La ciudad de las montañas
Durante la noche, desde el cielo, la ciudad de Quito parece un río de pequeñas luminarias rojas e inquietas. Hace mucho frío y la presión de la altura, casi tres mil metros sobre el mar, ya empieza a sentirse sobre el cuerpo.
La gente de Quito asegura que esto es un mal de viajeros, y que para remediarlo hace falta una infusión caliente de coca, hasta que el estómago se acostumbre.
Entro al hostal y descubro que todos mis compañeros, a los que todavía no conozco, ya están dormidos. Por la mañana nos sentamos a desayunar y hablamos mucho: somos gente de todas partes de América, con un mundo entero de nostalgias, despedidas familiares y países que enseñar, como si fueran objetos mágicos y extraordinarios.
Los participantes en este Laboratorio de Comunicación venimos de ocho países distintos. Nueve, si contamos a Larry Rich, el abuelo norteamericano de SIGNIS. Cuando Larry narra sus historias parece que ha vivido muchas vidas y sus pasos, aunque ya lentos por los años, han recorrido una cartografía inmensa.
Hay tres mexicanos, Martín, Sandra y Edgar, aunque este venga en realidad de Bruselas; un panameño orgulloso, Orlando; un colombiano, Fernando, que no abandona por nada del mundo su taza de café; tres paraguayos, Vanessa, Gilbert y Majo, la vicepresidenta actual de SIGNIS ALC; dos uruguayos, Clari, que siempre está callada y Sebas, al que no le alcanzan nunca las palabras para seguir hablando; dos argentinos, Emmanuel y Carlos, presidente de SIGNIS ALC; tres ecuatorianos, Dome, de Quito, y Liz y Wayra, que han llegado aquí desde la Amazonía. Aunque conozcan bien la capital, Liz y Wayra vienen de la cercanía de la selva y extrañan, en medio del concreto y la velocidad de Quito, el aire cálido de su hogar.
Y desde luego, también viene un cubano con nostalgia por su isla de tabaco y café.
El desayuno siempre es contundente en el Hostal Milenium, la casa de tres pisos que nos alberga. Sirven huevo, café, leche y un pan de masa blanca, que a veces fabrican con maíz.
Luego salimos fuera y descubrimos que Quito es gris y rápida durante la mañana, con gente que va al trabajo caminando deprisa. Para llegar a las oficinas de SIGNIS ALC, en el octavo piso de una torre, hay que atravesar la parte moderna de la ciudad. Allí se desarrollan los talleres de este Laboratorio de Comunicación, un encuentro internacional de jóvenes en compromiso perpetuo con los que no tienen voz, con los que se les ha arrebatado la voz.
Cada vez que alguien habla empieza una sinfonía de lenguajes, de acentos particulares, de entonaciones que convierten cada charla en algo parecido a un concierto de música clásica: la pronunciación enfática de los mexicanos, las erres débiles de Paraguay, las consonantes afiladas de argentinos y uruguayos, el tono panameño, la calidez del discurso colombiano, la cadencia sencilla del Ecuador.
Y también, como todos me obligan a confesar, el impulso cubano por desaparecer sonidos y comer letras, o de bromear con los juegos de palabras, que yo defiendo como deber y orgullo nacional.
Pero hay una visión más profunda que se va tejiendo en medio de nuestras conversaciones, la intuición de una América y de un Caribe que no conocíamos en realidad. Lo que antes era un torbellino de imágenes o de noticias confusas sobre nuestros países, ahora se vuelve una reconstrucción diáfana de lo que es nuestra tierra, e incluso la sospecha de que todos los pueblos de esta vasta isla continental se parecen mucho.
Estamos hechos a imagen y semejanza de nuestra historia, nuestros dolores y nuestras traiciones.
Nos contamos la historia verdadera, la que no está en los libros sino en la memoria de los abuelos y en los traumas cotidianos, para constatar, tristemente, que no hemos cambiado nada: la poderosa selva del Amazonas sigue en la boca de lobos empresariales; los poderes del cambio están en mano de unos cuantos políticos corruptos, versión sofisticada de nuestras antiguas dictaduras; el descontento con el estado de cosas, la mentira periodística y la desinformación siguen siendo el pan de cada noticiero.
