Carlos Ayala Ramírez (*)
En el marco de la visita apostólica del papa Francisco a los Emiratos Árabes Unidos, se firmó un documento – entre el obispo de Roma y el Gran Imán de Al-zhar – denominado “Fraternidad humana para la paz mundial y la convivencia”, el cual ha sido considerado como un importante paso en el diálogo entre cristianos y musulmanes y una acción emblemática de paz y esperanza para el futuro de la humanidad. En definitiva, un nuevo esfuerzo para que la humanización sea posible, esto es, para generar procesos de inclusión basados en la dignidad humana compartida Desde luego que eso supone contrarrestar la tendencia de la sociedad a generar diversas formas de exclusión (cultural, económica, social, étnica, de género, etc.).
Ahora bien, podemos distinguir en el documento tres partes fundamentales: primero, expone la fuente de inspiración y horizonte de sentido que subyace en la declaración; segundo, delimita las perspectivas desde las cuales se plantea la necesidad de un proyecto de convivencia incluyente; y tercero, señala los compromisos ineludibles para ponernos en el camino de la fraternidad humana, a partir de los principales problemas, desafíos y esperanzas que caracterizan al mundo de hoy.
Respecto al primer punto, el texto valora la fe en Dios y la fe en la fraternidad humana, cuando éstas contribuyen al paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas, es decir, cuando humanizan. En esta línea, se recuerda que la fe, si es genuina, lleva al creyente a ver en el otro a un hermano que debe sostener y amar. “Por la fe en Dios [creador, liberador, cuidador, Padre cercano y Padre de todos] que ha creado el universo, las criaturas y todos los seres humanos —iguales por su misericordia—el creyente está llamado a expresar esta fraternidad humana, protegiendo la creación y todo el universo y ayudando a todas las personas, especialmente las más necesitadas y pobres”. La fe en estas dos direcciones (en Dios y en el ser humano), se postula como una guía para que las nuevas generaciones construyan una cultura del respeto recíproco.
En segundo lugar, al plantearse los lugares o perspectivas desde la que surgen los compromisos pactados, se clama, en principio, en nombre de Dios, pero no de un Dios genérico, sino del que ha creado todos los seres humanos iguales en los derechos, en los deberes y en la dignidad, y los ha llamado a convivir como hermanos entre ellos, para poblar la tierra y difundir en ella los valores del bien, la caridad y la paz. Asimismo, se pronuncian en nombre de los pobres, de los desdichados, de los necesitados y de los marginados. En el nombre de los huérfanos, de las viudas, de los refugiados y de los exiliados de sus casas y de sus pueblos; de todas las víctimas de las guerras, las persecuciones y las injusticias; de los débiles, de cuantos viven en el miedo, de los prisioneros de guerra y de los torturados en cualquier parte del mundo, sin distinción alguna. Todo el dolor y sufrimiento humano infligido a estos grupos exige un compromiso por revertir la historia y la sociedad hacia la consecución de la fraternidad humana.
Finalmente, el documento reitera algunos de los principios y compromisos que se asumen como urgentes y necesarios para la humanización. Entre otros, se habla de la justicia basada en la misericordia como camino para lograr una vida digna a la que todo ser humano tiene derecho. Se plantea el diálogo, la comprensión, la difusión de la cultura de la tolerancia y de la aceptación del otro, como opción para reducir muchos problemas económicos, sociales, políticos y ambientales que asedian a gran parte del género humano.
Se declara el compromiso de establecer en nuestras sociedades el concepto de plena ciudadanía – basado en la igualdad de derechos y deberes – y renunciar al uso discriminatorio de la palabra “minorías”, que trae consigo las semillas de sentirse aislado e inferior.
Al referirse a los sectores vulnerables señala que es una necesidad indispensable reconocer el derecho de las mujeres a la educación, al trabajo y al ejercicio de sus derechos políticos. De ahí la exigencia de frenar todas las prácticas inhumanas y las costumbres vulgares que humillan la dignidad de las mujeres y trabajar para cambiar las leyes que impiden a las mujeres disfrutar plenamente de sus derechos. En esta misma línea de hacer justicia a los sectores excluidos, se postula el compromiso con la protección de los derechos de los ancianos, de los débiles, los discapacitados y los oprimidos. El documento declara la necesidad religiosa y social de garantizar y proteger sus derechos a través de legislaciones rigurosas y la aplicación de las convenciones internacionales.
Estos compromisos se derivan del diagnóstico que se hace en la Declaración sobre la realidad contemporánea. Ahí se recuerda que la injusticia y la falta de una distribución equitativa de los bienes – de los que se beneficia son una minoría de ricos – ha provocado crisis letales de las que son víctimas millones de seres humanos, entre ellos, niños y niñas reducidos a esqueletos humanos a causa de la pobreza y el hambre, sobre la que reina un silencio internacional inaceptable. Subrayan también como causa de la deshumanización una conciencia humana anestesiada y un alejamiento de los valores religiosos y humanos.
Este nuevo esfuerzo, pues, origina sentidos de horizonte y ofrece ideales. En esta perspectiva es una invitación a la fraternidad entre creyentes y no creyentes, entre todas las personas de buena voluntad. Con vehemencia se exhorta a toda conciencia viva que repudia la violencia aberrante y extremismo ciego; a todo el que valora los valores de la fraternidad y la justicia, a colaborar para alcanzar una paz universal e incluyente.
(*) Profesor del Instituto Hispano de la Escuela Jesuita de Teología; profesor de la Pastoral Hispana de la Arquidiócesis de San Francisco, CA. Docente jubilado de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA).