Olga Consuelo Vélez*
El pasado 16 de octubre, el papa Francisco anunció que el Sínodo de la sinodalidad se prolongará hasta el año 2024. El objetivo es tener más tiempo de discernimiento para vivir la sinodalidad como dimensión constitutiva de la Iglesia.
Para los que estamos atentos a estas noticias eclesiales y los que están directamente implicados en la celebración de este acontecimiento, este anuncio nos moviliza a seguir pensando cómo aprovechar esa decisión.
Pero, ¿realmente, el pueblo de Dios está implicado en este proceso? Pasado un año de “algunas” reuniones (porque no fueron masivas ni acogiendo a la mayoría del pueblo de Dios) en las iglesias locales, ¿ha habido algún cambio además de introducir la palabra sinodalidad en algunos círculos reducidos? Me temo que hay mucha distancia entre el ideal y la realidad.
Desde mi punto de vista, pensar en una Iglesia sinodal supone partir de reconocer que nuestra Iglesia no ha sido sinodal, y por eso necesita una conversión.
Debería haber sido siempre así, porque, desde los orígenes, las primeras comunidades cristianas se reunían en torno a la fe -expresada en la enseñanza de los apóstoles- y compartían la fracción del pan, las oraciones y los bienes para que nadie pasara necesidad(Hc 2, 42-47).
Poco a poco, esas comunidades igualitarias e inclusivas fueron estructurándose para una mejor organización, a partir de la diversidad de carismas y ministerios que tenían los miembros de la comunidad.
Pero el paso del tiempo fue llevando al anquilosamiento de esas estructuras -que siempre deberían ser ágiles porque deben estar al servicio de la misión- y, sobre todo, a buscar equipararse a las organizaciones de la sociedad civil, llegando a la Iglesia que teníamos antes de Vaticano II: una Iglesia estructurada en dos clases de miembros -clero y laicado-, donde el primero ha tenido la primacía y el segundo, solo el protagonismo que los primeros le conceden.
Con Vaticano II -cuyo inicio, hace 60 años, celebramos el pasado 11 de octubre-, se buscó “convertir” ese modelo piramidal por el modelo Pueblo de Dios que, en otras palabras, es un modelo sinodal.
Pero, pasados esos 60 años, aún vemos que no acabamos de realizar ese cambio y que seguimos en la tensión -que no llega a ser conversión- entre una Iglesia que debería ser mucho más comunión y participación, y una iglesia que no renuncia a su estructura de siglos, porque el clero sabe que pierde demasiados privilegios, y que esto supone una mayor responsabilidad por parte del laicado.
En muchas de las experiencias de escucha y diálogo que se vivieron en esta primera fase sinodal en las iglesias locales, se oró, se celebró y se estudió la sinodalidad. Pero, ¿se hicieron cambios?
Escuché, de más de una realidad, decir que allí ya se vivía la sinodalidad porque tal laico participaba de tal espacio o porque tal actividad la llevaban los laicos, o porque el presbítero escuchaba a sus feligreses.
No escuché que se haya iniciado un proceso de conversión sinodal a fondo, que cambie el rostro de la Iglesia para responder a eso que el papa Francisco ha llamado “deseo de Dios para la Iglesia del tercer milenio”.
También se invoca que el Papa ha nombrado a más laicos en los órganos eclesiales, pero ¿esto es suficiente para que nuestra Iglesia sea sinodal? Personalmente, creo que no.
Por todo esto, creo que esta prolongación del Sínodo de la sinodalidad por un año más tal vez sea la ocasión de volver a plantearse cómo podría ser esta Iglesia del tercer milenio más cercana a la Iglesia de los orígenes.
Una Iglesia que hoy convoque y atraiga a otros. Que se le note en consonancia con los “signos de los tiempos” (Gaudium et Spes n.4), respondiendo a ellos. Que no se quede en darle “un barniz superficial” a la Iglesia, usando la palabra sínodo y nombrando a algún laico en un puesto eclesial, sino, por ejemplo, reconociendo, de una vez por todas, que la Iglesia no ha sido sinodal y que es grande la estructura que debe cambiar para conseguir serlo.
Creo que, con el papa Francisco, se ha avanzado en el uso de un lenguaje mucho más fresco y actual -que molesta a los que quieren un lenguaje solemne y que marque las diferencias-; en un estilo sencillo y austero, como debería ser toda instancia eclesial; en la elaboración de documentos que pueden llegar a ser entendidos por más personas; en la propuesta de los diferentes sínodos que han tenido lugar en su pontificado, sobre temas tan urgentes como los jóvenes, la familia, la Amazonía.
Pero, a nivel estructural, se ha movido demasiado poco: documentos sobre la curia romana y sobre los estudios teológicos; alguna modificación al Derecho Canónico y, como ya se dijo, unos cuántos nombramientos de laicos en los organismos curiales.
Pero esto, no es suficiente. Se necesita una conversión al dinamismo del Espíritu que anima esos cambios y dejarse conducir por él, sin resistencias, sin justificaciones, sin disculpas.
¿Lo haremos en estos dos años que ahora se proponen para asumir la sinodalidad como dimensión constitutiva de la Iglesia?
Esperemos que sí, pero no olvidemos que si el punto de partida no es el reconocimiento de que nuestra Iglesia no ha sido sinodal, todo lo que se diga será como esa casa construida sobre arena que, al primer viento que la golpea, la derrumba (Mc 7, 2-27). Y los vientos recios no cesan: fundamentalistas, tradicionalistas, opositores al Papa y tantas instancias eclesiales se sienten muy seguras y cómodas en lo que realizan. Por eso es tan necesario abrirnos al insistente llamado a la conversión que la Iglesia siempre necesita, si esta quiere mantener su fidelidad al Reino.
* Doctora en Teología por la Universidad Católica de Río de Janeiro; profesora titular e investigadora de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana, en Bogotá.
Este artículo fue publicado en la revista digital Punto de Encuentro, de SIGNIS ALC, diciembre de 2022