Somos un pequeño género humano, como hubiera dicho, todavía hoy, Simón Bolívar.
Hace falta mucha voluntad, en esta pequeña oficina, para articular una voz coral, una cuerda común que genere una visión auténtica de la verdad. Y durante los próximos días, nosotros, viajeros de todos los puertos y caminos de la América, caminaremos precisamente esa gran ruta al interior de lo que somos, a la selva profunda de nuestra identidad.
Luz y tiempo
Sobre la mesa de trabajo siempre los mismos objetos: un termo de agua caliente y otro de agua fría, con ellos se preparan el tereré y el mate, que vienen a ser casi equivalentes; una taza humeante de café colombiano; unos cuantos bombones de chocolate belga; unas empanadas dulces que aun huelen a México y los acostumbrados libros, papeles y equipos electrónicos.
Clari, la uruguaya que sueña con ser productora de cine, me explica el ritual del mate: dentro del pequeño vaso forrado de cuero se vierte la yerba. Luego se derrama el agua lentamente, cerca de la bombilla, es decir, el tubo metálico y con filtro que sirve para sorber el líquido. No se debe mojar todo el contenido, dice Clari, el conocedor siempre respeta la montañita de yerba que se acumula en uno de los bordes del vaso.
Hasta que no digas gracias, advierten los tomadores, seguirán renovando el agua de la bebida.
Al cabo del tiempo, todos nos aficionamos a la calma que proporciona el mate. Aunque parece, luego de la tercera o cuarta ronda, que la yerba nos da una lucidez especial, nos prepara para no dormirnos dentro del frío y la tranquilidad de la oficina.
Hoy toca hablar de cine, al que SIGNIS ha prestado siempre una atención esmerada. De hecho, una gran parte del prestigio de SIGNIS se ha forjado dentro de festivales cinematográficos y premios a audiovisuales.
«El cine», dice Edgar Rubio, de SIGNIS Mundial, «se compone de dos materias misteriosas: la luz y el tiempo». Esto inspira una suerte de teología del cine, una exploración del arte como luminosidad que se capta por instantes. El cine es una linterna mágica sobre la eternidad, un intento de atrapar la vida dentro del cristal y los trucos de la óptica. Una imagen con voz y una voz que tiene color y movimiento.
Edgar recuerda constantemente a Abbas Kiarostami, el cineasta iraní, en una idea que asumimos casi como profesión de fe: «Nuestro cine es solo una humilde continuación de la histórica conversación de nuestro pueblo sobre el amor».
Luz y tiempo en una danza común que ya tiene más de un siglo y una tradición de la cual sentirnos orgullosos: como las imágenes cortadas de Cinema Paradiso, la historia del cine viene a nuestra memoria sentimental junto a las personas que nos llevaron por primera vez al salón oscuro, o nos transportan a la noche que invitamos a alguna muchacha, quizás con la esperanza de que el beso de Casablanca fuera la señal para acariciar la mano de nuestra acompañante.
Para los que aprendimos a contar historias con Citizen Kane, el cine no puede ser sino una escuela de vida, un portal abierto a las cruzadas o los aterrizajes de marcianos.
Toda la historia del cine, afirma Edgar, puede resumirse en aquel fotograma del Gordo y el Flaco en que se carga un piano sobre un puente, en medio de los Alpes. Entonces, sin demasiadas explicaciones, entra a la escena un gorila.
La pantalla hace creíble lo imposible. Aquello que la vida desterró por absurdo, el cine lo recoge, le da una historia y una imagen tan formidable como la luna sonriente de Méliès.
Cuando acaba el taller, el aire se llena de una devoción extraña por el cine, quizás porque todos recordamos que cada película que vimos nos inundó el alma de historias y nos enseñó, sin que nos diéramos cuenta, que nosotros también somos gente sumergida en el misterio de la luz y en el camino del tiempo.
