Adalid Contreras Baspineiro*
La mayoría de estrategias de conservación y defensa del ambiente han optado por la ruta de la gradualidad creciente, buscando el involucramiento ciudadano en la valoración de la sostenibilidad ambiental y en la defensa de los ecosistemas, así como el compromiso institucional público y privado en la implementación de políticas que velen por el desarrollo sostenible. Para ello, una multiplicidad de proyectos grandes y pequeños, globales y locales, internacionales y nacionales, ciudadanos, privados y públicos, tienden a activar formas de resiliencia con capacidad de los ecosistemas para mantener funciones y procesos clave frente a las tensiones que lo deterioran, resistiendo, adaptándose y reproduciéndose.
Los resultados alcanzados tienen una característica paradójica. Por una parte, han logrado importantes conquistas en la defensa de la naturaleza, en cuidados ambientales y en la protección de los animales, construyendo enclaves e incidiendo en políticas que siembran rasgos de un mundo amigable. Pero, así como son importantes, son insuficientes, y sus impactos no alcanzan para afirmar que se esté viviendo un mundo sostenible. A la hora del balance tenemos que reconocer que todavía pesan más las prácticas que contaminan, depredan y arrasan la vida en el planeta.
Entre las fuentes de esta situación se encuentran factores estructurales de desarrollo asimétrico como el capitalismo salvaje, cuya angurria de acumulación se hace a costa de la depredación de la Madre Tierra, sin el mínimo respeto de sus derechos. También pesan las políticas que legalizan las prácticas extractivistas sin ninguna responsabilidad social ni ambiental. En referencias más cotidianas, las buenas prácticas tardan en generalizarse, por ejemplo con el manejo de la basura, por lo que habitamos ciudades sucias, contaminadas y contaminantes.
El mundo se ha llenado de tratados, normas y promesas. Queda la tarea de cumplirlos. Por eso consideramos que además de profundizar con rigor y celeridad lo que se viene haciendo, es impostergable la tarea complementaria de aplicar estrategias radicales en temas urgentes. En estrategias ambientales la producción de sentido no puede provenir sólo de iniciativas educativas y comunicacionales, sino que deben ser las políticas y las prácticas las generadoras histórico-sociales de sentidos, exteriorizando aspiraciones, sueños y compromisos en Estados cuya trama material y simbólica de correlaciones de fuerzas y de prácticas discursivas definan lo público, lo común, lo colectivo y lo universal en saberes, derechos, prácticas y simbologías que garantizan la vida.
En consecuencia, un desafío de las estrategias ambientales es su ruptura con la presunción del desarrollo sostenible en sociedades depredadoras que identifican modernidad con acumulación del capital, o que creen que progreso es poblar las ciudades de moles de cemento sacrificando las áreas verdes y aniquilando los espacios de encuentro social. Necesitamos institucionalidades estructuradas para la gestión del bien común, de manera que el modo, la amplitud y las características de ese bien común tenga como destino y como camino la armonía con la naturaleza, la vida en comunidad y la coexistencia incluyente.
En nuestro país, un tema urgente que requiere de una estrategia radical, es la regulación del mercurio en la minería. Recordemos que está vigente el Convenio de Minamata, firmado en Kumamoto, Japón, el 10 de octubre de 2013, con el objetivo de proteger la salud humana y el medio ambiente de las emisiones y liberaciones antropógenas de mercurio y compuestos. Este convenio da respuesta a los efectos inhumanos del envenenamiento por mercurio que ocasiona la denominada “Enfermedad de Minamata” por la ingesta de productos contaminados con compuestos de metilmercurio, provocando ceguera, parálisis cerebral, problemas de movimiento y de coordinación, sordera, problemas de crecimiento, deformaciones físicas, deterioro del funcionamiento mental, deterioro de la función pulmonar y microcefalia.
Este relato que parece lejano en la geografía y el tiempo, se reproduce en sitios donde no se aplican medidas de restricción y control de la circulación y uso del mercurio, como es el caso de nuestro Madidi, donde es la naturaleza la que pierde su vitalidad y son los pueblos indígenas los que lo pierden todo: su territorio, su habitat, su fuente de vida, su futuro y su salud. Datos de la Central de Pueblos Indígenas de La Paz muestran que el 71,3% de la población de la amazonía paceña sufre síntomas de la Enfermedad de Minamata por la contaminación de los ríos, donde los peces con los que se alimentan se afectan tanto por los desechos del mercurio como por los sedimentos del oro.
La región del Madidi sufre contaminación por el uso de mercurio en niveles dramáticos que se ubican muy por encima del límite máximo permitido por la Organización Mundial de la Salud, que es de 1.00 ppm (partes por millón), aunque con 0.58 ya se detectan problemas neurológicos. El pueblo Leco está con el 1.2, los Tacanas 2.1, Uchupiamonas 2.5, Mosetenes 2.7 y Esse Ejjas que mora la parte baja de la cuenca, 6.9 ppm. ¿Quién responde por ello?, ¿la minería multinacional o local, legal o ilegal que genera la contaminación?, ¿el Estado?, ¿o las mismas poblaciones víctimas fatales del saqueo depredador y contaminante?
Se precisan medidas urgentes y estrategias radicales, que marchen de la mano de un Estado refundado en clave del Vivir Bien. Hay que bajarse del tren de la minería depredadora, dejar atrás el extractivismo como base del desarrollo y romper con todo aquello que aniquila la vida. En cambio, es hora de generalizar o crear proyectos transformadores, normas inapelables, estrategias radicales que garanticen derechos y prácticas sembradoras de vida.
* Adalid Contreras Baspineiro es sociólogo y comunicólogo boliviano. Director de la Fundación Latinoamericana Communicare. Ex secretario ejecutivo de OCLACC (hoy SIGNIS ALC).
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