El reciente informe de la organización Global Witness, señala que la minería es la principal actividad que ha provocado el mayor número de asesinatos de defensores y ofensoras ambientales en el mundo y como nuevamente Honduras vuelve a ocupar el primer lugar como el país más peligroso del mundo para quienes defendemos el medioambiente y la casa común, en contra de los desastres de la minería, sin que existan muestras de los gobiernos por fortalecer internamente sus sistemas de control, su sistema judicial, los órganos de protección y el derecho de los pueblos a decidir sobre el presente y el futuro de sus comunidades, al permitir o rechazar proyectos de extracción minera en sus territorios.
Frente a esto hemos sido testigos de dos hechos esperanzadores: la realización del Sínodo para la Amazonia y la posterior divulgación de la exhortación del Papa Francisco “Querida Amazonia” en cuyas declaraciones finales se afirma que los proyectos que destruyen la Casa Común, son “Un crimen” y “Un pecado Ecológico” y por ende deben ser juzgados como tales por sociedad, como por la Iglesia.
Un segundo hecho esperanzador es la firma del Acuerdo de Escazú (marzo de 2018 sobre “Justicia Ambiental”) de vital importancia para nuestra región ya que se fundamenta en el Principio 10 de la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo de 1992 -el primer acuerdo en materia ambiental que tendría un carácter vinculante y de obligatorio cumplimiento para los Estados parte-. Tratado, que tiene por objeto luchar contra la desigualdad y la discriminación, así como garantizar los derechos de todas las personas a un medio ambiente sano y al desarrollo sostenible, dedicando especial atención a las personas y grupos en situación de vulnerabilidad y colocando la igualdad en el centro del desarrollo sostenible.
El Acuerdo vuelve obligatorio para los Estados Garantizar los Derechos de Acceso a:
Reconocer la existencia de los defensores y defensoras ambientales y a tomar todas las medidas necesarias para proteger sus vidas, su aporte a la sociedad y a la humanidad, avanzando así en el cese a la criminalización, persecución, intimidación, difamación, judicialización y asesinatos, volviendo acercando así la justicia ambiental a ser cada vez más una realidad que una mar aspiración.
Garantizar la participación ciudadana en la toma de decisiones sobre asuntos ambientales y que sus decisiones sean tomadas en cuenta, poniendo así un freno a la corrupción y complicidad estatal promovida por este sector.
Acceso a la justicia ambiental, que hasta hoy sigue siendo una deuda histórica de los Estados para con sus pueblos, lo que implicaría que estos deberán fortalecer sus legislaciones y sus órganos operadores de Justicia para garantizar que las empresas no continúen gozando de la impunidad por los crímenes cometidos, sino, que además de ser condenadas por los mismos, se obliguen la justa reparación a las víctimas por los impactos de sus crímenes. De igual forma operaría para sus cómplices en las esferas estatales.
El derecho al acceso a la Información Pública en materia ambiental, en un lenguaje comprensible para las comunidades susceptibles de ser afectados o que ya son víctimas de la minería, por tanto, ningún Estado podría declarar la “Secretividad” o “Confidencialidad” de todo lo relacionado con los impactos ambientales generados por los proyectos extractivos, de manera especial por los emprendimientos mineros.
Para que el Acuerdo entre en Vigencia el 26 de septiembre de 2020 se requiere la ratificación del mismo por al menos 11 países, de los cuales hasta la fecha únicamente lo han ratificado nueve (Antigua y Barbuda, Bolivia, Ecuador, Guyana, Nicaragua, Panamá, San Cristóbal y Nieves, San Vicente & granadinas y Uruguay).
Fuente: Red Iglesias y Minería
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