Comer en la mitad del mundo
Sin embargo, a pesar de los amigos, del descubrimiento de nuevas realidades, de la aventura, uno siempre extraña a su país. El recuerdo tiene varios caminos. Todos hablamos, por ejemplo, de la música panameña o el café auténtico de la tierra colombiana, e incluso de la literatura melancólica y sutil de los argentinos.
Pero yo extraño, por encima de todo, un plato de frijoles negros recién hechos, humeantes, que mi madre haya sazonado con cebolla y ají, junto a unas yucas bañadas en mojo de limón y ajo machacado. A esa combinación no podrían faltarle unas masas de cerdo, oportunamente acompañadas de plátano maduro, o quizás de ese mismo plátano, pero verde y frito en rebanadas crujientes y con sal.
Salimos al frío de la ciudad, entre los automóviles y el ruido, y nos adentramos en un pequeño restaurante de Mariana de Jesús.
Va a ser, aunque todavía no lo sabemos, nuestra gran apertura a la cocina ecuatoriana, una dieta compuesta en lo esencial por carne, mariscos, cacao y el omnipresente maíz sudamericano.
Nos sirven un plato tradicional de Ecuador, la fritada. Está elaborado a base de maíz, mote, plátano y cerdo hervido con cebolla, que posteriormente se fríe en grasa ardiente. Al cabo de unos minutos caemos derrotados por la potencia de la fritada, sin ánimos para salir a la calle.
Yo menciono cuánto ayudaría una taza de café cubano, pero todos mis compañeros, sin excepción, parecen preferir la manera colombiana de cafetear, que implica un recipiente mayor y un líquido más diluido.
El sudamericano ha renunciado también, quizás por la falta de tiempo, a la costumbre tan criolla de la siesta, que heredamos de nuestros ancestros españoles.
A falta de siesta, la presión de Quito nos sigue agotando por lo menos hasta el tercer o cuarto día, en que por fin resucitamos a la vida activa en la ciudad de las alturas.
La primera vez que conocemos el antiguo centro colonial, con sus balcones bajos y coloridos, llegamos por la noche. Los vendedores ambulantes nos asedian con una bebida que parece mágica y dorada. Este trago, que se llama canelazo, es una mezcla de aguardiente y canela, que calienta el paladar y nos sirve como otro conjuro frente al mareo y el asma que puede provocar la presión.
Nunca pude acostumbrarme al canelazo, quizás por mi fidelidad casi caballeresca a la cerveza o por el recuerdo del ron cubano, para mi orgullo uno de los mejores del mundo.
La dieta de la sierra incluye otros platos, como una sabrosa torta de papas llamada llapingacho, a la cual son aficionados los quiteños, o las deliciosas empanadas de viento.
La comida de la Amazonía, como descubrimos una semana después, es bastante diferente. Cada plato es exuberante y bien sazonado. Aguacates, gruesos filetes de cerdo, limonada. En los predios de la selva mi estómago se siente más en casa. El clima caliente y húmedo, las lluvias frecuentes y la noche silenciosa me recuerdan a Cuba y rescatan mi apetito tan dañado por la ausencia del arroz.
Antes de regresar a Cuba le escribí a mi madre para hacerle prometer que, después de esta excursión a la gastronomía maravillosa de los Andes, me preparará los añorados frijoles negros, que nunca faltan en los hogares de mi isla.
Más allá de la sierra
Los ecuatorianos dividen su país en tres regiones: la costa, la sierra y la Amazonía. Aunque es mejor decir que poseen varios países en la tierra de uno solo, un Ecuador de muchos rostros. Hemos viajado desde corazón del Quito colonial, con sus iglesias barrocas y sus callejuelas estrechas, hasta la carretera que avanza como una serpiente gris entre la cordillera.
El paisaje se transforma, detrás de los cristales del autobús, en una sierra colosal y verde, coronada de lluvias y ríos, hasta que llegamos a Puyo, a las puertas de la selva ecuatoriana.
