diagnóstico realizado para formular la Política Nacional Penitenciaria y el Plan Nacional de la Política Penitenciaria 2016- 2020, actualmente existen tres programas especiales de tratamiento para las personas privadas de libertad: el INPE/Devida, para personas con problemas de consumo de drogas; el Tratamiento para Agresores Sexuales (TAS), que actualmente se desarrolla únicamente en el Establecimiento Penitenciario de Lurigancho; y, por último, el Programa Creando Rutas de Esperanza y Oportunidad (CREO), focalizado en el tratamiento de jóvenes 18 a 29 años de edad, con delitos primarios y sin problemas adictivos ni trastornos psiquiátricos. En todos ellos solamente participan 1,482 personas privadas de libertad; no llega al 2% de la población penitenciaria.
En este contexto, merece la pena recordar lo que el Papa Francisco dijo en su intervención en el Centro de Rehabilitación de Palmasola, durante su visita a Bolivia en julio del año pasado cuando, frente a las personas privadas de libertad, afirmó que “reclusión no es lo mismo que exclusión, porque la reclusión forma parte de un proceso de reinserción en la sociedad”.
Pero para promover la reinserción hay que partir del hecho de que la mayoría de las personas que ingresan a los penales provienen de una situación de exclusión. Así, en los resultados del Primer Censo Penitenciario, realizado este año por el INEI y el INPE, se muestra que las personas condenadas a prisión provienen de hogares violentos.
El 48% afirmó haber vivido violencia por parte de los adultos con los que convivían cuando eran niños, y el 30% que su madre era golpeada por su progenitor. Además, destaca que un 46% provienen de barrios con presencia de pandillas y bandas criminales, y el 44% cuentan con otros familiares privados de libertad.
Es por ello que, como Estado y como sociedad, hemos de preguntarnos si el sistema penitenciario, finalmente, no termina por excluir más a las personas que ingresan en él, haciendo que vivan durante su condena en un submundo de violencia, corrupción y malas condiciones de vida.
Y (sin ser condescendientes ni ingenuos ante la delincuencia) si la declaración de emergencia del sistema penitenciario, además de fortalecer la seguridad en los Establecimientos penitenciarios (algo totalmente necesario), debería regresar a la base del tratamiento penitenciario y poner como una de las prioridades la generación de oportunidades de trabajo digno y de estudio de calidad en los penales, promoviendo los derechos humanos de los y las internas.
Habrá también que luchar necesariamente contra el enquistado mal de la corrupción, que genera violencia, permite que ingrese la droga y el alcohol y que se sigan cometiendo delitos desde los penales. Y, por último, será necesario generar mecanismos para promover que las personas sentenciadas reconozcan el daño generado a la víctima, a la sociedad e, incluso, a ellos mismos y a sus familias. Así, el sistema penitenciario aportará a la lucha contra la inseguridad ciudadana.
Y es que, como decía el Padre Lanssiers, “en las cárceles también hay seres humanos” y, por ello, “no se trata sólo de terapia, sino de revelar al mismo individuo sus talentos que tiene y que él mismo desconoce”.
Directora de la Escuela de Derecho – Universidad Antonio Ruiz de Montoya
Iniciativa Eclesial 50° VAT II
Compartido por Diario La República, de Perú.

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