Armados con los equipos de filmación, nuestros facilitadores nos piden que el lente de la cámara logre captar todo el espíritu de Puyo, una ciudad caliente y pequeña, que me recuerda mucho a los pueblos de Cuba.
Nos dividimos para filmar en tres destinos: la radio local de Puyo; un proyecto educativo de las hermanas dominicas y, por último, una comunidad de mujeres waorani, que sostienen su pueblo con la venta de chocolate artesanal y manualidades.
Cuando termina el día, cada grupo ha vivido su propia aventura.
Los que asistieron a la radio conocieron a un grupo de periodistas que comparten nuestra misma intención: recuperar la voz de los silenciados, comunicar a través de un coro de lenguas, llevar de nuevo la esperanza a los que escuchan atentos, en la tranquilidad de la Amazonía, las palabras que vienen de lejos.
Ante el relato emocionado de las hermanas dominicas, mi grupo experimenta los abrazos de casi doscientos cincuenta niños, que se miran a sí mismos en la pantalla del proyector. Luego una hermana nos muestra una colección de objetos tribales de los indígenas, flautas, lanzas y flechas emplumadas que las siete comunidades indígenas de la selva ecuatoriana les han ofrendado, por su acogida a los niños pobres de Puyo.
El tercer grupo ha visto derrumbados sus planes de dialogar con las mujeres en la ciudad. No les queda más remedio que recorrer una ruta peligrosa al interior de la selva, para lo cual deben abordar un jeep, un autobús y varias canoas que se deslizan lentas por las aguas cristalinas del territorio waorani.
Cuando regresan, llevan en su cuerpo las pinturas tradicionales de los indígenas y nombres en una lengua distinta: son los que las mujeres de la tribu les han dado, como signo de que ya no son enemigos ni opresores, sino hermanos de alma que conocen los secretos del cacao.
Días después, en Quito, la voz antigua de Larry nos pregunta si entendimos el viaje a la selva, como si se tratara de un rito de iniciación. Todos sabemos que sí, sí entendimos: ser comunicador de estas realidades implica entrar de lleno a defenderlas, comprender de una vez y por todas que ni las palabras ni las imágenes son inocentes y que, de muchas maneras, el trabajo de SIGNIS es redimensionar al hombre comunicante en la conciencia de su responsabilidad.
El hombre que escribe y el hombre que mira detrás de la cámara no pueden ser distintos de las cosas que ven. Quizás esa sea la enseñanza más valiosa del Laboratorio de Comunicación, junto a un entendimiento casi sagrado de lo que significa la amistad para lograr una nueva esperanza para el mundo.
En un medio donde mandan los trabajadores de la mentira, de la desesperanza, del poder absoluto y la destrucción, el comunicador tiene que ser una voz crítica y molesta, pero de espíritu blanco.
Alrededor de la mesa siguen los mismos objetos, con la diferencia de que ahora todos tomamos mate y todos nos sentimos ciudadanos de esta gran isla continental, que se repite siempre.
Aún nos queda un poco de tiempo para sentir Quito y despedirnos de ella. Caminamos una vez más entre librerías a las que entro como un niño en una tienda de juguetes; volvemos a probar la última fritada y el último canelazo; y admiramos la silueta de esta ciudad que es un festival de luces navideñas, protegida por las alas firmes de la Virgen del Panecillo.
Y llegamos así al centro de la tierra, como si fuéramos personajes de Julio Verne, al punto donde el universo se bifurca en todas las mitades y todas las diferencias, a una línea dorada que marca la cintura del mundo. En ese instante del espacio donde empiezan todos los caminos, sentimos la sabiduría de esta tierra antigua que los indígenas señalaron como mitad del universo. Y ahí nos damos el abrazo final, antes de nuestros aviones salgan, como grandes cóndores plateados, a cruzar el océano que nos lleva a la patria.
Crónica publicada originalmente en el sitio de SIGNIS world
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